La transfobia es racista y colonial
El elefante en la sala

Emprendedor social, estudió economía en el ITAM y un MBA en la Universidad de Essex. Tiene estudios en Racismo y Xenofobia en la UNAM, El Colegio de México y la Universidad de Guadalajara. En 2018 fundó RacismoMX, organización que tiene como objetivo combatir al racismo mediante investigación, educación e impacto en medios. En 2021 obtuvo el fellowship de la organización Echoing Green, reconocido por ser líder global por la igualdad racial. X: @Racismo_MX

La transfobia es racista y colonial
Natalia Lane sufrió un ataque con arma blanca el pasado 16 de enero. Foto: Facebook Natalia Lane.

La activista trans y miembra del Parlamento de Mujeres de la Ciudad de México, Natalia Lane, sufrió un ataque con arma blanca el pasado 16 de enero en un hotel de la ciudad. Este hecho hace evidente que los discursos transfóbicos como el de los diputados del PAN, Gabriel Quadri o América Rangel, no están aislados y son parte de un sistema social transfóbico. Ante este hecho, varias personas activistas y organizaciones antirracistas nos posicionamos en contra de la transfobia por ser una derivación también del racismo y la colonialidad. Desde luego muchas personas se preguntaron, ¿por qué ambos conceptos estarían relacionados?

Partamos de que el término transfobia se refiere a aquellas creencias, narrativas o actos que tienen como objetivo rechazar o afectar a las personas transgénero, transexuales, o cuya expresión de género no corresponde con los roles tradicionales de hombre o mujer. Previo a la llegada de los colonizadores europeos a este continente, la concepción del sexo y el género en las sociedades originarias era muy diferente y, aunque sí había algunos roles que las personas debían cumplir, estos eran distintos y diversos a aquellos implementados en la Europa medieval.

Para el momento de la colonización, en Europa la sociedad y el pensamiento ya llevaban siglos de estar ordenados mediante los valores cristianos y el binario de género: femenino y masculino. Con la invasión europea, comienza la imposición de dichos valores (cristianismo, imperialismo, patriarcado) a las sociedades originarias. Conforme avanzó el poder del pensamiento ilustrado y moderno, la imposición del habitus europeo en el “nuevo continente” ya era una realidad y se había establecido como norma y aspiración a la vez. A esto es a lo que el sociólogo Aníbal Quijano llamó “colonialidad”.

Sin embargo, el gran salto de la colonialidad sucedió en el siglo XIX, cuando la ciencia europea se convirtió en sinónimo de supuesta verdad irrefutable, a pesar de estar plagada de sesgos, prejuicios e intereses de poder. Fue en este siglo que los científicos (biólogos, antropólogos, etc.) comenzaron a medir los cráneos o el grosor de los labios y a clasificar a las personas en grupos poblacionales (indios, negros, aceitunados, amarillos, blancos, mestizos). Pero lo más grave de todo fue que esta ciencia pretendió no solo describir “objetivamente” los cuerpos, sino dictar normas sociales y de conducta sobre ellos. Es en esta época cuando surgen las narrativas biologicistas, en donde la realidad biológica debía estar por encima de las realidades sociales y de conducta, sin tomar en cuenta que las personas somos mucho más que nuestra biología.

Fue en esta época también que la ciencia proveyó las ideas “científicas” para justificar el racismo y estableció jerarquías entre las “razas”; cuáles eran menos inteligentes o capaces que otras (normalmente las africanas) o cuáles tenían tendencia a la delincuencia (en México, las personas indígenas). Desde luego, había otras más tendientes al arte y a las ciencias (los europeos, claro está). En esta misma lógica, la ciencia determinó quién era hombre y quién era mujer, exclusivamente por sus genitales, e impuso además conductas “morales” y roles a cada uno de los sexos. Como diría le activista Alok, “esta perspectiva fue parte de un plan más grande de supremacía blanca y orden racial en el mundo, en donde se suprimirían otras identidades y otras razas”.

Desde luego, ninguna sociedad tan compleja como la de México daría gusto a esta visión reduccionista de las personas, por lo que la “ciencia” comenzó a querer ordenar todo en pos del “orden y el progreso”. Surgieron hospitales psiquiátricos para “arreglar” a las personas que no entraran en esta lógica científica (el más famoso en México fue La Castañeda en donde había mujeres, homosexuales, personas trans, indígenas, etc., en fin, todas las personas consideradas “desviadas” de la norma social). Además, es cuando toma auge la “eugenesia”, una pseudociencia y creencia política que establece que, mediante las mezclas correctas (léase, con la raza blanca), se mejoraría la especie humana, y se eliminarían los vicios de las razas inferiores, llevando a una mejora social y económica (Hitler fue gran seguidor de esta creencia). La Sociedad Mexicana de Eugenesia para el Mejoramiento de la Raza se fundó el 21 de septiembre de 1931, con 130 miembros, científicos y médicos, y se caracterizó por su cercanía al círculo político en el poder y las autoridades de salud pública, y estuvo irremediablemente relacionada a la ideología del mestizaje y a la aspiración a la blanquitud (cásate con un blanco para mejorar la raza). Es en la misma lógica biologicista europea que las identidades trans –así como características de los grupos raciales sometidos– fueron vistas como una enfermedad.

Es por ello que la transfobia tiene un importante componente colonial, a partir de la imposición de visiones biologicistas decimonónicas que intentaron suprimir y estigmatizar otras formas de ser que habían existido antes de la expansión europea en el mundo, y que además están típicamente encarnadas en cuerpos no-blancos. Un ejemplo son las personas muxes en Oaxaca, que son personas asignadas varones al nacer que viven y visten como mujeres, siendo concebidas como un tercer género en la sociedad zapoteca del Istmo de Tehuantepec, además de tener una relevancia cultural importantísima en esa región del país. Casos similares son las hijras en India o las personas Dos Espíritus (Two-spirited), nativas de América del Norte, que viven con los patrones de masculinidad y feminidad al mismo tiempo y son vistas como personas con dos espíritus que ocupan un cuerpo. Todas estas personas ocupan un lugar importante y respetable en sus comunidades, sin embargo este tipo de identidades trans y no binarias han sido históricamente amenazadas por ideas racistas y biologicistas surgidas en Europa y que han permeado en el imaginario. Por ello, decimos que las visiones transfobicas tienen un gran origen colonial y racista.

Hoy la ciencia ya aceptó que, además de que las razas no existen, la mirada biologicista para entender la naturaleza humana es insuficiente y limitante. Los roles y expresión de género han ido cambiando conforme cambia la sociedad, la economía y la tecnología. Además, las personas trans y no binarias ya pueden acudir a la medicina contemporánea para comenzar su proceso físico de transición, sin mencionar que las distintas identidades son reconocidas por instrumentos de derechos humanos en el mundo. Sin embargo, la mirada colonialista y racista –muy asociada a corrientes reaccionarias de derecha– insiste en ordenar a los cuerpos y asignarles una categoría y con base en esta asignación, instruir a qué derechos pueden acceder y a cuáles no. Por ello, es muy importante que los movimientos antirracistas tengan un entendimiento más amplio de las ideas colonialistas que siguen vigentes –como la transfobia– y las opresiones que de ellas se desprenden.

Esto con el fin de tener una defensa de derechos más integral que realmente sea decolonial, de lo contrario, será muy difícil combatir el racismo y otras formas de discriminación sistemática.

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