Los gobiernos neoliberales llevaron a cabo una intensa reconfiguración de la economía mexicana, merced a la cual los recursos naturales, la fuerza de trabajo y la producción nacional se pusieron a disposición de los requerimientos de la economía norteamericana y muchos bienes que antes se producían en el país pasaron a ser importados.
La dependencia estructural a las dinámicas de acumulación de Estados Unidos de ninguna manera ha garantizado la satisfacción del interés público nacional ni la solución de los grandes problemas del país o al menos la atención de las necesidades más urgentes de la sociedad mexicana. Más bien, la integración subordinada de México al hemisferio norte del continente fue en detrimento no sólo de la industria, el mercado y el consumo internos, sino de los derechos fundamentales de la población y de la soberanía nacional, pues comprometió la viabilidad de un desarrollo integral independiente.
La primera gran reforma constitucional del México neoliberal consistió en ordenar la economía nacional conforme a nuevos parámetros que se suponía ayudarían al gobierno a sopesar la crisis. Las nuevas disposiciones constitucionales y la legislación derivada, lo mismo que el Plan Nacional de Desarrollo 1983-1988, buscaron conciliar los principios nacionalistas y los contenidos sociales de la Constitución mexicana con la estabilidad macroeconómica. En particular, se buscaba delimitar la intervención del Estado en la economía y sentar las bases jurídicas de la nueva política económica, pero sin perder de vista el principio de rectoría del Estado y el régimen de economía mixta.
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Así las cosas, a principios de los ochenta las acciones de gobierno se mantuvieron ancladas formalmente a los fines del proyecto de Nación producto de la revolución mexicana, en ese momento todavía reconocido y reivindicado mayoritariamente por las élites políticas: crecimiento económico con distribución de la riqueza, por lo que las nociones de soberanía y justicia social siguieron siendo pilares del discurso oficial.
No obstante, en los hechos, la planeación de los asuntos públicos quedó subordinada a la búsqueda de estabilidad en los precios de mercado como vía para el crecimiento económico, lo cual llevó a que, cada vez con mayor claridad y contundencia, en las subsiguientes administraciones se fueran relegando o evitando en los instrumentos generales de política pública del Estado mexicano las referencias a la soberanía y la justicia social como elementos identitarios del proyecto de Nación.
Asimismo, sexenio tras sexenio, las leyes mexicanas se fueron ajustando progresivamente al modelo de desarrollo emergente que priorizaba la reducción del gasto social, la apertura comercial y la inversión extranjera, siendo la entrada en vigor del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (previo ingreso al Acuerdo General sobre Aranceles Aduaneros y Comercio) el parteaguas del cambio jurídico neoliberal en el país.
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La modernización del sistema vía “reformas estructurales” y el asalto a la Constitución fueron inevitables y poco a poco se consolidó una nueva cultura al interior de la comunidad jurídica nacional: la cultura jurídica neoliberal, paradójicamente anunciada y promovida desde los espacios universitarios de docencia e investigación más prestigiosos del país. Incluso, los doctrinarios y operadores judiciales trasladaron los principios del nuevo proyecto de Nación y sus sesgos ideológicos a la comprensión e interpretación de los preceptos constitucionales y del orden jurídico mexicano en su totalidad.
Actualmente, la atracción de inversión extranjera cimentada en mano de obra capacitada e infraestructura, así como en ventajas comparativas vinculadas con la desregulación laboral y ambiental, parece una estrategia inviable y por demás caduca. De hecho, la continuidad del T-MEC o el impulso del nearshoring no son apuestas compartidas por el gobierno de Estados Unidos. La guerra comercial entre China y Estados Unidos, las obligaciones derivadas del T-MEC y el segundo mandato de Donald Trump, conforman el horizonte geopolítico próximo en el que Morena y el gobierno de la Presidenta Sheinbaum intentarán construir el segundo piso de la 4T.
Como se sabe, la atención de la pobreza y la desigualdad, la generación de empleos y el incremento en el poder adquisitivo del salario, así como, en general, el mejoramiento en los indicadores de bienestar social, junto con la inversión en obra pública, la austeridad y el combate a la corrupción, han sido asuntos de primer orden para los gobiernos de la 4T.
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Durante el neoliberalismo, el gasto social se redujo y se dispararon la desigualdad en el ingreso y el déficit de bienestar social, sin que el modelo de asistencia social implementado pudiera contrarrestar la situación (Pronasol, Progresa, Oportunidades, Vivir Mejor y Prospera). En cambio, los gobiernos de la 4T aumentaron el salario mínimo e incrementaron el gasto social, además de prescindir de los intermediarios y bajar los costos de administración. El logro más importante ha sido la reducción de la pobreza (multidimensional y laboral), así como de la desigualdad (en hogares y entidades federativas). No obstante, hay mucho qué hacer en materia de pobreza extrema e inversión productiva, donde el Estado está llamado a ser un actor crucial. Está claro que el endeudamiento no es la salida, así como que una reforma fiscal sin un desarrollo consistente y potente de capacidades productivas nacionales resulta inviable.
Y es que, si la política social no se articula con una política industrial basada en la producción nacional para el mercado interno, el consumo popular seguirá atado a las importaciones. Para que haya crecimiento económico en el país es necesario que la demanda interna sea satisfecha con oferta local, en un contexto que incluya el fortalecimiento de industrias, empresas, sectores estratégicos y capacidades tecnológicas propias.
Al respecto, la apuesta por el desarrollo nacional contemplada en el Plan México parece no romper con la dependencia estructural de la economía nacional respecto de la economía norteamericana. Por supuesto que supone un avance a favor de la economía nacional, en particular, mediante la sustitución de importaciones chinas con producción propia, la promoción del consumo de bienes nacionales y el fortalecimiento del mercado interno. Sin embargo, más allá de las políticas industrial, salarial y de incentivos fiscales o de la activación focal del Estado en la economía que contempla, imponer aranceles a los países asiáticos da cuenta de la subordinación referida, lo mismo que la insistencia en formar un bloque económico en América del Norte. La globalización neoliberal realmente existente en México no fue diferente en estos aspectos a lo que sostiene el Plan México.
Los fallos de una Suprema Corte de Justicia de la Nación enfocada en la justicia social y la garantía de derechos colectivos podrían quedar en el aire sin recursos públicos ni planeación presupuestaria y políticas efectivas de crecimiento económico y combate a la pobreza y la desigualdad. Así como los DESCA dan cuenta de la situación económica del país, la pobreza y la desigualdad limitan la vigencia de los derechos colectivos. Pero, también es cierto que el reconocimiento de los DESCA y su efectiva protección pueden sumar al mejoramiento de las condiciones de vida del pueblo de México. Aquí es donde el nuevo Poder Judicial de la Federación tiene una oportunidad histórica para incidir en la transformación de la sociedad.
Un proyecto nacional de desarrollo económico soberano es la única opción para sostener la justicia social a mediano y largo plazos. Sólo así los DESCA serán efectivos y la democracia constitucional mexicana podrá ser finalmente un sistema de vida fundado en el constante mejoramiento económico, social y cultural del pueblo.