Alfombra fúnebre para un pueblo
Friso corrido

Promotora cultural, docente, investigadora y escritora. Es licenciada en Historia del Arte y maestra en Estudios Humanísticos y Literatura Latinoamericana. Ha colaborado para distintos medios y dirige las actividades culturales de La Chula Foro Móvil, Mantarraya Ediciones y Hostería La Bota.

Alfombra fúnebre para un pueblo

Vulnerable, la vida verdadera, 

como un poema a punto de nacer

verdadero.

Vulnerable, la vida, cuyas aristas,

ávida,

a veces has rozado,

viene a orearnos la hora nona,

la del alma y el sueño,

busca reposo en vano en aquel punto.

El peso que le otorgues

en la balanza última

te será reclamado.  

Ida Vitale

Hoy me reclama el peso de la muerte de dos niñas. Porque eso eran Jalix y Maicha Pamela. Dos niñas asesinadas en Temoaya, localidad del Estado de México. La vida de todos los seres humanos es vulnerable desde el instante en que es vida, pero no tiene por qué serlo más por ser mujer. Por ser una mujer mexicana con la mente abierta a la dicha. Ellas aún no rozaban siquiera el goce de la existencia, de haber cuajado su personalidad o su ser en el mundo y murieron de la forma más terrible, con el mal frente a los ojos y el desasosiego en el pecho, con el peso encima de la traición de una patria que no lo es más porque todo lo que se hubo tejido alguna vez para la construcción de un proyecto de nación, se desmorona con cada asesinato perpetrado contra ciudadanos que no la debían, pero sí temían por su vida en una federación sin justicia y sin estado de derecho: con el olor fétido de lo siniestro embriagando a todos en tanto seres sintiendo. 

Un día fui a Tomoaya buscando un tapete que, al llegar ahí, no pude pagar. Tuve que conformarme con una carpeta de mesa pequeña que lucía un patrón geométrico de lana colorida, pieza de enorme belleza elaborada en una casa familiar que llevaba más de treinta años continuando con esa tradición de tejido artesanal indígena. La sala de la casa estaba completamente cubierta con decenas de piezas que iban del color liso, a la rigurosa simetría formal de patrones de iconografía otomí, cora y huichol repetidos con enorme armonía, pasando por ocasionales diseños con señas de identidad un tanto más patrióticas o nacionalistas. La lana repicaba en las yemas de los dedos y juntaba la unidad de cada filamento hasta producir una superficie mullida de la más delicada espesura, trama perfectamente anudada hilo por hilo, con la huella viva de la artesana otomí (porque son principalmente las mujeres quienes se dedican a la elaboración de ayates y otros tejidos) que dejara el aura de su presencia ahí. Era, cada uno, una huella del espíritu de un pueblo ancestral, sobreviviente al cataclismo de la civilización moderna, que había hallado dignamente su cauce en la ferocidad de un capitalismo rampante, excluyente de todo lo periférico o disímbolo, a través de la producción de belleza de altos vuelos. 

No te pierdas:Misterio mitocondrial

Una vez que leí sobre Jalix y Maicha Pamela, mi pequeña carpeta no pudo ser más un minúsculo túnel hacia el mundo prehispánico heredado de mano en mano y volcado en la sala de casa como una reliquia viva del pasado, sino que se tiñó con la sangre de dos niñas inocentes, cuyo rastro ahora no se aparta de mi vista. Por eso no podía abstenerme de escribir sobre ellas, sobre ese tapete manchado que quiero sacar al sol, no para secar la sangre y desecar la memoria del dolor, sino justamente lo contrario: para fijar su color carmesí y clamar justicia, poner frente a la pupila el duelo de un pueblo enlutado desde hace ya tanto. No pido consuelo. Exijo justicia por la muerte de miles de mujeres que son asesinadas en esta tierra, en mi país de larga pena, de dolor sin tregua. Porque no han desaparecido: han sido arrojadas a la muerte, al vacío de la desmemoria de un estado fallido. 

El tejido otomí anudado rítmicamente, a golpe de mano y mazo, está hoy marcado por la negrura seca de la historia de un pueblo desmoronado, resquebrajado, que desmontó la fábula de la posibilidad de engarzar una nación de contrastes sojuzgados. Nación desmembrada y niñas descoyuntadas como diosas Coyolxauhqui sin mito religioso que les confiera estatura sagrada, sino con el horror de un país anochecido, con la historia cortada y las flechas del norte apuntando al vano del sinsentido. El arte no permanece ileso o inalterable a su contexto. Es también mancillado, destruido o resignificado por el hórrido entorno que lo produce y lo interpreta: mi pequeño textil de Temoaya y todo lo que se produzca en esa tierra, está, de aquí en adelante, enlutado y ensangrentado por el asesinato de dos niñas salvajemente violentadas, a quienes se les arrancó la posibilidad de tejer alfombras o hacer cualquier otra cosa con su vida, ultimadas en su propia casa por el sólo hecho de estar vivas. El arte no puede leerse aislado, por eso hoy cubre los féretros postrados en la mesada y las tumbas que se alzan como mausoleos en memoria de todas las posibilidades extirpadas a una vida que a penas comenzaba: los tapetes hoy son plegarias, entramado de rezos que se multiplican en cientos de ecos, trama y urdimbre de estruendoso silencio. Los textiles más bellos anuncian la hora del derrumbe: la melena de la patria trasquilada y la historia desollada exhibiendo su verdadera cara: la de la pena más álgida, llaga incurable de una nación terminal porque ha ultimado la esperanza de su infancia. 

También así ha de leerse, sentirse y revisarse el arte. Desde el dolor. Lo contrario sería negar la realidad, descontextualizar absurdamente un producto que no es otra cosa más que profusión humana. Negar el entorno implicaría cubrir de oropel y falsedad al espejo de un pueblo, estrellándolo en pedazos que no harán más que reflejar el engaño. Entonces, no será exagerado ni prematuro decir que el arte que se produzca en México hoy, sea cual sea su naturaleza, ha de verse a través de un microscopio con la lente empañada de llanto y teñida por el rojo parduzco de la sangre de un país que pide a gritos ser rescatado. 

Síguenos en

Google News
Flipboard