Nunca fumé, pero cuando leo que alguien escribe sobre el humo de cigarrillo y el olor a café en la redacción de algún diario, siento nostalgia. Amo las redacciones vacías, hay pocos lugares que me gusten más para escribir, pero ya hace cuatro años que no piso una. La pandemia de Covid-19 condenó a miles de periodistas a trabajar desde casa y, prácticamente a la extinción, a dos personajes indispensables en los diarios y revistas: el corrector de estilo y el redactor veterano.
En un hermoso texto publicado en 2012 titulado Siéntate aquí, chaval, Arturo Pérez-Reverte hablaba de ellos: “Cuando el periodismo aún se parecía al periodismo y eras un redactor novato, los dos personajes a los que más podía respetar un joven periodista eran el corrector de estilo y el redactor veterano. El primer día de trabajo, cuando te internabas entre aquel incesante tableteo de máquinas de escribir y teletipos siempre había un fulano de cierta edad, sonrisa fatigada y ojos vivos, que señalaba la mesa que tenía al lado y decía: ‘Siéntate aquí, chaval’. Ya no hay gente así en las redacciones. Ni corrector de estilo, ni viejos maestros con la clave del gran periodismo en los ojos cansados. Ni siquiera quedan apenas redacciones. Los tiempos cambiaron mucho las cosas, los periódicos de papel mueren despacio”. Profético, don Arturo.
“La formación del periodista se hacía en el oficio, como los aprendices medievales: los viejos, los buenos, te iban enseñando cómo hacerlo a fuerza de hacértelo hacer. En cambio, ahora los mejores viejos ya no trabajan en las redacciones, no tienen contacto con los nuevos, no pueden enseñarles”, escribió Martín Caparrós cuando cumplió medio siglo como periodista. El escritor argentino tuvo como maestros a monstruos de la talla de Juan Gelman y Rodolfo Walsh.
Con la llegada del periodismo digital y la urgencia por publicar la nota antes que la competencia, hay otros personajes que fueron desapareciendo de las redacciones poco a poco: los buenos editores.
La redacción, ese campo de batalla
La semana pasada celebré, con cierto optimismo, mis 28 años en la profesión y escribí que en poco menos de tres décadas la manera de hacer periodismo cambió. Desde hace casi un mes pienso con frecuencia sobre el tema.
El pasado 20 de agosto, Carlos Meraz, periodista con una amplia trayectoria, sobre todo en el ámbito del rock, publicó en Facebook: “Parecen medios, pero ya no lo son”, un texto que me invitó a la reflexión desde varios puntos de vista.
“Tipos de jefes hay muchos, pero al menos en el periodismo podríamos simplificarlos en dos: el editor que enseña en la práctica desde el campo de batalla a luchar y ganar la guerra y el otro, el estratega de escritorio, desde donde planea la victoria sin necesidad de mancharse las manos. Actualmente en las salas de redacción hay más de los segundos y menos de los primeros”, escribió Meraz. Me hizo recordar las redacciones de Reforma, Récord, Metro, donde personas sin experiencia en el reporteo pasaban a ser “editores” sólo por obedecer órdenes, saber armar páginas o ser buenos interlocutores de los jefes, por no llamarles de otra manera. Peor aún, conocí a jefes de información que se jactaban de tener ese puesto sin haber leído un solo libro, pero sí una buena libreta de contactos. Cuando alguno les fallaba, eran el hazmerreír de la oficina, pues no sabían redactar un mensaje de WhatsApp sin faltas de ortografía.
“Hay muchos que se visten y se comportan como Napoleón”, continúa Meraz, “cuando nunca han estado en una batalla ni mucho menos obtenido alguna victoria relevante. Incluso, hay algunos que se jactan de sus asignaciones como corresponsales de guerra, cuando los únicos tanques que vieron en sus asignaciones en el exterior fueron los del gas doméstico para el crudo invierno…”
Meraz me hizo recordar un entrañable texto de la periodista argentina Leila Guerriero, Los editores que sabemos conseguir, en el que hace una “improbable pero, sobre todo, incompleta” clasificación de los tipos de editores que uno se podía encontrar: el editor que no sabe lo que quiere; el que habría querido escribir el artículo; el que para todo necesita tomarse un café con el reportero; el que pide teorías en lugar de notas; el que quiere que el reportero fracase; el que escribió hace años sobre el tema y cree que el mundo no ha cambiado; el exagerado, el bipolar, el dubitativo… “Y están, también, los grandes editores. Los que no hacen, nunca, ninguna de todas esas cosas. Los que te piden lo imposible, porque saben que volverás con algo mejor de lo que imaginaron… generosos, porque ya hicieron lo suyo (y no necesitan demostrarle nada a nadie), y nobles, porque quieren que brilles: quieren que te vaya bien”.
Aunque en algún momento padecí (y también hice sufrir a varios con mis necedades de editor), lamento que ese indispensable intercambio de opiniones ya no exista, porque de él aprendí mucho.
El mejor editor que tuve se llama Miguel Padilla, con el que frecuentemente intercambio notas, artículos, reportajes y al que a veces recurro para titular alguna de mis columnas. Pero colegas como Jesús Ortega y Juan Veledíaz, incluso gente que no trabaja en el medio, como Ángela Segura o Abraham Echauri, enriquecen mis textos con sus opiniones. He tenido la oportunidad que el propio Veledíaz, Premio Nacional de Periodismo, Jorge Witker (qepd), Carlos Calderón Cardoso o Alberto Lati, entre otros grandes periodistas, me permitieran editar o leer sus textos antes de publicarlos. A todos ellos, el mayor de mis agradecimientos.
Estimado Carlos, como Caparrós, también extraño las redacciones, y como tú, añoro “esas luchas en las salas de redacción”. También esa “digna sombra” que son los editores respetables de los que hablaba Leila citando a la editora chilena Andrea Palet.
Los nuevos tiempos nos han impedido convertirnos en esos redactores veteranos de los que hablaba Pérez Reverte. Para mí, la nueva realidad de la profesión se ha convertido en un cable a tierra. Después de 28 años, al menos en el periodismo no soy más ni menos que nadie.