La clase política ha cruzado tantas líneas que nunca debimos permitir, que ahora la duda y la mentira dominan nuestras conversaciones. El abuso, la complicidad y la impunidad se han afianzado como los pilares del poder. Nos engañamos al creer que los políticos, sin importar partido o ideología, serían capaces de marcar fronteras de honestidad.
Hoy, la política no es solo un campo de confrontación ideológica. Es un escenario en el que la corrupción se sirve sin disimulo. La decadencia la acompaña. El descaro se viste de fuero y la rendición de cuentas no es más que un acto de magia, una ilusión.
Los partidos políticos, tanto los que son parte del poder como los que en teoría lo desafían desde la oposición, han borrado los límites de la verdad. Lo legal y lo ilegal se confunden. Lo correcto y el cinismo se entremezclan. El decoro y el descaro han perdido significado. La justicia y la impunidad son ahora piezas del mismo rompecabezas.
La ley se ha convertido en una prenda que se quitan con facilidad. Las palabras, que antes guiaban nuestras decisiones, son ahora instrumentos al servicio de muchos intereses. Criminales, diputados, senadores, funcionarios, todos comparten los mismos acuerdos en lo oscuro y en pactos mafiosos a cielo abierto. No existe línea que los divida.
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Quienes se acostumbran a esta realidad mienten con la arrogancia de quien no teme al juicio popular. En su locura, encuentran en el cinismo, no solo un refugio, sino también una bandera.
Somos testigos de la edificación de un régimen que premia el antivalor, mientras la mentira se pasea tranquilamente por las calles y la sociedad es arrastrada por un sistema que exige agradecimiento y obediencia sin condiciones. Somos un país que oculta muertes y publica eufemismos, somos un disfraz más de la mentira.
Este golpe a nuestra dignidad amenaza con rasgar el frágil tejido social que queda y dar el último empujón al tambaleante esqueleto de nación que parece caer a un precipicio sin fondo.
Los optimistas, esos que parecen no perder la esperanza, dicen que nunca es tarde para alzar la voz. Pero la realidad me derrota y me demuestra cada día que, tal vez sí, tal vez ya sea demasiado tarde.
Habrá que educar con nuevas formas a las generaciones que heredarán este caos. Enseñarles a denunciar la mentira y la corrupción en sus formas más evidentes. A no soportar el engaño. A no olvidar y a rascar en la historia por esos valores que se borran rápidamente.
Y es que, de facto, la mentira ya está normalizada y con ella, la instauración del mundo de los locos y la devastación de lo que creíamos que era el sentido común. Una nueva lógica gobierna las decisiones y el abuso se multiplica: golpear sin dejar marca, borrar las huellas de la tortura, renombrar las tragedias, ensuciar la transparencia, encubrir a los culpables, manipular las evidencias y burlarse de la justicia.
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La farsa parece ser la esencia de nuestra política. El cínico ha abandonado la timidez de las sombras para caminar orgulloso, y en primera clase, frente a la indolencia y el descaro.
Cada día, la mentira se levanta como la nueva verdad permitida. Los locos avanzan. La esperanza agoniza, acorralada, enterrada y sin respiro. El poder, como marea imparable, arrastra vicios, encubrimientos y abusos.
Con tristeza veo cómo el antivalor se extiende como un parásito hambriento y descontrolado, hasta convertirse en la única verdad que nos queda. Hoy, la mentira ondea como una nueva bandera: la bandera de los locos.