Miasmas de Salem
Causa en Común *El autor es director general de Causa en Común
Miasmas de Salem
Juicio populista en Salem. Foto: William A. Crafts 'Pioneros en la colonización de América: de Florida en 1510 a California en 1849/Wikicommons

Atisbando entre la madeja de laberintos que siempre ha sido México, algunas cosas son más o menos claras. La más ominosa, la demolición de las instituciones y el empujón para entronizar al militarismo, al crimen organizado y a la plaza pública.

A saber qué resulte de semejante melcocha, pero vamos hoy a la plaza.

Suena bonito, los políticos las usan como testimonio de contacto popular. Aquí se vende que esa plaza, ese día, a esa hora, es “el pueblo”, y sobre esa farsa es que emerge, ahora sí, un gobierno “popular”, entiéndase “para el pueblo”.

Ya con el triunfo en la bolsa, con una prisa un poquito sospechosa, cambiaron la plaza por un palacio, edificio que se inventó para poner en escena a una monarquía. Acá se optó por un vodevil desangelado en el que los cortesanos bostezan mientras llega, con el dislate del día, la dosis de adrenalina rebajada que allá afuera esperan, adictas, “la prensa”, “las redes”, “la clase política”.

Todavía algunos observadores, programados para el azoro, llaman a eso “una gran capacidad para comunicar”; cada quién, pero la fragilidad es evidente, con o sin líder.

Ciertamente, la ausencia del caduco encanto resultó penosa (más). Sólo hay espacio para un espontáneo y, como no hay misión ni visión, y a dos años de funciones no les han dado a los actores de reparto un libreto de lo que significa el gobierno, éste o el que sea, los más sumisos, con las plazas más altas, aparecen lampareados con tanto reflector y tan poca línea.  

Ahora bien, como ya estamos en las elecciones, también es temporada de carnaval para los extras de cualquier desnivel, algunos de ellos febriles de cloaca que se sulibeyan con el desplante, el abuso, el linchamiento.

Gustave le Bon, que estudió el comportamiento de las multitudes, decía que los líderes de masas “son reclutados especialmente entre las filas de personas mórbidamente nerviosas, excitables, medio perturbadas, que están al borde de la locura.”

En ocasiones, parece que le Bon escribía un manual: “El orador que desee conmover a una muchedumbre debe emplear afirmaciones violentas, expresadas en términos abusivos. Deberá exagerar, repetir, eludir toda tentación por presentar pruebas razonables.”

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Así lo hicieron poco después nazis y fascistas, pero es algo que cualquier demagogo serio intuye. 

Aunque no sean líderes, en tiempos de “operación electoral” los gritones chiquitos tienen un encargo importante: mantener la producción de la indispensable adrenalina que, combinada con los cheques y las vacunas que la ineptitud permitan, deben prolongar la esperanza.

Es la idea, pero la plaza pública es cosa seria, y de furia veleidosa. La historia está plagada de estampas emblemáticas de paranoia sublimada en histeria homicida, catarsis de muchedumbres enardecidas.

Poco después de que un italiano descubriera América, otro intentó edificar una nueva Jerusalem; cuando Savonarola no cumplió con tan altas expectativas fue quemado en la plaza principal de Florencia.

Dos siglos después, en el XVII, en el Salem de la Norteamérica colonial, ahorcaron a 14 mujeres y cinco hombres, por brujería.

Otro siglo después, entre muchas otras cosas, también fue cacería de brujas el Terror en Francia, que terminó devorando a sus padres.

Juicios sumarios, plazas dolidas y frustradas, y el mundo criminal en lo suyo, poniendo y quitando fichas (en la elección del 2018 mataron a más de 150 políticos, la tercera parte candidatos).

Es el México de hoy. Quizá la mejor síntesis del Terror la haría Anatole France con el título de su gran novela, Los dioses tienen sed. Y, conviene recordar, también son veleidosos.

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