El sabor de las personas muertas
La presencia de su ausencia

Coordina la Red Eslabones por los Derechos Humanos, que atiende asuntos de justicia, principalmente personas desaparecidas. Es consejera ciudadana de búsqueda en la Ciudad de México, Estado de México y a nivel federal. Con estudios de periodismo, derechos humanos, derecho y otros. Facebook: Red Eslabones por los Derechos Humanos Nacional.

El sabor de las personas muertas
Foto: Red Eslabones por los Derechos Humanos


Compartimos
estas semillas en forma de palabras, como la oportunidad de conocer las sensaciones amorosas hacia los seres humanos muertos y la voluntad que despiertan para ir en su ayuda, nos enseñan desde su mundo sin vida la sorpresa luminosa de escuchar sus voces y llevarnos su sabor.

Después de largas jornadas conviviendo y conmuriendo entre ellos, cuando el “gusto” de sus variados olores agridulces mezclados se habían instalado en el paladar como depósito de nanches maduros, fermentados, ácidos y dulces, descubrimos que los seres humanos muertos no huelen, cuando pasas muchos días con ellos te das cuenta de que saben, su sabor se anida en el fondo de la garganta, en lo alto del paladar… para siempre.

Ya no son los muertos numerados, los cadáveres, los cuerpos, los restos. Se convierten nuevamente en personas. Los recordamos como la jovencita con brackets de ligas rojas; el hombre que olía a mantequilla; el pie de mujer que tenía un tatuaje amarillo de flores; el hombre con el cráneo tan blanco que casi emanaba luz; la mujer de cabello largo, con sus pulseras y pezones negros y erguidos que se resistieron por años a pudrirse y desaparecer; niños y niñas que estuvieron aplastados entre decenas de adultos: la niñita que la doctora de la fiscalía no quería revisar: “no tiene caso, ya tiene número de carpeta de investigación, es suficiente”.

¿Cómo no va a tener caso llamar a los peritos para que rescaten sus pequeños huesos de entre esa masa de tejido putrefacto? ¿Cómo no va a tener caso devolverle la humanidad a esa pequeña que se ha convertido en un amasijo de huesos revueltos en esa pasta pegajosa y blanquecina que la envuelve, que la desaparece? ¡Claro que se limpia su cuerpo! Si no, ¿entonces para qué estamos aquí? Si no es para defenderlos, para hacer que los respeten. Así la pudimos conocer por su esqueleto limpio y acomodado, la arrullamos con nuestras miradas húmedas y la hicimos respetar con amor y rabia. También enfrentamos al funcionario que dijo: “algunos no tendrán necropsia porque eran indigentes”. ¿Qué los indigentes no son personas? ¿No son sujetos de derechos ni vivos ni muertos?

Surgió el muchacho ejecutado con un disparo en la cabeza, al que no le hicieron la necropsia de ley y lo tuvieron así en el Semefo durante años sin desvestirlo, así fue llevado a enterrar. El médico que lo revisó al exhumarlo sacó con sus manos puños de huesillos de sus pies que se desbarataron adentro de sus tenis Nike rojos con blanco que tuvieron las agujetas amarradas durante años de olvido, de ultraje, de ocultamiento. Dejó de ser el “cadáver 37” para convertirse en una de las evidencias más descarnadas. ¿Qué tiene que pasar en una institución que procura justicia para que a una persona asesinada le asignen carpeta de investigación, expediente forense, llamado pericial y no se le practique la necropsia de ley? Que no le quiten ni la ropa, que lo tengan retenido sin vida durante años en el Semefo y luego lo sepulten durante más años en una fosa con características de las fosas de la delincuencia organizada. ¿Quién hizo o dejó de hacer qué para que este muchacho estuviera años en manos de la autoridad y fuera privado de sus derechos elementales de justicia? ¿Quién es, por qué lo ocultaron, a quién encubren? Y así inhumamos a varios.

En este contexto se instaló nuestra voluntad, para usar el radar que detecta trampas, donde nuestra determinación de cuidar a cada persona rescatada propició un marcaje personal de las acciones e intenciones de quienes pretendían ocultarnos algo, que querían sesgar procedimientos durante toda la inhumación y los procesos previos y posteriores.

Algunos de los empleados de la fiscalía reaccionaron hacia la sociedad civil con agresión y violencia del tamaño de su miedo, del temor de que nuestra presencia testificara lo inocultable, de todos modos no dimos un paso atrás. Ahí estuvimos firmes para recibirlos, para darles la bienvenida, para acariciarles con los ojos y hablarles, sincronizando con ellos el ritmo de nuestros latidos, hasta lograr que nuestros sentimientos reverberaran dentro de sus huecos, hasta que se filtraran entre sus tejidos porosos, hasta que el eco de nuestra presencia los despertara de la ausencia y escucharan nuestro deseo y compromiso de que vayan calmos al sitio de los muertos, mientras nosotros buscaremos a sus familias.

Convivir y conmorir con los muertos nos permitió desaprender los prejuicios hacia los seres humanos sin vida; pudimos conocerlos más allá de la vida y de la muerte, más allá de la forma y del estado de la materia de sus cuerpos.

Huelen distinto, se ven distintos a los vivos, pero siguen siendo personas como yo, como mis hijos, como mis hermanos, como mis amigos, solo están muertos de la carne. Los muertos rescatados de las fosas no dan miedo, no dan asco: dan tristeza y coraje por comprobar cómo los han tratado; dan ternura, compasión y quebranto, como encontrar un pajarito muerto que ya no podrá volar.

Las personas muertas en todas las fosas comunes que hay en México deben saber que aquí estamos lo suficientemente enloquecidos, delirantes, cuerdos, convencidos, fuertes y decididos a continuar para tratar de regresarlos a los brazos de sus familias. Mientras tanto, que se consideren adoptados por todos nosotros, que los muertos sepan que los buscamos, que nos duelen, que los queremos.

Cuando los tenemos enfrente, cuando los miramos a los ojos en el fondo de sus cuencas vacías, cuando escuchamos lo que nos dicen con sus bocas nocturnas y abiertas, cuando los inhalamos y forman parte de nosotros para siempre, los seres muertos deben saber que dan ganas de ayudarlos, dan ganas de abrazarlos, de estirar sus dedos entumecidos, de desdoblar sus brazos plegados y encogidos, y extenderlos como si fueran alas, de acomodarlos con cuidado, con respeto y consideración para que descansen, dan ganas de tomar sus manos y hablarles al oído, decirles que ya no tengan miedo, que ahora duerman.

Que el espanto de la pesadilla que los hundió en esa fosa oscura y terrible, llena de desprecio y olvido, ya terminó.

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