Cuando los médicos se convierten en pacientes de Covid prolongado, y aun así no les creen
Foto compuesta: Guardian Design/Getty Images

Mi trabajo como doctora de urgencias es sencillo: tengo que identificar a aquellos que están gravemente enfermos entre los que no corren peligro inmediato de perder la vida o una extremidad.

Por lo general, una queja general de dolor de espalda crónico resulta ser una exacerbación de los dolores y molestias propios de la edad, pero también puede ser el único síntoma de un aneurisma aórtico a punto de romperse. Para realizar este discernimiento, tengo que atender a todos los pacientes que pasan por el umbral de Urgencias lo antes posible. Esto significa que un minuto que paso con un paciente puede ser un minuto que se le quita a otro.

En este entorno, a veces me resulta difícil tratar a pacientes con una serie de síntomas crónicos. Son los que menos probabilidades tienen de morir ante mis ojos, sin embargo, a menudo son los que más tiempo requieren de mí. Mi paciencia se puede agotar, especialmente si tengo la vejiga llena o el estómago vacío. No obstante, la pandemia ha desafiado mi visión dicotómica de los pacientes como “enfermos” o “no enfermos”.

La primera vez que atendí a mis pacientes de Covid prolongado fue en abril de 2020. Intenté tranquilizarlos lo mejor que pude diciéndoles que su infinidad de síntomas desaparecería con el tiempo.

“A algunas personas les cuesta un poco más”, les decía, sin saber que lo que les aquejaba no era una infección en fase aguda, sino la reacción de sus cuerpos a ella.

Desde entonces, he atendido en Urgencias a innumerables pacientes con Covid prolongado. Algunos de ellos son jóvenes y están en su mejor momento de salud: exciclistas y maratonistas. Otros son frágiles y tienen comorbilidades que dificultan particularmente el tratamiento. Algunos son profesionales bien formados que comprenden la posible fisiopatología de sus dolencias mejor que yo. Algunos son antivacunas temerosos del sistema de salud sin ser capaces de explicar el motivo.

Y, sin embargo, veo un punto en común: la mirada de completo desconcierto en sus ojos cuando preguntan: “¿Qué me está pasando? ¿Por qué ya no soy el mismo?”.

El punto de inflexión para mí llegó el año pasado, cuando una compañera de trabajo desarrolló problemas de memoria tras una infección por Covid. En un momento determinado, sus síntomas se agravaron tanto que ya no podía encontrar su camino a casa. Después de cada cita con el neurólogo, contaba su experiencia de ser desestimada. “Creen que estoy deprimida. Dicen que no tengo nada malo. Tal vez tengan razón. Tal vez solo estoy loca”.

En los años que la he conocido, nunca me ha parecido una persona que no fuera plenamente dueña de sus emociones o facultades, y así se lo dije.

Por desgracia, muchos otros se encuentran ahora en situaciones similares, y están aprendiendo que la comunidad médica no escatima en escepticismo, ni siquiera hacia los suyos.

En la primavera de 2021, la Dra. Lee Bar-Eli y sus hijos se reunieron en la sala de estar de su casa de Houston. Entusiasmada por haber terminado la escuela, Naomi preguntó: “Mami, ¿puedes jugar a las traes conmigo?”. Antes de que pudiera responder, su hijo de siete años, Elijah, intervino: “¡Ni siquiera preguntes! Ella solía jugar a las traes. ¡Ya no lo hace!”.

Fue entonces cuando Bar-Eli se dio cuenta de que su hija Naomi, que entonces tenía cinco años, probablemente no tenía recuerdos de la persona activa y enérgica que alguna vez había sido. Incapaz de contener sus inminentes lágrimas, se levantó, pero sintió que su cuerpo se rebelaba en cuanto lo hizo. Su corazón se aceleró y volvió a respirar con dificultad.

Aun así, logró llegar a la habitación contigua antes de derrumbarse.

“Ese fue el punto más bajo para mí”, recuerda.

Cuando los médicos se convierten en pacientes de Covid prolongado, y aun así no les creen - imagecovid-prolongado
La Dra. Lee Bar-Eli y sus hijos. Foto: Jacqueline Schaefer

Esta nueva vida de siestas por la tarde e interminables consultas médicas era claramente lo contrario de la vida que sus padres habían imaginado para ella. Nacida en una familia judía que había escapado del Holocausto gracias a la suerte y a su propia diligencia, a Lee le enseñaron desde pequeña a mantener la cabeza baja y a apuntar alto. Su padre encarnaba estos valores; como biólogo molecular, el Dr. Bar-Eli dedicó su vida a la investigación del melanoma metastásico.

Lee prefería las interacciones humanas a la fría esterilidad de la mesa de laboratorio. Se convirtió en médico de familia porque le atraía la idea de establecer relaciones para toda la vida.

Después de casarse y tener hijos, redujo su horario de consulta, pero no existía nada de media jornada en la forma en que atendía a sus pacientes. Aprovechaba la hora del almuerzo para mantener conversaciones difíciles que no tenían cabida en una consulta de 15 minutos. En sus días libres, llamaba a las compañías de seguros y a varios servicios para organizar la atención y defender a sus pacientes.
Pero entonces llegó junio de 2020, y todo cambió cuando dio positivo a Covid-19.

Tuvo tos, fiebre, dolor de cabeza, calambres abdominales, náuseas, diarrea, congestión y dolores musculares. Pronto, el resto de su familia también se enfermó. Como no quería sobrecargar el ya saturado sistema de salud, Bar-Eli no acudió a urgencias ni siquiera cuando sus niveles de oxígeno eran inferiores a los normales. Se trató en casa con un concentrador de oxígeno que había comprado para sus padres.

La mayoría de sus síntomas desaparecieron al décimo día, pero su corazón seguía acelerándose incluso con un esfuerzo mínimo. Ahora, actividades tan sencillas como subir las escaleras de su casa o levantarse de una silla la hacían sentir como si estuviera corriendo en una caminadora.

Alarmada, Bar-Eli acudió a un cardiólogo que le realizó una serie de pruebas, pero no encontró ninguna explicación. A partir de entonces, pasaba hasta 30 horas a la semana yendo a fisioterapia, acudiendo a las citas con los especialistas y peleando por teléfono con las compañías de seguros, sin embargo, nada de eso se comparaba con el estrés que suponía comunicarse con sus doctores. Le desconcertaba que atribuyeran a factores psicológicos o a su peso síntomas reales documentados, como una frecuencia cardíaca anormalmente alta.

“No solo me convertí en una paciente, sino en una paciente a la que no siempre se le creía. Descubrí en carne propia lo doloroso que es eso”.

Según una encuesta reciente publicada por el Centro Nacional de Estadísticas de Salud, alrededor del 14% de toda la población adulta de Estados Unidos ha experimentado síntomas posteriores a la infección.

Katie Bach, miembro de la Brookings Institution, calcula que 4 millones de estadounidenses se encuentran actualmente sin trabajo debido al Covid prolongado. Estas cifras ilustran el impacto duradero de la pandemia en todo el país, aunque las personas afectadas siguen enfrentándose a la ignorancia y la negación deliberadas.

El 19 de julio de 2022, el subcomité selecto de la Cámara de Representantes para la crisis del coronavirus reunió a sus miembros y testigos en el Capitolio para debatir las consecuencias sanitarias y económicas del Covid prolongado. Uno de los testimonios más convincentes fue el de la Dra. Mónica Verduzco-Gutiérrez, catedrática de medicina de rehabilitación del Centro de Ciencias de la Salud de la Universidad de Texas.

“En agosto de 2020, atendí a mis primeros pacientes de Covid prolongado, y los pacientes siguen llegando. Algunos pacientes llevan esperando más de seis meses para ser atendidos”, señaló. No obstante, algunos no acuden cuando llega su tan esperada cita, “no porque hayan mejorado, sino porque empeoraron. Perdieron su trabajo y su seguro médico, o están tan discapacitados que no pueden levantarse de la cama”.

Desde la pandemia, Verduzco-Gutiérrez expandió su práctica, pasando de tratar principalmente a pacientes con lesiones cerebrales a atender a pacientes con Covid prolongado. Ahora dirige dos clínicas que ofrecen atención integral a aquellos que sufren secuelas postagudas. Muchos de sus pacientes son funcionarios públicos y trabajadores de primera línea.

Uno de ellos resulta ser Bar-Eli, pero no fue por casualidad que se encontraran.

Frustrada por su experiencia de que no le creyeran, Bar-Eli comenzó a abogar por sí misma de la misma manera que lo ha hecho por sus pacientes. Recurrió a su red de contactos y un amigo común le presentó a Verduzco-Gutiérrez. Juntas, se embarcaron en un largo y arduo camino hacia la recuperación. Bajo la dirección de su nueva doctora, Bar-Eli comenzó su rehabilitación, que consistía en realizar actividades cotidianas mientras usaba monitores. El hecho de ver exactamente en qué momento se disparaba su ritmo cardíaco y disminuía su nivel de oxigenación le enseñó a marcarse un ritmo y a establecer límites.

Verduzco-Gutiérrez explica por qué funciona este método. “(El enfoque de) la fisioterapia tradicional es hacer más ejercicio, ejercitarse más. Y eso no va a ser útil en algunos de estos pacientes”. Su consejo: “Prioriza las actividades que tienes que hacer. ¿Cuál es tu nivel de energía? ¿Cuándo tienes más energía? ¿Qué puedes hacer en ese momento? ¿Qué pasa cuando empiezas a hacer demasiado? Si checas tu ritmo cardíaco, oh, mira, tu ritmo cardíaco comienza a subir cuando has pasado 30 minutos en esta actividad. Y si lo haces durante una hora, entonces te quedas sin energía, así que tal vez debes parar a los 25 minutos”.

Sus métodos también consisten en enseñar a los pacientes a respirar correctamente. Después del Covid-19, muchos pacientes desarrollan una respiración paradójica en la que, en lugar de moverse hacia abajo y expandir la cavidad torácica durante la inhalación, el diafragma se mueve hacia arriba y constriñe los pulmones. Corregir esta anormalidad requiere tiempo y paciencia, sin embargo, el espirómetro incentivo, un pequeño dispositivo médico utilizado en este proceso, es relativamente económico y está ampliamente disponible

“Recuerdo que tenía un pensamiento muy específico”, señala Bar-Eli. “Para llegar al punto de que alguien me diera un tubo de plástico que cuesta unos dólares, me han revisado el pulmón cinco, seis veces y he pasado por pruebas de 30 mil dólares”. No podía entender por qué tuvo que tardar siete meses.

Durante su testimonio, Verduzco-Gutiérrez resumió el problema en cuestión con sencillez: “No hablamos de Bruno, y no hablamos del cerebro que tiene Covid”.

Bruno es un adivino en la exitosa película de Disney de 2021, Encanto. En ella, predice la caída de su propia casa y se convierte en un paria. Su propia familia y amigos lo destierran del pueblo. Al no tener ningún otro sitio al cual ir, se esconde en las paredes de su casa familiar, convirtiéndose en una presencia invisible pero siempre presente.

El viernes anterior a su declaración, hablé con Verduzco-Gutiérrez por teléfono. Fue a última hora de la tarde, al final de lo que imagino que fue una semana muy ajetreada. Siendo yo misma una doctora, sabía bien cómo todo podía volverse borroso después de tantos encuentros con pacientes, correos electrónicos y reuniones, pero ella mantuvo la calidez y el interés. A los pocos minutos, nuestra conversación empezó a ser fácil, como si fuéramos dos colegas poniéndose al día.

Pero en un nivel más profundo, comprendimos la gravedad de nuestro esfuerzo. Estábamos haciendo lo que muchos en la comunidad médica se resistían a hacer.

Las dificultades para reconocer el Covid prolongado tienen mucho que ver con su carácter amorfo. Según los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades (CDC), se trata de una “amplia variedad de problemas de salud nuevos, recurrentes o continuos que las personas experimentan después de haberse infectado por primera vez”. Además, no existe ninguna prueba para el Covid prolongado.

“Para mí, como doctora, no existe una forma de diagnosticar el Covid prolongado basándome en un examen físico, un análisis de sangre, un electrocardiograma o una tomografía”, explica Verduzco-Gutiérrez. “En la profesión sanitaria nos encantan los datos y las pruebas basadas en la evidencia, y aún no tenemos todas esas respuestas para el Covid prolongado”.

Reconocí que esta predilección es algo arraigado en nuestra formación. Aprendí, primero como microbióloga novata y después como doctora, a desplazarme a través de los resultados, a reconocer patrones y a pensar críticamente sobre su significado. Un condicionamiento tan repetido demuestra la excelencia de la formación médica moderna, sin embargo, nadie me había preparado realmente para sentirme cómoda con lo desconocido.

“Un buen médico trata la enfermedad, pero el gran médico trata al paciente”, enseñaba el padre de la medicina moderna, William Osler. A pesar de esta visión, no logró trascender los límites de su tiempo. En su libro de texto Los principios y práctica de la medicina menciona la sangría como posible tratamiento para la neumonía. Luego, unos diez años después de su muerte a causa de la gripe española, surgieron la insulina y la penicilina de Fleming. Estos “santos remedios” revolucionaron la forma en que los médicos se veían a sí mismos. Ya no eran simples practicantes de un arte, sino defensores de un conocimiento especializado y dispensadores de un tratamiento que salvaba vidas.

Este cambio de roles también produjo un cambio de actitudes. Nuestro instinto ahora consiste en ignorar y negar lo que no podemos entender o ayudar. Sospecho que esta reacción proviene del miedo. Nos cuesta clasificar cualquier desafío relacionado con el progreso que tanto les costó conseguir a nuestros predecesores. Tememos que si el tejido se deshilacha en una esquina, todo se pueda deshacer.

Una de las soluciones consiste en incorporar esta entidad desconocida al ámbito de la medicina. Aunque fue descrita por el patólogo Carl von Rokitansky en la década de 1860, la endometriosis, o el crecimiento del tejido endometrial fuera del útero, siguió siendo incomprendida durante siglos. Médicos bienintencionados atribuían los síntomas de sus pacientes a la histeria y las sometían a masajes pélvicos, clitoridectomía e internación. Lo que cambió la percepción de la endometriosis fueron los avances de la cirugía laparoscópica, que ofrecía tanto medios de diagnóstico (mediante la visualización directa) como un tratamiento mínimamente invasivo. Asimismo, la comunidad médica comenzó a invertir en su cura una vez que se dio cuenta de que causa infertilidad, una condición aparentemente más importante para la sociedad que el sufrimiento de las mujeres.

Aunque el Covid prolongado puede ser la endometriosis de nuestra era, la gran escala de su prevalencia e impacto económico hace que una espera similar de respuestas y aceptación sea insostenible. Verduzco-Gutiérrez y otras personas como ella trabajan de la forma más humana posible; ha publicado más de 30 artículos sobre el tema y ha aceptado 500 pacientes más además de su carga clínica habitual. No obstante, reconoce que ella sola no puede lograr avances significativos. Insta a los profesionales de la salud de todas las disciplinas a unirse a su esfuerzo.

Mientras tanto, los pacientes siguen acudiendo a Urgencias en busca de explicaciones y curas que están fuera del alcance de mi práctica. Pero ya no los atiendo desde la perspectiva dicotómica de una doctora de urgencias. Reconozco que están luchando por su vida, aunque quizás su lucha no sea inminentemente letal u obvia.

Así que reservo el tiempo que no tengo. Escucho sus relatos enmarañados desde el principio. Intento intuir y ampliar los límites de su comprensión para que puedan prepararse para la difícil recuperación que les espera.

Cada vez que he hecho esto, me he preparado. Supongo que nadie quiere escuchar que puede tener una enfermedad mal definida y potencialmente debilitante. Sin embargo, hasta ahora, ni una sola persona ha reaccionado con enojo o desaliento. Lo que veo en sus rostros después de nuestra conversación es alivio.
Por fin alguien les cree.

Síguenos en

Google News
Flipboard