Exsecretario de Trabajo de Estados Unidos, profesor de política pública en la Universidad de California en Berkeley y autor de Saving Capitalism: For the Many, Not the Few y The Common Good. Su nuevo libro, The System: Who Rigged It, How We Fix It, ya está a la venta. Es columnista de The Guardian US.
El mayor peligro para EU no es China. Está más cerca de casa
La rivalidad con China es tangible, pero la historia nos enseña que es más fácil culpar a los otros más que a nosotros mismos.
La rivalidad con China es tangible, pero la historia nos enseña que es más fácil culpar a los otros más que a nosotros mismos.
La postura geopolítica y económica cada vez más agresiva de China en el mundo desata una feroz reacción bipartidista en Estados Unidos. Eso está bien si conduce a una mayor inversión pública en investigación básica, educación e infraestructura, como lo hizo el impacto del Sputnik de fines de la década de 1950. Pero también presenta peligros.
Hace más de 60 años, el repentino y palpable temor de que la Unión Soviética se nos adelantara sacó a Estados Unidos de la complacencia de la posguerra y provocó que la nación hiciera lo que debería haber estado haciendo durante muchos años. Aunque lo hicimos con el pretexto de la defensa nacional —la llamamos Ley de Educación de Defensa Nacional y Ley de Carreteras de Defensa Nacional y confiamos en la Administración de Proyectos de Investigación Avanzada de Defensa para la investigación básica que conduce a los semiconductores, la tecnología satelital e internet—, el resultado fue impulsar la productividad y los salarios estadounidenses durante una generación.
Cuando la Unión Soviética comenzó a desmoronarse, Estados Unidos encontró su siguiente contraste en Japón. Los autos fabricados en Japón le estaban ganando el mercado a los tres grandes fabricantes de automóviles. Mientras tanto, Mitsubishi compró una gran parte de las acciones en el Rockefeller Center, Sony compró Columbia Pictures, y Nintendo consideró comprar los Seattle Mariners. A fines de la década de 1980 y principios de la de 1990, se llevaron a cabo innumerables audiencias en el Congreso sobre el “desafío” japonés a la competitividad estadounidense y la “amenaza” japonesa a los empleos de los estadounidenses.
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Una marea de libros satanizó a Japón: Agents of Influence de Pat Choate alegó que los supuestos beneficios de Tokio a los estadounidenses influyentes fueron diseñados para lograr una “dominación política efectiva sobre Estados Unidos”. Trading Places de Clyde Prestowitz argumentó que debido a nuestra incapacidad para responder adecuadamente al desafío japonés “el poder de Estados Unidos y la calidad de vida estadounidense está disminuyendo rápidamente en todos los aspectos”. In the Shadow of the Rising Sun, de William S. Dietrich, afirmó que Japón “amenaza nuestra forma de vida y, en última instancia, nuestras libertades tanto como los peligros pasados de la Alemania nazi y la Unión Soviética”.
Unequal Equities de Robert Zielinski y Nigel Holloway argumentaron que Japón manipuló sus mercados financieros para socavar a las corporaciones estadounidenses. Yen! Japan’s New Financial Empire and Its Threat to America, de Daniel Burstein, afirmó que el creciente poder de Japón ponía a Estados Unidos en riesgo de caer presa de un “orden mundial japonés hostil”.
Y así más: The Japanese Power Game,The Coming War with Japan, Zaibatsu America: How Japanese Firms are Colonizing Vital US Industries, The Silent War, Trade Wars.
Pero no hubo un complot cruel. No nos dimos cuenta de que Japón había invertido mucho en su propia educación e infraestructura, lo que le permitió fabricar productos de alta calidad que los consumidores estadounidenses querían comprar. No vimos que nuestro propio sistema financiero se parecía a un casino y exigía ganancias inmediatas. Pasamos por alto que nuestro sistema educativo dejó a casi el 80% de los jóvenes incapaces de comprender una revista de noticias y a muchos otros sin preparación para el trabajo. Y nuestra infraestructura de puentes inseguros y carreteras llenas de baches estaban agotando nuestra productividad.
En el caso actual de China, la rivalidad geopolítica es palpable. Sin embargo, al mismo tiempo, las corporaciones e inversores estadounidenses están haciendo paquetes silenciosamente al operar fábricas de bajos salarios y vender tecnología a sus “socios” chinos. Y los bancos estadounidenses y los capitalistas de riesgo están afanosamente suscribiendo acuerdos en China.
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No pretendo restar importancia al desafío que representa China para Estados Unidos. Pero a lo largo de la historia de la posguerra del país ha sido más fácil culpar a los demás que a nosotros mismos.
El mayor peligro que enfrentamos hoy no proviene de China. Es nuestra deriva hacia el proto-fascismo. Debemos tener cuidado de no satanizar a China como para fomentar una nueva paranoia que distorsiona aún más nuestras prioridades, fomenta el nativismo y la xenofobia y conduce a mayores desembolsos militares en lugar de inversiones públicas en educación, infraestructura e investigación básica de las que depende críticamente la prosperidad y la seguridad de Estados Unidos.
La pregunta central para Estados Unidos, un país cada vez más diverso, cuya economía y cultura se están fusionando rápidamente con las economías y culturas del resto del mundo, es si es posible redescubrir nuestra identidad y nuestra responsabilidad mutua sin crear otro enemigo.