Más que una linterna mágica
La terca memoria

Politólogo de formación y periodista por vocación. Ha trabajado como reportero y editor en Reforma, Soccermanía, Televisa Deportes, AS México y La Opinión (LA). Fanático de la novela negra, AC/DC y la bicicleta, asesina gerundios y continúa en la búsqueda de la milanesa perfecta. X: @RS_Vargas

Más que una linterna mágica
Foto: Bence Szemerey/Pexels.

Sin duda, algunos de los recuerdos más felices de mi infancia están asociados con las salas de cine. Hace unas semanas recordé cuando me llevaban al Continental a ver películas de Disney. Además de ese, había otro “castillito” en la Ciudad de México, era el Cine Lindavista, en Insurgentes y Montevideo.

Las primeras películas que me llevaron a ver a una sala de cine fueron Tiburón (Jaws, 1975) y King Kong (1976), la de Jessica Lange. Cuando vivíamos en Torres de Mixcoac, mi mamá nos llevaba precisamente al Cine Mixcoac, una sala mugrosa y llena de cucarachas en la calle de Tiziano, donde en las funciones de permanencia voluntaria veíamos películas de Jackie Chan y Bruce Lee.

Por aquellos años, con mi mamá frecuentábamos el Cine Jalisco y el Ermita, en Tacubaya donde vimos, entre otras cintas, Rocky III. Otras salas a las que nos gustaba ir regularmente eran el Manacar y el Sogem, de San José Insurgentes, donde siempre proyectaban las películas de Bud Spencer y Terence Hill.

Pero si hay un cine que me recuerda mi infancia es la Linterna Mágica, que estaba en la Unidad Independencia, en San Jerónimo. Aunque no nos quedaba tan cerca, era una sala que frecuentábamos. Ahí vi, entre otras, Superman II, La Guerra de los niños (con Parchís), El Chanfle 2, E.T. y lloré desconsoladamente con Trofeo a la vida, la película basada en la trágica historia de Joey, el hermano de aquel corredor de Penn State y Los Ángeles Rams llamado John Capelletti.

La primera vez que fui al cine solo con mis amigos fue en las vacaciones de verano de 1983, cuando terminé la primaria. Con Edson y el “Jirafa” fuimos a la Plaza de los Compositores, donde hoy es la Cineteca Nacional, a ver Los cazadores del arca perdida; otra película que vi con esa banda fue Tron, en el esplendoroso Cine Manacar, una sala tan grande, que justo debajo de la pantalla tenía una rampa en donde corríamos y rodábamos cuesta abajo antes de que se corriera el telón.

En la secundaria, muchas de mis salidas al cine estaban asociadas con las famosas “idas de pinta”. Mis vecinos, los Estrada, me llevaron al Cine del Pueblo donde, por un pequeño soborno al viejo de la puerta, nos dejaban pasar a ver películas de ficheras. En aquella rústica sala de Calzada de La Viga eran frecuentes las peleas entre chicos de diferentes secundarias. Recuerdo particularmente una, pocos días antes de un 15 de septiembre, en la que volaron pedazos de butacas, “palomas” y “cañones”, pues afuera del cine había vendedores de cuetes. Otra vez, mientras caminaba con el uniforme gris y verde de la secundaria sobre Canal de Miramontes, se detuvo el auto de mi papá. Después de un imponente “¿qué hacen afuera de la escuela, cabrones?” y cuando todos esperaban una reprimenda, mi papá me dio dinero para que invitara a mis amigos a ver Loca academia de policía. En Coapa estaban el Cine Brasil y el Copacabana. Sí, donde hoy está la famosa taquería, alguna tarde vi El despertar del diablo y Me enamoré de un maniquí.

De niño, cuando ojeaba la cartelera cinematográfica, siempre me llamaron la atención las funciones de medianoche en las que proyectaban películas como Emmanuelle, con Sylvia Kristel, o soft porno italiano. Era tabú hablar de esas funciones, pero supe que mi papá y algunos vecinos del edificio donde vivíamos, allá en Mixcoac, acudían con frecuencia. Por cierto, la única película porno que vi en un cine fue Las profesoras del amor, una cinta de 1993 que se anunciaba como “la primera película porno hecha en México”. Gabriel Lara y yo nos metimos al cine Dolores del Río a ver a Velma Collins, una tarde en que nos “volamos” una clase de Teoría Política, del ITAM.

Las dulcerías de aquellas viejas salas de cine no eran nada parecido a lo que conocemos ahora: palomitas rancias, gaznates, dulces tres veces más caros que en la calle y copas de Helados Holanda, esas de vainilla con una base de mermelada de fresa. Eso sí, las barras eran gigantescas, como la del Cine Francisco Villa, en La Viga, donde hoy es el Circo Volador. Aquella sala de cine donde mi tía Martha me llevaba a ver películas de la “India María” era tan grande, que se convirtió en una sala de conciertos donde he visto bandas como Lamb of God, Napalm Death y Kreator, y a donde regresaré en unas semanas para ver una vez más a Cannibal Corpse.

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