En 2025, se dio a conocer una investigación global sin precedentes. Se trata del Estudio Global sobre el Florecimiento, desarrollado por Harvard y Baylor, con más de 200 mil personas encuestadas en 22 países, entre ellos nuestro país. Este estudio no solo expuso que el bienestar no depende únicamente del dinero, sino que también reveló que naciones con economías más modestas podrían estar permitiendo a su población vivir mejor. En un mundo que ha medido su progreso a través del Producto Interno Bruto, esta es una invitación a redibujar el mapa de nuestras prioridades públicas.
Si se compararan los niveles de vivir bien reportados sin considerar la seguridad financiera, países como Indonesia, el nuestro y Filipinas ocuparían los primeros lugares. Nuestra sociedad, en particular, sobresale por altos niveles de sentido de vida, esperanza, gratitud y relaciones significativas, aunque su PIB per cápita sea considerablemente menor al de economías como Japón o Reino Unido. Estos hallazgos obligarían a reflexionar: ¿qué estamos midiendo cuando hablamos de desarrollo?, ¿y a quiénes dejamos fuera al hacerlo?
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Las mexicanas y los mexicanos no solo “se las arreglan”, viven bien a pesar de la adversidad. Esta experiencia no se da en abstracto, sino en dimensiones concretas: relaciones interpersonales sólidas, valores como el perdón y la gratitud, y un propósito de vida que permanece a lo largo del tiempo. Aunque el ingreso y la estabilidad económica siguen siendo factores importantes, este estudio demuestra que no lo son todo. Nuestro país vive bien con menos porque ha cultivado fortalezas humanas y comunitarias que no caben en las estadísticas financieras.
Sin embargo, no todo son buenas noticias. El informe también lanza una señal de alerta silenciosa: las y los jóvenes están viviendo peor que las generaciones mayores. El índice de florecimiento aumenta con la edad, pero se estanca e incluso se reduce entre personas menores de 30 años. Esta tendencia no es exclusiva de nuestra nación, pero debería preocuparnos como sociedad. En pleno siglo XXI, sería inaceptable que la edad se convirtiera en una condena para el bienestar emocional o espiritual.
Desde una perspectiva de ingeniería política, esto implica rediseñar el sistema de indicadores con el que se elaboran políticas públicas. Así como en la ingeniería cada componente debe ser calibrado para garantizar la funcionalidad de un sistema completo, en política también habría que identificar las variables críticas que hacen posible que una sociedad viva bien. De lo contrario, se corre el riesgo de invertir millones en crecimiento económico sin mejorar la vida de las personas.
La solución no debería quedarse en un diagnóstico. Si se quiere verdaderamente avanzar, habría que construir un índice nacional de vivir bien que complemente las métricas tradicionales. Este índice podría incluir variables como la satisfacción con las relaciones personales, la percepción de propósito, el acceso al perdón y la gratitud, la calidad de la salud mental y el sentido de pertenencia. Nuestro país podría convertirse en pionero global si lo implementara como parte de su planeación nacional.
Además, este estudio sugiere que incluso el sufrimiento podría transformarse en política. No con romanticismos, sino reconociendo que muchas personas que atravesaron dificultades en la infancia hoy reportan mayores niveles de voluntariado y ayuda a los demás. Esta relación compleja entre adversidad y vivir bien podría ser aprovechada en programas públicos que no solo curen heridas sociales, sino que también potencien liderazgos comunitarios con causa.
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El desafío, entonces, no sería solo medir el bienestar, sino promoverlo activamente desde las instituciones. Nuestra nación ya ha demostrado con políticas como la pensión para personas adultas mayores o el apoyo a jóvenes estudiantes que puede diseñar programas sociales con impacto profundo. Sería momento de dar un paso más: incorporar el vivir bien como horizonte ético de toda política pública. No se trataría únicamente de vivir más, sino de vivir mejor.
Este enfoque también ayudaría a reducir desigualdades estructurales. El estudio señala que quienes viven con más fe, vínculos afectivos o sentido de propósito, tienden a vivir bien, sin importar si nacieron en contextos de carencia. Esto no niega la importancia de resolver la pobreza, sino que complementa la estrategia: el combate a la desigualdad debería ir acompañado del fortalecimiento del tejido comunitario y del sentido de vida.
En suma, si nuestro país decidiera adoptar el vivir bien como brújula del desarrollo, se abriría la puerta a políticas más humanas, más integrales y más eficaces. Desde la Secretaría de Hacienda hasta los sistemas locales de salud, pasando por la educación pública, todas las instituciones podrían preguntarse no solo cuánto crece la economía, sino cuántas personas realmente están viviendo bien. ¿Hay relaciones significativas? ¿Existe gratitud? ¿Viven bien las y los jóvenes?
El Estudio Global sobre el Florecimiento no solo es un informe académico: es un llamado a repensar nuestras prioridades como sociedad. Si los países con más dinero no siempre son los que mejor viven, entonces ha llegado la hora de preguntarnos seriamente: ¿cómo queremos vivir… y para quién estamos gobernando?
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