Eso de escribir
Friso corrido

Promotora cultural, docente, investigadora y escritora. Es licenciada en Historia del Arte y maestra en Estudios Humanísticos y Literatura Latinoamericana. Ha colaborado para distintos medios y dirige las actividades culturales de La Chula Foro Móvil, Mantarraya Ediciones y Hostería La Bota.

Eso de escribir Eso de escribir
Francis Bacon, Figure Turning, 1962, óleo sobre tela, colección provada, Londres, Inglaterra.

[…] I’m ready for the final pages

kiss goodbye to all my earthly cages,

I’m climbing up to the golden stairs.

Go sing it from the highest tower

from the morning

’til the midnight hour

I’m going where there are no cares

and I’m taking my soul with me […]

Depeche Mode

Llevo dos años escribiendo un libro de poesía que parece estar cerca de la orilla, un acantilado presentido y, aún así, pavorosamente desconocido. Fue brotando como hierba de terreno baldío entre las grietas de ventiscas, en la huella de noches tremebundas, sobre las cercas de mañanas frenéticas de duda y frío. Provenía de la dispersión de semillas minúsculas que, al soplar el viento, habían diseminado ojeadas, imágenes, ideas, lecturas, pinturas, música y paseíllos. Más honestamente, debería decir que nunca comprendí el germen, pero sentía el hálito de su diáspora, un tanto más sutil que la herida por implantación. Entonces, urgía parirlos, darles luz de pantalla o tinta para liberarme. Sería, sin duda, más romántico decir que deseaba dejarlos libres pero, lo cierto, es que una vez convertidos en dientes de león, abrojos, acacias y alhelíes, laceraban, irritaban, presionaban por estar vivos. No los quería más en mi interior. Tocaba batirme con ellos en el exterior de las palabras. Las benditas palabras que dan más cruenta batalla, que un regimiento enardecido tras el acuartelamiento prolongado de un invierno moscovita.

En las lecturas detrás de ciertos micrófonos, sobre papeles de alto gramaje con sellos internacionales, tantas veces arriba de escenarios de sobra iluminados, he intuido en otros distantes y tan distintos, abiertos deseos de gloria, quince minutos de fama, incluso cargos políticos en oficinas que han perdido toda diplomacia. Quisiera decir que, en mi caso, se trataba de un ánimo de trascendencia, de una certeza de saberme tocada por los dioses o, incluso, de una especie de conquista de cierto lugar en una franja generacional. Pero no fue así. La almizclera de las letras creció como hierba mil veces arrancada, resistente a temperaturas bajo cero, prejuicios como pesticidas e incendios de poca fe, comenzando por la mía. Hasta que un día, en medio de la lluvia tibia de una tarde tranquila, el amor a la vida me pidió que escribiera, como pudiera, con lo que hubiera dentro y sin dejar de mirar hacia afuera. No me quedó más remedio que escuchar y hacerlo, no parar como alguien me aconsejara con unas gotas de vino en los labios, sin pensar que justo yo, esa frente a su ceño negro, pudiera hacerlo.

Theodor Adorno atestó un mortífero golpe de poder al afirmar que “escribir poesía después de Auschwitz es un acto de barbarie” pero, al hacerlo, estaba él mismo escribiendo el verso más glorioso que jamás imaginó la poesía moderna. Quizá nadie deba aspirar a escribir ningún tipo de literatura después de Adorno, de ese breve poema que encierra el sentir de la humanidad después del desplome del conocimiento, verdad incontingente tan contundente como la del “soy el que soy”, o tan absolutamente innegable como el pensamiento cartesiano. Adorno enciende la flama como Prometeo de las palabras e incendia a todos los que las aman, napalm en los paladares urgidos de hablar en todas las lenguas, mentes desbordadas por el ácido de la poesía que, de ese enunciado, emana como cascada que palia la ráfaga del sinsentido. A final de cuentas, escribir es un acto en el que, con el salvoconducto de espacio, se honra a esos otros pensadores que antes se leyeron y, parafraseando a Eduardo Milán, infringieron una “herida mínima en el centro de la civilización”, esa que en lo individual, a veces, se llama pensamiento poético. Henrik Ibsen anotaba que “escribir es someterse al juicio de sí mismo” y sí, intentando evadir la censura propia, adentrándose en lo insondable del pensamiento y, sobre todo, admitiendo lo más duro de estar siendo en estado crítico de observancia: los tremebundos errores de pensamiento, palabra, obra y omisión, frente al espejo de las letras. El único pecado mortal es ese de engañarse a sí mismo. La poesía, tarde o temprano, duramente lo condena.

Susan Sontag sugería que escribir consiste en “encontrar tu propia, íntima libertad” mientras enumeraba licencias, acaso poéticas, literarias en general, que un escritor se da para inventar universos en el papel que, hasta entonces, no existían, universos como decir ideas, como decir imágenes, como decir la escultura del pensamiento. Escribir es, efectivamente, un acto de absoluto misterio que mezcla intenciones, diálogos internos y certezas pero, sobre todo, dudas. Cuando uno escribe se pregunta y la escritura se convierte en un acto de liberación de esas preguntas pero, también es una espeleología en cuyo tránsito se van pescando ideas a ciegas que, al ser leídas al tiempo que se escriben, son descubiertas por uno mismo y, casi en el acto, juzgadas por el ser que las escribe y piensa. Es entonces, un acto de liberación, que no de catarsis o sanación, sino de extracción de conejos —cojos, pardos, decapitados, hermosos— de una chistera que contiene todo aquello y desea ponerlo a disposición del otro; liberación de mundos —ojalá fértiles— que no pueden habitar más detrás de una dura celosía interior. Octavio Paz afirmaba, con esa convicción de pensador o clarividente grecolatino, que “escribir es dialogar con el mundo, con el lector, con uno mismo” y valiéndome de esa idea llego al punto que, reconozco con cierta vergüenza, he demorado: si la escritura es lenguaje y el lenguaje es la manera humana de aprehender el mundo pero, también, de asirnos a él y el escritor elige plasmar esa comprensión del mundo para la perpetuidad, aspirando a ser leído por los otros después de haber sido leído por sí mismo una y mil veces, entonces la escritura no puede abstraerse del mundo y ser tan sólo introspección individualista y egocéntrica, sino que proviene de la realidad circundante y tiende a ella. Habrá entonces, de ser comprometido, no con cierta postura, ideología o corriente, sino consigo mismo, con su verdad y asumiendo la responsabilidad que tiene ser escuchado, distribuido, estar en el mundo como agente libre, sujeto a la interpretación masiva.

Comprendo ahora que los abrojos que emergieron del llano a ras de suelo agreste, apuraban su salida frente a una realidad incierta como siempre lo ha sido, aunque de formas distintas en su amenaza, letalidad o parsimonia ciega. Igualmente descarnado que en tiempos de Adorno, Ibsen o Sontag, con la salvedad de que ahora el vértigo es mayor, la difusión abrumadamente veloz, las verdades difíciles de distinguir de las mentiras llanas o de las que a fuerza de la más eficiente repetición y proliferación, pasaron a convertirse en inscripciones en piedra; atrocidades, odios y horrores son fácilmente esparcidos, instituidos y multiplicados en individuos sin dioses, patrias o esperanzas, degradados en objetos sometidos, como todo, al hambre insaciable de  la compraventa. Cierto es que queda muy poco en los interiores y un tanto menos en los incomprensibles, esquizoides y violentos exteriores. No pude abstenerme de eso y necesitaba escribir, no para abrir los ojos o las mentes de nadie, no soy quién, sino para gemir, abiertamente, que no comprendo, que duele, que el absurdo no puede pasar inadvertido, ni las injusticias que son tantas quedar invisibilizadas por el ocultamiento de lo cómodo, lo popular, lo que es tendencia y se precipita rápidamente al vacío de las ideas. No pude abstraerme porque escribir es uno de los actos más contundentes que clama estar vivo, que anuncia la existencia comprobable de un ser que piensa, tanto como lo pone de manifiesto el acto de amar y saber que se está dispuesto a morir pero, sobre todo, a vivir por ello, incluso a pesar de los tiempos.

En esa escritura de la que hablo, esa que intento completar ahora mismo mientras termino este friso corrido, no hay verdad pero sí sustrato mineral, plataforma continental para un fondo proteico de palabras como gotas, signos como arrecifes, imágenes como reflejos que se pronuncien, incluso a través de las sombras de barcos, exploradores o del desafío del sargazo. Escribo y llevo solo mi alma conmigo. Ser leída desnuda y verdadera, puesta en un redondel inhóspito y vista por mí misma desde todos los ángulos como en la figura entorchada de Francis Bacon, será lo que me ponga en manos de otros y me ayude a tocarlos para decir basta, aquí estamos, no todo está perdido porque queda el poder transformador de las mentes y los mundos en ellas, a través del misterio revelado de las palabras. Acaso volverme, siguiendo a Georges Steiner, un ser significativo con “la libertad autotransofrmadora” que da el lenguaje: poesía para pensar, poesía para mutar, poesía para migrar, poesía para vivir al mismo tiempo que amar vivir.

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