En una escena eliminada que se volvió viral hace unos años Lilo da vueltas con stitch en una playa. Es confrontada directamente por turistas quienes le preguntan si habla, o no, inglés. Es señalada y exotizada como una nativa de “verdad”. Ante eso, ella los confronta y, en su estilo, les juega una broma; abusa de los miedos que existen en torno a los “nativos”, les dice que viene su perdición y, ante su propio estigma, se echan a correr por un simulacro de huracán que ellos no sabían venía.
La escena, si bien no sale en el corte final, es ilustrativa de la relación que la película original tenía con las comunidades que buscaba retratar. Planteaba una historia donde la familia como concepto era el centro, una narrativa que se construía sobre el cariño por tu comunidad y de la lucha contra enemigos externos que exotizan, que separan y que mercantilizan esos lazos. Los personajes mismos encapsulan la tensión colonial en el corazón de Hawaii en su propia identidad; Mertle, hija de un vendedor “expat” de los Estados Unidos continental, le hace bullying a Lilo, niña indígena que se ve enajenada por una comunidad cada vez más turistificada.
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Si bien la película original estaba muy lejos de ser un capítulo perdido de los Condenados de la Tierra de Fanon, al construirse con empatía y respeto sobre las comunidades indígenas del pacífico acababa anclandose –sutilmente– en el nicho del antirracismo. Sin querer narraba una historia de resistencia, de familia, que hoy reverbera en otras narrativas donde procesos similares continúan sucediendo. Lo que le pasó a Hawaii se acaba convirtiendo en una historia admonitoria donde personajes como Lilo, personalizan procesos más amplios, como los legados de la turistificación o el antirracismo, incluso sin querer serlo.
Difícil de arruinar esa historia, ¿no?
Llega 2018 y anuncian un remake con toda la parafernalia típica de Disney, evidentemente nadie levanta sospechas. Llega 2023 y anuncian la composición del ensamble de protagonistas y empiezan a levantarse las banderas rojas. Por un lado, uno de los actores principales es automáticamente expulsado cuando salen a la luz varios posts racistas, algo medio típico para ese momento de internet. Por otro, y tal vez más alarmante, las actrices seleccionadas para interpretar a las protagonistas, que deberían de ser mujeres indígenas, son mujeres originarias de Hawaii, sí, pero no indígenas ni morenas. Lo que aparte de algunas voces en internet, no parece llamar mucho la atención de los tomadores de decisiones al interior de Disney.
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Lo que pasó sin mucho ruido se volvió sintomático de lo que se convertiría entonces en la constante del remake. Una historia que, al anclarse en el respeto y la empatía por una comunidad oprimida, se volvió sutilmente antirracista y al perder ese anclaje se convertiría sutilmente en lo contrario. De centrar a personas indígenas, a centrar personas blancas, de basar la narrativa en la familia, a argumentar que el abandono familiar es lo correcto. De lo que fue una película bienintencionada, a una cuyo descuido te hace preguntar si es que no hay malas intenciones detrás. Pues es que los cambios entre la nueva y la anterior versión parecen extrañamente cómodos a un mundo que parece rechazar la diferencia y que parece cada vez más adverso a la crítica, con la eliminación de personajes que referencian la cultura drag, con la pérdida de críticas a la turistificación y de la que el mismo Disney se está beneficiando.
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Al final del remake, Nani parece abandonar todo principio que sostenía la original. De la misma forma que se podrían perder estos principios sin mucho cuidado, en el contexto de las comunidades indígenas de Hawaii se vuelve problemático. Bajo la luz del secuestro de sus infancias e inclusión forzada en internados los cambios parecen apología. Para el remake ohana significa familia, sí, pero una familia que se abandona.