Jaque mate: cómo el ajedrez salvó mi bienestar mental
'Al principio de ese año jugaba varias partidas a la semana; 10 meses después, jugaba al menos tres o cuatro veces al día': Sam Parker con su juego de ajedrez. Foto: Suki Dhanda/The Observer

Mi abuelo era un hombre con un tono reprobatorio tan fuerte como el de un plato caído. Lo hacía siempre que te quedabas corto en algún aspecto: un tramo de la alberca que terminabas con demasiada lentitud; un lecho de jardín que no estaba lo suficientemente bien desyerbado; una porción de verduras que se quedaba sin terminar. Pero se ablandaba con el ajedrez, un juego que me legó durante largas sesiones, jugado en nuestras pijamas junto a la chimenea. Al otro lado del tablero, su severidad se fundía en una especie de calma pensativa, las reprimendas se veían sustituidas por instrucciones y después una pequeña sonrisa cuando encontraba la jugada que ganaría la partida y me mandaría a la cama.

Jugó ajedrez toda su vida y fue presidente de su club local hasta que entró a la residencia de ancianos donde murió, pero yo no seguí su ejemplo hasta unos 25 años después. Para ese entonces ya era demasiado tarde para agradecerle.

El momento llegó alrededor de las 6 de la tarde del día de Año Nuevo de 2021. Acostado solo en la alfombra de mi sala de estar, viendo las primeras gotas de lluvia del año caer en la ventana, pareció que toda la adrenalina de los últimos 12 meses se evaporaba, dejando atrás una abrumadora sensación de temor. Al igual que todos los demás, llegué al final de 2020 solo para descubrir que el Covid-19 no desaparecía, y ahora la idea de reanudar lo que pasaba en la “vida real” se cernía sobre mí como el montón más grande de platos sucios, que, por cierto, también estaba esperando en la cocina.

Desesperado por una distracción, abrí mi laptop y me conecté a chess.com por primera vez en años. Con un suspiro pesado y desesperanzado, realicé el movimiento que me inculcaron cuando era el cuarto mejor jugador de mi pequeña primaria, que fue derrotado rotundamente en las semifinales del club juvenil por Jason Wood delante de mi padre en 1992: peón de rey a E4.

No estaba solo. Las personas de todo el mundo estaban descubriendo el ajedrez. Durante el año posterior a marzo de 2020, chess.com consiguió más de 11 millones de usuarios nuevos, muchos de ellos sin duda inspirados por la serie Gambito de dama de Netflix. En aplicaciones de transmisión en vivo, como Twitch, florecieron comunidades de jóvenes ajedrecistas que se deleitaban con el extraño lenguaje compartido con el que se pueden analizar y debatir las partidas. En un momento de preocupación existencial, algo relacionado con un juego de mesa de mil 500 años de antigüedad atraía a la gente.

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Rey de la torre: ‘No estaba solo. Las personas de todo el mundo estaban descubriendo el ajedrez’. Foto: Maurizio Di Iorio/The Observer

Un aspecto positivo del Covid-19 fue el rápido desarrollo de nuestra conversación sobre la salud mental. En Gran Bretaña, se trató de algo que se avivó, al menos en parte, por el serio informe de la Oficina Nacional de Estadística de 2014, en el que se mencionó el suicidio, por primera vez, como la principal causa de muerte entre los hombres menores de 50 años. Durante los años siguientes, la conversación siguió creciendo, con acontecimientos como el #MeToo, el cual nos hizo reconsiderar la forma en que las víctimas procesan los traumas, y después Donald Trump, un experimento en tiempo real de narcisismo sin tratamiento durante el cual el juego “¿regresarías al pasado en una máquina del tiempo y matarías a Hitler bebé?” fue reemplazado por “¿regresarías al pasado en una máquina del tiempo y le darías un abrazo a Trump bebé?”

Sin embargo, la pandemia fue para muchos de nosotros el momento en que la salud mental dejó de ser un tema político y pasó a ser abruptamente personal. Las conversaciones familiares sobre mi (otro) abuelo -vivo en ese momento, pero solo cuando comenzó el confinamiento- cambiaron rápidamente de cómo mantenerlo físicamente bien a cómo podíamos evitar que se deprimiera. Los gerentes y los departamentos de recursos humanos, temerosos de perder a su personal desapercibido a causa del estrés prolongado, aprendieron rápidamente el lenguaje del autocuidado. (“Acabamos de tener un seminario en línea”, me dijo un vecino de 60 años recién evangelizado y veterano de las finanzas corporativas, “llamado ‘Está bien no estar bien‘”).

Sobre todo, tuvimos que aprender mecanismos de afrontamiento para nosotros mismos. Independientemente del lugar que ocuparas en el continuo “¡muy afortunado, de verdad!”, el Covid-19 era un reto para la salud mental. Para mí, esto significó un aumento de los ataques de ansiedad aguda, algo que he experimentado desde mi infancia; un temor que lo consume todo, con frecuencia acompañado de una autocrítica extrema, que dificulta poder comer bien, dormir o sentir optimismo o alegría.

Mi búsqueda de los métodos adecuados para sobrellevar la situación me llevó a una fase de saltar al jardín, a un régimen de meditación matutina que fracasó, al mes en que me obsesioné breve pero intensamente con las enseñanzas de Wim “el Hombre de Hielo” Hof y a comenzar cada día con ejercicios de respiración fuertes y un baño con agua fría (reconozco que me comprometí más con lo primero que con lo segundo). Posteriormente, empecé a llevar un diario en el que escribía páginas y páginas de miseria al estilo de la corriente de la conciencia en un intento de purgar mi camino para sentirme mejor.

Donde no esperaba encontrar alivio era en un antiguo juego de mesa, que anteriormente me dejó tan abatido y humillado que me retiré frustrado al cabo de unos días y renuncié a él para siempre. Pero en esta ocasión algo hizo clic. A finales de enero, jugaba varias partidas a la semana; 10 meses después, juego al menos tres o cuatro veces al día.

Rápidamente me di cuenta de que el ajedrez me aportaba algo más que una agradable distracción. Al contrario, me ofrecía una ventana de claridad sobre mi estado mental, un lugar en el que se disipaba la niebla de las tensiones y distracciones del día para mostrarme lo que realmente estaba ocurriendo, bueno o malo. Mi terapeuta me decía con frecuencia: tienes que encontrar la manera de sintonizar con más de tus emociones, no solo con la ansiedad, sino con el resto de las “cuatro grandes”: la alegría, la tristeza y la ira. El ajedrez es una vía extremadamente rápida para experimentarlas todas, con frecuencia en el transcurso de unas pocas jugadas. En un momento en que el mundo exterior era demasiado intenso como para contemplarlo, se convirtió en un útil barómetro interno. Si jugaba con frustración e impaciencia, sabía que era mejor dejar para mañana ese gran problema en el trabajo o esa difícil conversación con un amigo o un compañero. Si jugaba con determinación y propósito, me aclaraba que era fuerte y me daba la confianza para hacer lo que tenía que hacer en otro lugar.

En el ajedrez no existe ningún elemento de azar: no hay dados que lanzar, ningún aparato que pueda fallar (a menos que el tablero se parta en dos, lo que es bastante improbable), ni condiciones meteorológicas adversas que señalar y maldecir. Es una prueba pura de tu capacidad para dominar tus pensamientos y emociones en el momento; no hacer una buena jugada es, en última instancia, lo único que te lleva a perder. Por este motivo, lanzas un puñetazo al aire cuando ganas y te sientes inconfesablemente furioso contigo mismo cuando pierdes. En el ajedrez, no existen formas de restar importancia a tu victoria ni de excusar tu derrota.

También está la cuestión obvia de la resiliencia. El ajedrez es una prueba implacable y en tiempo real de tu determinación. ¿Se puede cometer un error (llamado “error garrafal” en el juego) -sobre todo los peores, como perder a la reina- y seguir adelante, o cerrar de golpe tu laptop y estar de mal humor el resto de la tarde? ¿Reaccionas a un contratiempo atacando de forma irreflexiva, o respiras profundamente, analizas la situación y haces un movimiento inteligente en su lugar? ¿Puedes contener la alegría de ganar una clara ventaja y no caer en la autosatisfacción? (El recuperarse en el ajedrez casi siempre tiene que ver con esto).

En resumen, el ajedrez comenzó a parecer un ejercicio de atención plena y una clase de HIIT emocional todo en uno. Lo que era difícil de determinar era si se trataba de algo realmente transformador o si simplemente estaba proyectando lo que necesitaba en el ajedrez en ese momento, tal como lo hacían otras personas con la observación de aves o la repostería.

La opinión tradicional sobre el ajedrez es que practicarlo nos hará más inteligentes, que su mezcla única de aritmética, geometría y pensamiento lateral ofrece un entrenamiento mental que nos fortalecerá en la lógica, la estrategia y la resolución de problemas. De la misma manera en que se usa a los boxeadores de peso pesado como abreviatura de la supremacía física, los ajedrecistas son considerados la cumbre de la inteligencia, si no es que del genio. Sin duda, esta es la opinión en lugares como Armenia, el único país del mundo en el que el ajedrez es obligatorio en la escuela (lo que resulta, como es lógico, en uno de los porcentajes más altos del mundo de grandes maestros).

El problema es que se trata de una falacia romántica sin base científica. Al menos esa es la conclusión de Fernand Gobet, autor de The Psychology of Chess y maestro internacional que en una ocasión se enfrentó al gran Garry Kasparov cuando era parte del equipo nacional suizo. Científico cognitivo y profesor en la Universidad de Liverpool, ha investigado la cuestión de la relación del ajedrez con la inteligencia.

“Hace unos 15 años”, cuenta Gobet, “alguien de la US Chess Fan Federation me pidió que investigara los beneficios del ajedrez en la educación. Me dijo: ‘Quiero la verdad’. Me enviaron por correo una gran caja llena de alrededor de 90 investigaciones sobre el tema. Nos dimos cuenta rápidamente de que casi todas eran de muy mala calidad y sin ninguna metodología. Tal vez cinco o seis eran útiles”.

Gobet se propuso descubrir de una vez por todas si el hecho de practicar el ajedrez puede tener un impacto positivo en otras áreas de la capacidad cognitiva, en particular aquellas que combinan de forma similar “la inteligencia con la memoria funcional”. A diferencia de las investigaciones de la caja, Gobet y su equipo aplicaron condiciones científicas: grupos de control de tamaño adecuado, placebos, desviaciones estándar. “La conclusión a la que llegamos fue que jugar mucho ajedrez te hace muy bueno en el ajedrez”, comenta. “Y no hay pruebas de algo más”.

Se podría pensar que esto podría haber provocado una gran conmoción en la comunidad de ajedrecistas, que han estado utilizando esta pieza de propaganda durante años. En cambio, se taparon los oídos con los dedos. “Básicamente nos ignoraron por completo”, comenta Gobet. “Todos los años me invitan a conferencias y suelo contar la misma historia. A veces se hartan de escucharla y hablan de otras cosas. Hoy en día se siguen publicando artículos en los que se afirma que el ajedrez es estupendo para la inteligencia matemática, la capacidad de la memoria funcional, el Alzheimer… todo. Pero no existe ninguna evidencia”.

Es posible que el ajedrez no nos haga más inteligentes en un sentido cognitivo, pero ¿qué ocurre con la idea de que nos puede ayudar a aprender a entender y dominar mejor nuestros sentimientos?

“Es posible”, dice Gobet, “aunque no existe absolutamente ningún dato al respecto”. Coincide en que el ajedrez es un juego inusualmente emocional. “Si haces un experimento y le pides a la gente que proponga el mejor movimiento en cualquier posición, suelen usar términos muy emocionales: ‘Esta jugada es repugnante, este movimiento es encantador’. Es evidente que el ajedrez genera emociones poderosas, sobre todo cuando se pierde. La gente odia perder en el ajedrez. Se puede especular que el ajedrez nos enseña algunas cosas sencillas, como aprender a perder con elegancia, a pensar antes de actuar, etc. Creo que se trata más bien de una forma de revelar las habilidades innatas que tienen las personas. Revelará si eres resiliente o no, si puedes manejar tus emociones”.

O tal vez constituya una forma de trazar el crecimiento personal en estos aspectos. El niño que era a los 12 años, que perdía delante de mi padre, o el hombre que era a los 26 años, que lo consideraba una pérdida de tiempo después de cada derrota, no eran tan resilientes desde el punto de vista emocional como mi persona actual, cuya puntuación Elo (sistema de clasificación de ajedrez) se mantiene obstinadamente en el rango de la “clase D” (un nivel más alto que el de principiante), pero continúa compitiendo de todos modos. Puede que esta madurez no sea sorprendente, pero eso no significa que no valga la pena observarla: el autocuidado consiste en felicitarse y verse a sí mismo con amabilidad.

Lo que me lleva a otro aspecto que valoro del ajedrez. Detrás del dinamismo de los ataques y las defensas, también se trata de un curioso ejercicio de empatía, no solo hacia uno mismo, sino también hacia el adversario. Incluso cuando juegas contra un desconocido anónimo en internet, puedes intuir algo sobre su estado emocional en unos pocos movimientos: la apertura que elige (o cómo responde a la tuya), la rapidez con la que juega, la audacia con la que intercambia material (piezas). Cada partida tiene una textura y un arco emocional distintos. Hasta donde yo conozco, nadie dice esto sobre el Boggle.

Una vez le pregunté a mi padre si mi abuelo tuvo alguna vez problemas con su salud mental. Las emociones difíciles o desagradables eran un tabú en la casa de mi abuelo. La única autoayuda que conocían era la de mantener la compostura, un ejemplo que se ha extendido por la familia como la hiedra que cubre un muro en ruinas. Me contó que hubo un periodo, cuando él era niño, del que no se ha hablado ni durante ni después, en el que el abuelo se acostó durante semanas en una habitación cerrada con lo que todo el mundo describió eufemísticamente en aquella época como “nervios“. Me costó imaginarlo.

Después, cuando limpiamos su casa, encontramos montones de libros de ajedrez del abuelo con anotaciones a lápiz garabateadas en los márgenes en los que se enseñó a sí mismo las teorías de las aperturas, de la misma manera en que hoy paso horas viendo tutoriales de YouTubers rusos sobre “¡Cómo DESTRUIR a los oponentes con la Defensa Siciliana!”. Mi abuelo vivió y murió antes de que contáramos con un lenguaje compartido para los problemas de salud mental que también forman parte del legado que me dejó, sin embargo, el ajedrez fue un viaje en el que me encaminó y que emprendimos de la misma forma, con décadas de diferencia. Me encantaría poder preguntarle qué alivio, si es que lo hubo, obtuvo de este juego infinitamente dichoso e infinitamente enloquecedor; si también fue su refugio.

Tal vez, al igual que yo, apreció la forma en que el juego funciona como una útil metáfora sobre la vida. Empiezas con un sinfín de opciones delante de ti, tropiezas con algunas de tus primeras jugadas, luchas a través de un complicado y difícil pasaje intermedio antes de, finalmente, entrar a una recta final en la que las piezas y el reloj comienzan a agotarse. Siempre habrá mejores jugadores, tontos errores garrafales, victorias perdidas. Todo lo que puedes hacer es realizar el mejor movimiento que puedas, y cuando las cosas estén realmente mal, intentar hallar la voluntad de reiniciar el tablero y volver a empezar.

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