Brigadistas: la misión de sanar los efectos de los incendios forestales

Los incendios forestales han afectado miles de hectáreas en los bosques y selvas de México, tales como Tepoztlán, la Sierra de Guadalupe y Valle de Bravo. Esta es la historia de los que vuelven a las cenizas para encontrar la vida.

El aire sigue caliente este último domingo de marzo.

100 hectáreas de bosque en el Cerro del Tepozteco fueron consumidas por el fuego. El incendio fue controlado el jueves anterior pero el calor no se va. La lumbre se esconde entre las cenizas, como un animal asustado.

–Los ‘rescoldos’, les decimos –dice Fabián Ortiz y señala unas tímidas volutas de humo que se elevan al amanecer desde la cima.

Ortiz nació en Tepoztlán y suele trabajar como músico en los bares que pululan en este pueblo turístico del estado de Morelos. Desde los 14 años acompaña a las brigadas ciudadanas que, de manera voluntaria, resguardan las montañas. Tiene entrenamiento en combate en fuego y como rescatista en zonas de alta montaña. Hoy viste uniforme verde pino porque es responsable de resguardar el acceso principal al Parque Nacional del Cerro del Tepozteco: tras el incendio, ninguna persona no autorizada puede ingresar, lo cual ha encendido los ánimos de quienes dependen del turismo.

–Hay que estar más al pendiente, ¿eh? –le reclama una vendedora de micheladas–.  Ayer nosotros volvimos a entregar al chango ese a la policía. Les advertimos que si lo volvemos a agarrar, tocaremos las campanas de la iglesia y que haga justicia el pueblo: “lo linchamos”. Porque no es justo.

La tarde del sábado 26 de marzo, el personal del Ayuntamiento impidió que  un grupo de pobladores y comerciantes linchara a un sujeto oriundo de Tepoztlán apodado el “Pipiolo”, a quien la Procuraduría Federal de Protección al Ambiente (Profepa) demandó por crimen ambiental, por su presunta responsabilidad en el incendio. Fue encontrado por los brigadistas en las primeras horas del incendio, herido y visiblemente intoxicado. Les confesó que él había iniciado el fuego, en compañía de un sujeto apodado “el Diablo” que no fue localizado.

–“Se veía bien chingón el fuego”, iba diciendo mientras lo escoltábamos. –se ríe Ortiz quien participó en el rescate–. ¡Quién sabe en qué andaban!

La relación del fuego con el bosque nos precede y suele tener una función natural: permite a los ecosistemas deshacerse de maleza vieja, respirar. Pero el cambio climático altera la temperatura y aumenta la temporada de estiaje, por lo que los incendios forestales son cada vez más frecuentes e intensos. Además, la mayoría son provocados por humanos. Uno de los 154 incendios que se registraron en el estado de Morelos en 2021 ocurrió también en marzo y también en el Área Natural Protegida del Cerro del Tepozteco: 300 hectáreas de bosque se perdieron a causa de una turista que hacía malabares con fuego.

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Foto: Carlos Acuña.

El rescatista Ortiz recuerda otro incendio ocurrido en el área de acampar conocida como Meztitla, al norte de Tepoztlán. Tenía 17 años y apoyaba, de lejos, a los brigadistas  experimentados que trataban de domar los fogonazos junto a elementos del Ejército.

–Yo los vi aventarse del cerro, a los soldados. A veces pasa que te cercan las llamas allá arriba, entonces tienes dos opciones: morir quemado o aventarte a la barranca, rezar para sobrevivir la caída.

Cada que el fuego vuelve a salirse de control, Ortiz recuerda ese momento. O cuando, en 2014, otro incendio encerró a las brigadas y el fuego mató al director de Protección Ambiental de Tepoztlán y a su auxiliar.

“Castigo ejemplar a los quemacerros”, “Protección ambiental: te responsabilizamos si el culpable del incendio queda impune”, se lee en pancartas pegadas sobre el kiosko de Tepoztlán, en los muros del Ayuntamiento o en la entrada de la iglesia de Santo Domingo.

El aire sigue caliente en Tepoztlán.

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Brigadas ciudadanas resguardan las montañas de forma voluntaria. Foto: Carlos Acuña.

Desde que comenzó el año y hasta la primera quincena de abril se registraron dos mil 739 incendios en todos los estados del país; 80 mil hectáreas han resultado afectadas. Esto es menos de la mitad de los incendios forestales registrados en este mismo periodo que en 2021, el año con más hectáreas afectadas (más de 660 mil), de acuerdo a los informes de la Secretaría de Medio Ambiente (Semarnat) y la Comisión Nacional Forestal (Conafor).

En estos mismos momentos, la reserva de la biósfera de Calakmul –en Quintana Roo y Campeche– es consumida por el fuego. Desde hace 17 días, brigadistas voluntarios y personal de la Comisión Nacional Forestal han intentado controlar un incendio que ya devoró más de 6 mil hectáreas de selva.

Mientras tanto, otros 35 incendios forestales siguen activos en el país. Con las primeras lluvias de temporada, el fuego comenzará a ceder. Sin embargo, las afectaciones humanas de un incendio son más difíciles de contabilizar que el número hectáreas de bosques y selvas que sucumben al calor. De acuerdo al Sistema Nacional de Información Forestal, en México existen 16 mil 707 ejidos y comunidades en ecosistemas forestales: unas 62 millones de hectáreas donde viven entre 10 y 12 millones de personas que dependen de la salud de su ecosistema. Son ellos los que quedan después del fuego y los que intentan, entre las cenizas que quedan, ayudar a su ecosistema a recuperarse antes de que el fuego regrese.


‘Nuestra sierra arde’

–Algunos caballos se fueron contra el fuego porque el humo les dejó ciegos: corrieron directo hacia las llamas, de puro susto.

Esto me lo dijo Virginia. Una anciana con delantal que atendía una tienda de víveres a las orillas de Ojo de Agua de Rodríguez, una comunidad escondida en lo hondo de la Sierra de Guadalupe, San Luis Potosí. Se trata de una ranchería aislada y con no más de cien habitantes que fueron desalojados en marzo de 2021 cuando el fuego llegó a lamer sus casas.

Desde la puerta de Virginia se alcanzaban a ver los magueyes retorcidos como llamas petrificadas en medio de un paisaje negro. Más allá, reinaban las cenizas sobre la niebla. 

Habían pasado solo dos días desde el incendio. El fuego duró más de una semana, cada vez más salvaje. Intentaron sofocarlo decenas de elementos del Ejército, del Cuerpo de Bomberos de Matehuala, de la Conafor. Pero, sobre todo, acudieron cientos de voluntarios provenientes de los ejidos más cercanos: Salto del Burro, Charcas, La Maroma, Cerrito Blanco y otras comunidades. Cientos de pastores y ganaderos que, conociendo la sierra, sus voladeros y sus cañones, intentaban abrir brechas y bloquearle el paso al fuego a punta de machete. En total, se perdieron dos mil 300 hectáreas de una zona que colinda inmediatamente con el Área Natural Protegida de Wirikuta, amenazada por la actividad minera.

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‘Nuestra sierra arde’ se lee en un letrero en una localidad de San Luis Potosí. Foto: Carlos Acuña.

–Fue el incendio más grande desde que trabajo aquí –me dijo Vladimir Espinosa

Lo entrevisté en las oficinas de una pequeña estación de Bomberos. Tenía entonces 23 años y la cara todavía llena de hollín. Era el líder de la brigada forestal del Cuerpo de Bomberos. Me mostró la suela de sus botas derretida por el calor.

En aquellos días, el viento soplaba a más de 50 kilómetros por hora y se arremolinaba con fuerza entre los riscos agigantando la lumbre. Que los helicópteros de la Conafor se acercaran a descargar agua en esas condiciones era peligroso y, sobre todo, inútil: además de cedros y encinos, me explicó Vladimir, estas montañas están llenas de sotoles, lechuguillas y otros agaves que extienden sus raíces –a veces tan largas como árboles– por debajo de las piedras. El calor viaja a través de una raíz a otra y puede estallar en un nuevo incendio a cientos de metros de distancia.

–En esta zona el agua quizá sirva para refrescar un rato a las lechuguillas –me dijo–. Pero van a terminar incendiándose de todas formas: tienen fuego por dentro.

No es fácil: la brigada de Vladimir–un puñado de jóvenes que compensan con entusiasmo su poco sueldo– atravesaban la sierra, cargando herramientas y víveres, agua, intentando contener el fuego que se desbordaba por todos lados. Gran parte del camino lo hacían a pie: sólo así o en mula se puede entrar a la serranía.

En esas mismas fechas se registraban casi 80 incendios forestales a nivel nacional, 18 sólo en San Luis Potosí. Las llamas corrieron por todo el país, aprovechando el calor, la sequía y el descuido provocado por los constantes recortes al sector ambiental y a las Áreas Naturales Protegidas. Al final del año, se registraron más de 7 mil 337 incendios y casi el doble de hectáreas afectadas que un año antes.

–Se nos murió el orgullo –me dijo Santos Rodríguez, un hombre de 60 años quien apenas durmió en aquellos días.         

Dice que no había lugar más bello que este, que los magueyes estaban gordos de tanta agua en medio de una sierra semidesértica. Hoy no soporta el olor a quemado impregnado en todas partes, las cenizas que levanta el viento, el vacío tras la quemazón.

Pero no es sólo el paisaje lo que preocupa en Ojo de Agua de Rodríguez.

–Yo tengo unas 200 cabras y doy trabajo a varias personas aquí en la comunidad –dice Severiano Rodríguez, hijo de Santos–. Acá mi papá tiene como otras 150. ¿Dígame usted con qué las vamos a alimentar ahora si el fuego quemó todo el ejido? Del municipio nos enviaron miles de botellas de agua y pacas de forraje para el ganado que no van a durar nada. Pero aquí tenemos cabras y las cabras no comen alfalfa. Se les atora en el pescuezo: las mata. Y así nos vamos a morir nosotros si no pensamos en algo.

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Severiano Rodríguez da alimento a 200 cabras en una localidad de San Luis Potosí. Foto: Carlos Acuña.

El tronco de una conífera o de un oyamel viejo puede llegar a medir más de 50 metros de altura en Valle de Bravo. El follaje del bosque aquí parece enraizar en el cielo y los incendios forestales ocurren, sobre todo, en las alturas.

Les decimos “incendios de copa” –dice Polo y señala la copa de un pino a la distancia–. Aquí las llamas pueden medir más de 10 metros de altura y ni siquiera tocan el suelo: todo el incendio es allá arriba.

–Por eso es tan peligroso –secunda Isidro.

Ambos piden discreción y aseguran que el bosque está lleno de halcones, informantes del crimen organizado. Desde hace más de una década, los cárteles locales integraron la tala clandestina a su lista de negocios y, para evitar enfrentar cargos de crimen ambiental, los talamontes adoptaron una medida drástica: dejar que el fuego convierta en cenizas las huellas de las sierras eléctricas.

–Talar es un problema, sí, pero prenderle fuego implica matar el bosque entero –acusa Isidro–. Si talas 10 árboles, duele. Pero con la vegetación, la tierra y los árboles más jóvenes, esa zona se puede regenerar pronto. Si le prendes lumbre, ya no.

Ambos pertenecen Colonos de las Montañas, una asociación civil pagada por los dueños de las rancherías para hacer labores de prevención y combate de incendios forestales, reforestación y cuidado del bosque. Días antes de que los entrevistara, en abril de 2021, habían combatido un pequeño incendio en este paraje, conocido como El Manzano. Lograron controlarlo al poco tiempo y hoy charlan entre los troncos abandonados, llenos de nudos.

Ubicada dentro del Cinturón de Fuego, la Sierra de Valle de Bravo forma parte de una cordillera de volcanes que van desde el pico de Orizaba hasta el Iztaccíhuatl y el Ajusco. Ya desde 2003, cuando Valle de Bravo fue declarado Área Natural Protegida y “Santuario del Agua”, las autoridades alertaban que la pérdida de superficie forestal por la actividad agrícola e inmobiliaria estaba provocando una crisis de sustentabilidad hídrica en la Cuenca del Valle de México, afectando el abasto de agua a la población. La presa de Valle de Bravo es una de las principales fuentes de abastecimiento del Sistema Cutzamala, el cual abastece de agua al Valle de México.

Con casi mil 500 incendios registrados en 2021, el Estado de México encabezó el número de incendios forestales en el país y este año, con 782, sigue por encima del resto.  La deforestación y el fuego toman su parte en la crisis hídrica: la ceniza crea una membrana impermeable sobre la tierra y, sin árboles ni maleza que retengan la humedad y la encausen, el agua escurre sin curso impidiendo que los mantos friáticos vuelvan a llenarse.

En Valle de Bravo pasamos el punto de no retorno

–Ahora hay un problema aquí en Cerrito Blanco –dice Leopoldo–. No hay nada de agua. Ni para tomar pues. A menos de 10 minutos ahí están los ranchos privados con lagos artificiales. Hace 10 años, cuando vinieron a querer comprar los manantiales y los pozos, todo el mundo dijo que sí y firmó. Les urgía la lana. Y ahí estamos: sin agua, sin nada.

Poco pueden hacer contra los talamontes ligados a grupos criminales peligrosos, o contra el desarrollo urbano desmedido. Cuando acaba la temporada de incendios forestales, los brigadistas intentan ayudar al bosque a recuperarse. Además de sembrar árboles nativos nuevos, aprovechan los troncos caídos y la tierra suelta para crear terrazas: pequeñas trincheras que le permiten al agua de lluvia atrancarse.

–Pero es como el alcoholismo –dice el biólogo Antonio de la Cruz–. Si te tomas una copa no pasa nada. Pero si lo haces recurrentemente, se dañan tus riñones y tu cuerpo pierde la capacidad de regeneración, te da hígado graso, cirrosis hepática.

Con el bosque es igual: un incendio de vez en cuando genera más biodiversidad. Pero aquí el fuego se usa como un mecanismo de guerra contra la naturaleza: se quema bosque para impulsar cambios de uso de suelo y urbanizar, para ocultar el desmonte. Se construyen autopistas que fragmentan el ecosistema, se entuban los arroyos, se desvían los cauces de los ríos. El bosque ya ha perdido su capacidad de regeneración. Hace tiempo que pasamos el punto de no retorno en Valle de Bravo.

Además de biólogo, Antonio de la Cruz cuenta con una maestría en Desarrollo Rural y es candidato a doctor en Ciencias Agropecuarias y Recursos Naturales. Es también es fundador de Cielo Rojo, una asociación civil que intenta apoyar y visibilizar actores sociales que defienden el patrimonio biocultural del Cinturón de Fuego y del Eje Neovolcánico. Últimamente trabajan en un documental sobre los brigadistas que combaten el fuego en los bosques de la zona.

–Quienes combaten el fuego así son parte de los últimos héroes románticos –dice. Muchos vienen de una historia campesina: sus padres usaban el fuego para la siembra y practicaban tradiciones agrícolas en una relación estrecha con el bosque. Ellos heredan este tipo de conocimiento y lo usan para enfrentar el fuego: un enemigo que también les fascina, porque el fuego tiene una belleza tremenda. Entonces son como samuráis, ellos, como los últimos que defienden un imperio que ya no existe. En este caso, un imperio forestal que destruimos ya con nuestro modo de vida.  Ellos luchan… pero es tristemente una lucha inútil. Porque luchan contra un síntoma, el fuego, no contra el problema de fondo: el poder económico y político que nunca los favorece.

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En Valle de Bravo se quema bosque para impulsar cambios de uso de suelo y urbanizar y para ocultar el desmonte. Foto: Carlos Acuña.

Cuando era más joven, Gabino Rodríguez nunca se acostumbró a esa imagen: la de los miles de insectos, alacranes, arañas, hormigas que huían despavoridos del fuego. A sus 49 años, Gabino es todavía el líder de la Brigada Tejones, con más de 30 años de experiencia es una de la más antiguas y experimentada de Tepoztlán. Y aunque una lesión en la columna le impide llevarle el paso a los más jóvenes, durante el último incendio coordinó el combate desde las alturas gracias a un dron que le permitía vigilar toda el área.

Hoy sube de nuevo a los cerros del Tepozteco junto con una docena de voluntarios. Llevan litros y litros de agua cargando en sus espaldas aunque el fuego hace una semana que paró. También cargan kilos de zanahorias, pepinos, semillas, croquetas y cazuelas de barro para dejar en puntos específicos.      

–Mira, aquí hubo tejones –dice mientras mira la boñiga acumulada en una cueva y luego pide silencio para escuchar un ruido–. Oye: esas son chachalacas.

Gabino explica que controlar el fuego no implica controlar el desastre ambiental que ocasionan los incendios de gran tamaño. Con la muerte de insectos se afectan los hábitos de pequeños mamíferos y de distintas especies de aves. Con la cadena alimenticia alterada, es común ver que los mamíferos más grandes mueran de un disparo cuando se acercan a poblaciones humanas en busca de comida o agua. Por eso, esta mañana, los voluntarios se adentran en la zona de desastre para dejar agua y viandas para los sobrevivientes: tejones, cacomixtles, tlacuaches, zorros, conejos y todo tipo de aves que entrarán en crisis si no encuentran agua o comida en los alrededores.

A la jornada de hoy se han sumado dos menores de edad, uno de ellos el hijo de Gabino. Cada vez es más común ver personas más jóvenes unirse a las brigadas.

–Es natural, es su futuro y nos lo estamos quemando –dice Gabino–. No se entiende que de la salud del bosque depende nuestra vida y no sólo por el turismo.  Aquí en Tepoztlán cada vez es más difícil la situación del agua: los pozos ya no alcanzan a rellenarse, porque sin bosque no se retiene la humedad. A veces vamos a intentar controlar un incendio en otros poblados, a la orillas de Tepoztlán, por ejemplo, y los vecinos nos corren, nos enfrentan. Porque quieren hacer cambios de uso de suelo. Así lo dicen, con descaro. Le están quitando cada vez más aire a los montes. Y si no hacemos algo, nos va a llevar el tren.