El vértigo de la libertad
Friso corrido

Promotora cultural, docente, investigadora y escritora. Es licenciada en Historia del Arte y maestra en Estudios Humanísticos y Literatura Latinoamericana. Ha colaborado para distintos medios y dirige las actividades culturales de La Chula Foro Móvil, Mantarraya Ediciones y Hostería La Bota.

<strong>El vértigo de la libertad</strong> <strong>El vértigo de la libertad</strong>

A Mai, sus máquinas y sus partículas espaciales

[…]quién fuera quien fuera

y viniera

y volviera

la vista al cielo

a un tiempo

y un tiempo

se volviera

resonando

sin cesar […]

 Fragmento de “Expuesta al viento”, de Pura López Colomé

Desde niña quise aprender a conducir un auto. Lo logré relativamente rápido, tras un fin de semana de enfrentar la enervante dificultad de los dobleces cerrados, tomados sin rasurar las aceras, y de batallar con el cambio de velocidades en los topes, en cuya cresta el coche, primero reparaba un par de veces como burrito andino y luego se apagaba, yendo irremediablemente hacia atrás, hasta que mi padre ponía rápidamente el freno de mano para evitar que la niña le diera en la torre al coche familiar.

Un día, así como cuando finalmente se generan en el cerebro las conexiones para aprender a gatear, leer o andar en bicicleta, conseguí conducir por una larga avenida, casi sin contratiempos y mis padres me premiaron llevándome a las cuatrimotos de la carretera para celebrar juntos. Los meses siguientes estuve muy acomedida para hacer todos los mandados, diligencias y favores, con tal de subirme al auto, encender la radio y sentirme libre.

Hoy, sigo experimentando ese deseo y, casi todos los viernes por la tarde, anhelo ser la pañoleta blanquecina de Tamara de Lempicka: no ondulante sino sinuosa, de naturaleza escultórica capturada en la bidimensionalidad del lienzo, pliegues y repliegues danzando entre el Barroco y el Cubismo, alojando todas las posibilidades tonales del viento, el vertiginoso sonido de la feroz autonomía del vibrar. Ella y yo, en su Bugatti esmeralda, mucho más allá de la frivolidad de las portadas de revistas de moda, de las frías galerías, de los sacralizantes recintos museísticos, mausoleos todos de las vanidades humanas.

Ella, la mujer Polaca con una pincelada moderna inconfundible, que dio tres vueltas al mundo en barco y muchísimas más con sus obras colgadas en palacetes, pabellones y grandes colecciones para, finalmente, yacer en el manto rígido del volcán Popocatèpetl; yo, su pañoleta blancuzca, imperfecta pero libre, recortada como en un plano cinematográfico pero libre, atizada por la frenética ventolera de lo incierto: pero libre. Sólo una chica herida por el vértigo de la vida podría convertir un auto, más que en un vehículo de transporte, en la vía de su emancipación y rescate simultáneos. 

“You got a fast car / Is it fast enough so you can fly away? / You gotta make a decision / Leave tonight or live and die this way” canta Tracy Chapman entre Chapultepec y Observatorio, tan cerca de la constelación de Orion e Ío, próximas a tal grado, que estuve a punto de rozarlas con las yemas, mientras conducía con el cabello enmarañado al viento, soñando con quien fui y quedaba atrás, con quien a penas esbozo llegar a ser si acelero un poco más.

Era un sentimiento de libertad absoluto que persigo y continúa por atraerme hacia la máquina móvil: esa que se sofistica cada vez más, se multiplica como insectos obstruyendo las cañerías en las grandes ciudades, aumenta sus precios hasta volverse casi insostenible, atropella, incita y bravuconea, cuyo combustible es incosteable y atrozmente contaminante y que, para rematar, en un país donde imperan la delincuencia y la economía informal derivada de ella, es casi un bien de lujo que, en cosa de un par de minutos, puede ser parcialmente desmantelado, simplemente desaparecido o por el cual puede uno ser asesinado sin el menor miramiento pues, aparentemente, ese artefacto vale más que la vida humana que supone servir.

Pero, una vez más, en el friso corrido que es esta columna, deseo hacer una radiografía apenas parcial del vehículo que Carl Benz desarrollara, Henry Ford convirtiera en el elemento que revolucionaría a la industria —y quizá al mundo— con la idea de la línea de producción, y que en el cotidiano se vive como una extensión fálica de los egos, los pequeños poderes, los complejos y tantísimos prejuicios, como el de pensar  que quien tiene un buen automóvil es más exitoso y, por ende, más feliz, o que si un carro va haciendo estropicios, seguro al volante se encuentra una mujer porque “las viejas no saben manejar”. Exorciso: tampoco deseo ir hacia la oscuridad y ahondar en la nuca huérfana de Jayne Mansfield, no en el cuello constreñido mortalmente de Isadora Duncan, tampoco en la vida artificial de Anne Heche al borde de la súbita caducidad. Ahí la libertad automotiva sobrepasó sus extremos y se topó con el muro ciego de la obtusa muerte. 

Todo eso, efectivamente, existe. El peligro latente de la velocidad que, en un impacto, desmembre la existencia, así como las horripilantes ambiciones del imaginario social capitalista y misógino vinculados al vehículo, sí, por desgracia. Pero pretendo aquí, más bien, retomar la idea de la libertad que puede conquistarse estando al volante sobre una vía despejada a plena luz del día o en el misterio de la noche, en una carretera de paisajes ensoñados y siempre nuevos pero, sobre todo, yendo en solitario: una con sus ideas, tomando un té hacia el interior, recordando aquellos otros viajes y gentes, imaginando road trips venideros o recreando los que fueron decisivos en nuestro ser, incluso en esa infancia ya tan lejana.

Cantando a voz en cuello con el diafragma bien distendido, disfrutando la violenta embestida del viento que, en resistencia a la velocidad vehícular, impide la respiración profunda; llorando en calma y soltando amarras, guardando silencio para escuchar el destino cada vez más próximo, intuido pero, a ciencia cierta, siempre desconocido. La mayoría de las veces, cuando no se ha tratado de una transportación rutinaria o simplemente pragmática, el auto en las vías rápidas, las autopistas de países extraños y los caminos junto a maizales, flanqueados por muros de coníferas impenetrables, suele tener a bien conducir a otros entornos, tiempos, dimensiones y posibilidades del yo.

Una posibilidad más de ser paseante, aparentemente opuesta al Walking Thoreau o al flâneur de Benjamin pero, quizá, ejecutada en libertad y en el entendido de la máquina como potenciación del cuerpo —que no extensión o sustitución— sea efectiva para llegar al otro geográficamente distante y comprenderse en él, en el espacio, construir el yo en el trayecto y estructurar la mente en un camino que importa más que el destino mismo. El lugar que aguarda, finalmente, será siempre el propio ser, convertido en otredad nueva tras la experiencia del trayecto, en ese sitio que ya no es más un futuro lejano, sino un presente temporal y un pasado de valor constitutivo trascendental. 

Convertida entonces estaría la máquina automotriz, en el carro alado de Platón: alma apetitiva y alma irascible, comandadas por el sistema nervioso del automovilista diletante, deseante, vertiginoso y libre: auriga racional a punto de despegar. Hacerse al camino es  siempre, pues, lo importante, lo fundamental. Como se pueda, sin detenerse jamás. Tanteando mares, bosques, desiertos y colinas, husmeando al fin en la posibilidad de levar anclas (lastres de culpas o amenazas que ya no están más o nunca han acabado de estar, más que en la traición de la propia ansiedad) y ser siempre tan libre como en el camino trashumante: migración que sea metamorfosis, reproducción y salvación de un ser con la posibilidad de mutar hacia la plenitud que devendrá en libertad. 

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