La Secretaría de Educación Pública (SEP) anunció recientemente un nuevo programa para combatir la obesidad infantil en México. Este programa pretende ser una respuesta a la crisis de salud que enfrentan los niños y adolescentes mexicanos, basada en medidas de aplicación obligatoria en las escuelas. Sin embargo, aunque la propuesta pueda parecer bien intencionada a primera vista, el enfoque prohibicionista que la sustenta está destinado al fracaso, debido a su visión simplista e ideológica que ignora las raíces del problema.
El nuevo plan se centra mayoritariamente en prohibir la venta de alimentos ultraprocesados y de alto contenido calórico en las escuelas, apuntando claramente a las empresas que comercializan estos productos como los principales responsables de la obesidad infantil. Pero, como le he dicho en varias ocasiones, esta perspectiva es miopía pura.
Si bien es cierto que los alimentos ultraprocesados contribuyen al problema, la realidad (incómoda) es mucho más compleja; en las cooperativas de las escuelas públicas de México, donde estudian millones de niños, la mayoría de ellos proviene de contextos de alta vulnerabilidad económica. En estos entornos, los ultraprocesados no son la principal fuente de alimentación, ya que muchos estudiantes simplemente no tienen los recursos económicos para comprarlos. Si, los niños pobres no tienen para gastar en donitas y papitas. En su lugar, la fuente de alimentación escolar más común son los alimentos cocinados y vendidos directamente por los propios profesores: fritangas preparadas con harinas y grasas y en condiciones que no siempre son las más higiénicas. Este aspecto, crucial para entender el origen de la obesidad infantil en México, ha sido completamente ignorado por el gobierno en su estrategia.
Peor aún, en México, desde hace varios años, los niños no obtienen alimentos nutritivos como parte de su educación escolar. La decisión de eliminar los desayunos escolares en México es un error que demuestra la falta de visión a largo plazo en la lucha contra la desnutrición y la obesidad infantil. Este programa, que en su momento proporcionaba una comida balanceada a millones de niños, era una oportunidad para asegurar que, al menos una vez al día, los estudiantes recibieran una alimentación nutritiva y adecuada para su desarrollo. En contraste, el sistema de alimentación escolar en Japón es un ejemplo de cómo una política bien diseñada puede tener un impacto positivo en la salud infantil. En Japón, la alimentación escolar está cuidadosamente supervisada por nutriólogos que diseñan menús balanceados y culturalmente apropiados, garantizando que cada comida cubra las necesidades nutricionales de los niños. Además, cocineros profesionales se encargan de la preparación de los alimentos, asegurando la calidad y el sabor de las comidas. Los estudiantes no solo reciben una dieta saludable, sino que también participan en actividades que les enseñan sobre la importancia de una buena alimentación y el origen de los alimentos que consumen. Esta diferencia es abismal: mientras en México se privó a los niños de una fuente de nutrición vital, en Japón se ha creado un sistema que no solo alimenta, sino que educa y cuida la salud de las nuevas generaciones.
Quizá la mayor falla en la visión de este programa es el que parte de una ignorancia absoluta sobre la situación basal del problema; es decir, la realidad (otra vez incómoda) es que se desconoce cuántos y que niños están en riesgo o francamente ya padecen obesidad. Evidentemente a nuestros políticos y a sus investigadores (con y sin comillas), eso no les importa. La verdadera solución debería comenzar con la obtención de datos precisos sobre el estado de salud de los niños. México sigue “dando palos de ciego” en la lucha contra la obesidad porque carece de información objetiva y precisa que guíe sus políticas. La obesidad infantil no se resuelve con meras prohibiciones, sino con un enfoque basado en la detección temprana y la intervención adecuada. En lugar de adoptar una postura persecutoria hacia ciertos alimentos, el gobierno debería centrarse en establecer un sistema robusto de somatometría en las escuelas, un proceso que permita monitorear el peso, la talla, la circunferencia abdominal, la presión arterial y la glicemia de los estudiantes. Esto podría realizarse de manera electrónica, registrando la información en una base de datos centralizada de la Secretaría de Salud.
En varios países europeos, el seguimiento ponderal de los niños se realiza de manera sistemática desde una edad temprana, con un enfoque centrado en la prevención y la detección a tiempo de problemas de peso. Este monitoreo incluye mediciones regulares de peso, talla y otros indicadores de salud, como la circunferencia abdominal y el índice de masa corporal (IMC). Las mediciones se realizan en las escuelas, generalmente bajo la supervisión de profesionales de la salud, como enfermeras escolares y, en muchos casos, nutriólogos. Estos expertos no solo identifican desviaciones en el crecimiento, sino que también diseñan planes de intervención personalizados para los niños con riesgo de sobrepeso u obesidad. Además, trabajan de la mano con los maestros y los padres para implementar programas educativos que promueven hábitos de alimentación saludable y actividad física. Esta colaboración interprofesional y la integración de los nutriólogos en el ámbito escolar permiten que las intervenciones sean más efectivas y que los niños reciban un acompañamiento continuo que les ayuda a mantener un peso saludable a lo largo de su desarrollo.
En México, el registro constante de estos indicadores cada quince días permitiría detectar desviaciones a tiempo y diseñar intervenciones personalizadas para cada niño en riesgo. Así, se lograría un registro epidemiológico serio que permitiría orientar las decisiones de política pública con base en evidencia concreta, evitando así la improvisación y los prejuicios ideológicos que han caracterizado las políticas actuales. En este sentido, las acciones deberían enfocarse en lo que la evidencia ha demostrado ser efectivo: la detección temprana y el tratamiento individualizado.
Una medida como la propuesta por la SEP no solo resultará ineficaz, sino que también refleja un malentendido fundamental del problema. México ha perdido ya demasiadas oportunidades para cambiar el rumbo de esta crisis. Hace unas semanas escribí una columna donde detallaba por qué nuestro país está perdiendo la carrera contra la obesidad, y este nuevo plan del gobierno es una confirmación de ello. En lugar de centrarse en medidas que verdaderamente ataquen las causas de la obesidad, se opta por fórmulas simplistas que pretenden apuntar a los “villanos” equivocados, mientras los niños que ya desarrollaron obesidad siguen sin recibir la atención que necesitan.
Lo que urge es un cambio de paradigma, un enfoque que vea más allá de las soluciones de apariencia fácil y que se atreva a plantear intervenciones basadas en datos reales. Prohibir no es prevenir, y las medidas como las planteadas por la SEP tienen el riesgo de convertirse en una mera corrección política sin verdadero impacto en la salud de los niños. De seguir por este camino, la SEP solo cosechará resultados mediocres en el mejor de los casos, y en el peor, un aumento sostenido de la obesidad y las enfermedades asociadas en la población infantil.
La obesidad infantil es una enfermedad multifactorial que requiere un enfoque integral y sofisticado. Esto incluye educación nutricional adecuada, acceso a alimentos saludables y actividad física regular, pero también un componente fundamental de diagnóstico temprano. El monitoreo de los indicadores de salud en las escuelas debería ser la primera línea de defensa. Sin embargo, el gobierno parece querer ignorar este enfoque, prefiriendo políticas más visibles y de fácil propaganda, pero de nula efectividad.
El verdadero costo de esta negligencia no es solo económico, sino también social y de salud pública. Al no contar con un registro sistemático de la salud de los niños, las autoridades continúan ciegamente en la formulación de políticas que, lejos de corregir el rumbo, agravan el problema. No se puede combatir la obesidad infantil sin saber cuántos niños tienen problemas de sobrepeso, cuál es su estado de glicemia, su presión arterial o su evolución en el tiempo. Sin esta información, cualquier plan está condenado a ser un simple paliativo.