Democracia y transparencia
En política ningún avance es irreversible. Siempre existe el riesgo de retrocesos en derechos que se creían ya conquistados. La transparencia en nuestro país puede correr esa suerte. Foto: Pixabay

En una conversación con Maurizio Viroli sobre los riesgos de la tiranía del carisma, publicada en la Revista Claves de la Razón Práctica en el otoño de 2002, Norberto Bobbio alertaba que el poder tiende por reflejo a ocultarse, esto es, a huir de la luz pública en la que sus decisiones se conocen, valoran y, en su caso, se juzgan por parte de los ciudadanos.

“La democracia es el intento de que el poder sea visible para todos; es, o debería ser, `poder en público’, aquella forma de gobierno en que la esfera del poder invisible se reduce al mínimo”, decía el gran filósofo de Turín. Por eso, es esencialmente hostil a lo secreto. La democracia desconfía de los asuntos del poder que no pueden ser discutidos o decididos en público y, por tanto, crea las salvaguardas para mantener sin cerrojo las puertas y los cajones del gobierno. La exigencia de la visibilidad no es solo condición necesaria para organizar el consenso sobre lo que importa a todos, sino que hace posible el control, la vigilancia, la rendición de cuentas sobre el ejercicio del poder encargado a los representantes elegidos. Sin transparencia, el poder no pertenece al pueblo ni responde ante el pueblo.  

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La transparencia y el acceso a la información es uno de los bienes públicos más relevantes de la democratización mexicana. Efectivamente, en tan solo un par de décadas, una buena práctica se materializó en un derecho constitucional vivo y exigible. No es exagerado afirmar que una generación entera de mexicanos ha adquirido la condición de ciudadanos portando el derecho a conocer la actuación de sus gobiernos, algo tan natural como el derecho a expresarse, a reunirse o a votar. Si la travesía de la transparencia inició en la primera transición como un rasero de actuación estrictamente federal, a lo largo de los años, y a través de reformas graduales en la misma tendencia aperturista y garantista, ha madurado en un sistema nacional que fija un mismo estándar al concierto de autoridades, partidos, sindicatos y otros sujetos relevantes que usan o administran recursos públicos. El volumen y la calidad de la información disponible se ha acrecentado notablemente en los últimos años. También las plataformas para acceder a ella. Y, por supuesto, cada vez resultan menos tolerables las coartadas de opacidad que se invocan desde el poder.

En política ningún avance es irreversible. Siempre existe el riesgo de retrocesos en derechos que se creían ya conquistados. La transparencia en nuestro país puede correr esa suerte. Simplemente no es admisible, ética y políticamente, el dilema entre austeridad y transparencia, es decir, el falso argumento de que la transparencia es un gasto frívolo y que, por tanto, esos recursos tienen mejor destino en algún otro lugar. Tampoco que cualquier modelo institucional puede garantizar de igual manera ese derecho: la experiencia sugiere que no es buena idea que el poder se vigile a sí mismo. El régimen de autonomía de lNAI ha funcionado y no hay sobre la mesa un sustituto creíble. La transparencia incomoda y, en consecuencia, se requieren cortafuegos para evitar la intromisión externa en su plena realización. Claro, si es que va en serio.

Defender la transparencia, el acceso a la información pública y el INAI no es procurar privilegios. Mucho menos, tirar el dinero a la basura. La transparencia es un derecho humano que empodera al ciudadano y un elemento indispensable para la calidad de la democracia. Las tiranías, como decía Bobbio, nacen en la invisibilidad del poder.

@rgilzuarth

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