Promotora cultural, docente, investigadora y escritora. Es licenciada en Historia del Arte y maestra en Estudios Humanísticos y Literatura Latinoamericana. Ha colaborado para distintos medios y dirige las actividades culturales de La Chula Foro Móvil, Mantarraya Ediciones y Hostería La Bota.
Lo que vendrá
¿Habremos entonces de abrazar el destino que nos arroja, como especie, al acto de aniquilar, sobajar y destruir lo antes construido para erigir algo nuevo que será derrumbado mil veces más, llámese cultura, nación o civilización? Rotundamente no.
¿Habremos entonces de abrazar el destino que nos arroja, como especie, al acto de aniquilar, sobajar y destruir lo antes construido para erigir algo nuevo que será derrumbado mil veces más, llámese cultura, nación o civilización? Rotundamente no.
Quién pregunta lo obvio a estas alturas
que hacen silencio, que hacen picos de tan altas
de silencio, quién levantó el silencio a pico
inalcanzable de pájaro que alcanza
todavía a tocar el corazón
con canto.
El habla fue, que merodea
el miedo de lo que se habla.
Eduardo Milán
Me he visto en sueños. Una mujer extranjera leyó en mi taza de café que un hombre se enamoraría de mí y otro me haría daño, o que quizá se trataba más bien de un negocio que debía comenzar pero había de proteger de envidias que lo hicieran fracasar. Algún otro día compré flores blancas, guayabas y cocos, un hombre arrojó frente a mí un puñado de caracoles que rodaron sobre el tapete y respondió en mi nombre una deidad femenina de la muerte que me advirtió andar con cuidado, no mojar mi cabeza, tener un cuenco con frutas cerca de la puerta; pasé miedo y preferí olvidar la incomprensible tarde, ahora extraña. Ya antes una amiga había tirado para mí las cartas del Tarot y dijo que debía perdonar, soltar a quienes habían muerto y amar; hablaba desde las pupilas dilatadas, la voz parecía provenir de un lugar distinto a los labios delgados que a penas movía, musitaba como marea en calma. Quizá esas palabras fueron las más acertadas por vagas y equívocas, por ello, veraces y eternas.
Nunca supe lo que vendría. Nadie lo sabe a menos de que lo intuya, a menos de que presienta la caída, el dolor, la muerte porque ve signos que lo anuncian. Los videntes no ven más allá, sino que prestan atención a lo que tienen al frente. Los oráculos contienen todas las respuestas posibles, porque la Pitonisa y la Sibila saben que cualquier cosa puede pasar. El oráculo es un ojo que mira y habla, una oración que pronuncia aquello que ha ido escribiendo el tiempo con todo su peso, en la tan añorada eternidad. La pitonisa es la tierra misma, tiempo y espacio serpenteante que atraviesa todas las dimensiones para orar, abrir la boca y articular el lenguaje de lo que vendrá. Esa Bocca della Verittá, que no es de roca sino, generalmente, la propia, devora a quien traiciona e ilumina a quien se transparenta y fluye como líquido vital; es sibilina, ambigua y oscura para atrapar las todas las posibilidades desde la equivocidad del lenguaje, no falso sino distinto en su interpretar. El futuro no es más que un soplo que embriaga y pronto pasa, tan rápido que sus vapores alucinógenos impiden ver la llegada de lo que tanto se añoró, bastante se intuyó y, en todo caso, debió temerse por el peso de lo que traía consigo.
De la boca emerge el aliento del egipcio Ptah, demiurgo que crea desde la insuflación del alma y de la boca sale también el fuego con que Agni hindú destruye lo creado. Posee la boca su propio universo y es el punto de partida de la palabra que se origina en la razón y tiene como portal los labios. Lo que de ahí emana se originó mucho antes y posee verdad en tanto ve y enuncia lo visto: versus, palabra verosímil que puede corroborarse. El futuro no puede comprobarse sino hasta que ha ocurrido ya, pero sí el pasado que lo explica y el presente que lo determina. No ha existido oráculo, sacerdote o sacerdotisa poseído por cierto espíritu sagrado, atua en el momento de clarividencia profética, que hubiera podido enunciar con precisión aquellos horrores a los que la humanidad entera se entregaría, enajenada por el incomprensible afán de poseer lo que jamás tuvo ni podrá conseguir: el control absoluto de lo que habita la tierra y, más aún, lo que habita su propio interior.
Nadie imaginó a los niños asesinados en la franja de Gaza, a las familias mutiladas en Ucrania, las atrocidades ocurridas en Argelia y Burkina Faso, ni los infames de asesinatos cometidos entre pares en México, Birmania y Sudán. Eso, tan sólo en los últimos diez años y por hablar de un ánimo global, pero la humanidad nunca ha estado en paz, libre de asesinatos, genocidios, violencia de gran escala en lo local o internacional. Salvo que sí. Lo sabíamos todos porque no es cosa extraña. Era de esperarse que la brutalidad y truculencia que un día comenzó, por su propia inercia continuara. Lo sabían las naciones más poderosas del mundo, la Organización de las Naciones Unidas, el Fondo Monetario Internacional, los primeros mandatarios detrás de monumentales escritorios, los líderes insurgentes y terroristas tras cargamentos de armas y pasamontañas, los altos rangos militares detrás de radios y radares, los grandes emporios petroleros, armamentistas, aeronáuticos y tecnológicos, detrás del anonimato de firmas y acciones. Todos lo sabían porque son de puntas de glaciares, lógicos devenires de consecuencias, cadenas de acontecimientos históricos provenientes de años, a veces siglos y milenios atrás. Consecuencias de las inconsecuencias. Historias que se repiten porque nunca quedaron resueltas. Conflictos añejos provocados para obtener provecho, siempre, pretextando cualquier etéreo motivo que intenta maquillar una mundana ambición de poder. Lo inherente al ser humano es la voluntad, pero también la guerra: voluntad de declarar la guerra, hacer la guerra, mantenerse en guerra, provocar la guerra, terminar la guerra sólo para volver a invocarla, convocarla, arrojarse impetuosamente a ella con el mismo enemigo u otro distinto, al interior y en el exterior. Siempre habrá contra quien luchar, porque el horror viene de dentro. Emerge lo que vendrá: la ignominia de matar por ambición, quizá por el pánico de sabernos efímeros, frágiles, insignificantes, perecederos. El objeto del deseo han sido combustibles fósiles (parece mentira que dependamos, casi por completo, de los vestigios del pasado más remoto de un planeta que aún ni siquiera habitábamos y sembró aquello que hoy nos mantiene en vilo), territorios y riquezas, pretextando dioses, honores, legados, profecías, pero siempre saboreando el poder del aquí y el ahora más vilmente terreno, vulgar y corriente. Eternos retornos de Nietzsche.
No eran precisos oráculos, pitonisas, visiones o profecías. Bastaba con prestar atención a la codicia de los hombres, a la irracional hambre de poder, al orden lógico de los acontecimientos, para saber entonces lo que vendría, idea un tanto más hegeliana que no tendría que oponerse a la nietzscheana: todo movimiento humano ha emergido de una contraposición frecuentemente violenta a grado bélico, quien embiste y quien se le resiste, mecanismo que tiende a repetirse una y otra vez a lo largo de la historia con variaciones mínimas producto del tiempo, pero no del motivo fundamental: el dominio absoluto. “El reloj de arena de la existencia será girado siempre de nuevo” escribe Nietzsche en La gaya ciencia. Años más tarde, Heidegger atisbará, subyacente a esa metafísica, la voluntad de poder. Es decir, no se trata de que el ser humano se halle condenado a la guerra, caos, muerte y destrucción fatales, por una deidad superior, un orden cósmico ineludible o una fatalidad trágica, sino que el ser humano ha decidido orientar sus actos voluntariamente hacia la repetición de un ciclo ad infinitum, por supremacía de algún tipo.
¿Habremos entonces de abrazar el destino que nos arroja, como especie, al acto de aniquilar, sobajar y destruir lo antes construido para erigir algo nuevo que será derrumbado mil veces más, llámese cultura, nación o civilización? Rotundamente no. Las imágenes de cuerpecitos lánguidos perforados por las balas y pequeños rostros desfigurados por el horror de la incomprensión, sostenidos por madres que lloran desconsoladas como una Pietá terrible que se encarna de un tremendismo marcado por la sombra del mal absoluto, deberían sacudirnos y arrojarnos, por fin, a una existencia humana post-histórica: sabemos ya que nada permanecerá, que todo terminará por desmoronarse, comenzando por la existencia misma del ser y del cosmos, así que debemos que rebasar nuestros propios límites. Salir de nosotros. Ser otro en el otro. Sólo así, mutando la tesis y la antítesis, la síntesis será distinta y, por fin, el ciclo se romperá: efectuando ese cambio a nivel individual (ontológico) el impacto de la onda de transformación llegará a lo social (filogénico) y nos conducirá a terminar con la iteración de las constantes (ya no variables prescindibles) de conflicto, crueldad, asedio y asesinato rapaz.
“Salir de mí” tendría que ser la premisa de una nueva humanidad que, sí que parece posible si se mira con atención la inmensa desolación que nos rodea, así en propios como en extraños distantes. Sentir al otro. Permitirnos ser un tanto más Rimbauds y ser el otro sin sucumbir en el intento, tratando de construir algo a través de esa abrumadora experiencia de dolor y desazón que significará ser la madre con su hijo muerto, el hombre hambriento que sigue sobreviviendo, la niña que llora por su inexplicable orfandad, la mujer que de un momento a otro ha sido cercenada en cuerpo y espíritu, quien cierra los ojos después de escuchar detonaciones que de tan cerca se han quedado dentro. No hace falta ir lejos. Justamente se trata de mirar que el dolor está bien cerca y nosotros mismos hemos sido, de una u otra forma, verdugos, cómplices, observadores pasivos, espectadores indiferentes y, con ello, permitido que el engranaje embroque y el ciclo se perpetúe.
El Renacimiento, germen de la modernidad, convirtió a los dioses en humanos, a nuestra escala y sorprendente semejanza, mármoles y óleos que invitan a vernos en dios, a darnos cuenta de que esa noción monumental que ha movido y conmovido a la existencia humana, está en nosotros mismos. Mirémonos, pues, y veamos que lo que ocurre en este momento histórico estaba ya escrito y continúa escribiéndose con la misma tinta escarlata que tiñe ya la historia antropocentrada. Es momento de parar, frenando el odio a los pares, el daño a quienes se ama, la impasibilidad frente a las injusticias, el desdén por quien no es yo sino otro. Respetar, amar y defender para cambiar lo que, de otra manera, seguro que vendrá mil veces más.