La Singer 1886
Friso corrido

Promotora cultural, docente, investigadora y escritora. Es licenciada en Historia del Arte y maestra en Estudios Humanísticos y Literatura Latinoamericana. Ha colaborado para distintos medios y dirige las actividades culturales de La Chula Foro Móvil, Mantarraya Ediciones y Hostería La Bota.

La Singer 1886
Foto: Yolanda López, de la serie La Virgen de Guadalupe, 1978.

 A mi madre

Lo de más es la vida;

lo de menos, su escritura.

La vida como sea,

como aparezca,

a como dé lugar,

aunque se pudra allende la historia,

allende la sabiduría;

allende las punzadas del deleite,

allende la salud,

esa gnosis misteriosa.

Pura López Colomé

La máquina de coser de casa era un tesoro familiar, mucho antes de que se pusieran de moda los aparejos antiguos. Siempre ha sido una especie de baluarte de la feminidad consanguínea que tanto nos enorgullece. En la parte de atrás, una placa asienta la fecha de su fabricación, por cuenta de la empresa Singer: marzo de 1886. El señor Manuel Galván la regaló a sus hijas cuando cumplieron 15 años, para que pudieran coser ajuares, blancos y ropa familiar: para que tuvieran oficio, provecho y fueran mujeres de bien, listas para el matrimonio y la comandancia de un hogar. Una de esas niñas era María de los Ángeles, mi bisabuela. La herencia dejada por su madre fue destinada a la educación en colegios privados de Estados Unidos, de las hijas del segundo matrimonio de Don Manuel. O sea, se bailó a las primeras, para darles a las segundas, pero las “dotó” con una buena máquina de coser, un aparato que ni él mismo hubiera sospechado que llegaría a pleno siglo XXI y serviría de recoveco a su tataranieto en los juegos de las escondidillas. La cosa es que María de los Ángeles, unos años más tarde, se enamoró y el susodicho fue a pedir su mano (siempre me ha producido horror imaginar que un hombre suponga pedirla a una como si fuera un objeto en venta pero, además, que sólo se pida la mano, como maniquí desconchavado). Por su puesto, Manuel Galván negó la mano de su hija por creer que el fulano no era conveniente para ella, ni para el apellido de la familia: era un burro cargado de pesos, argumentaba.

María de los Ángeles se casó en Zacatecas años más tarde, bastantes más para la época. Ella misma cosió su ajuar nupcial en la Singer de 1886, además de toda la ropa de cama bordada con las iniciales de ambos, que acompañaría a los recién casados reinstalados en Durango, pues don Carlos, el nuevo marido, trabajaba en el ferrocarril y se le requería en Ciudad Lerdo. Sospecho que a Carlos nunca lo amó, pero hizo de tripas corazón y formó una familia con él, porque era un buen hombre. De la destemplada unión nacieron Conchita, Manuelito —que murió de meningitis pasado el primer año- y mi abuela, María de Jesús. A los recién casados, sin embargo, estando todavía en el noviciado del matrimonio, los asoleó la Revolución Mexicana y tuvieron que huir, de regreso a Zacatecas. Cerraron bien la casa de Lerdo y se fueron con lo puesto y unas cuantas pertenencias, a arrimarse con familiares. De un día para otro, el dinero que tenían en un baúl ya no valía nada, porque, entre ires y venires de villistas, zapatistas, maderistas y huertistas, haciendo enjuagues políticos y cambiando la moneda un día sí y al otro también, vieron esfumarse sus modestos ahorros. Sin un quinto para vivir y con el país disuelto por la tragedia, tuvieron que regresar a Durango. Con una mano atrás y otra adelante, volvieron a Lerdo y, al abrir las puertas de su casa, se encontraron con que los villistas la habían vaciado: se llevaron a las dos jovencitas de la servidumbre, vajillas, trastos y cuanta cosa de valor encontraron. La máquina de coser, sin embargo, no la pudieron cargar: estaba arrumbada a la mitad del patio con piso de tierra y aljibe al centro, sirviendo de entretenimiento a las gallinas que se paseaban muy orondas por arriba de ella. Lo otro que se arrastraba por el patio, entre polvo y estiércol de gallina, era el vestido de novia que María de los Ángeles había cosido, presagio de que su matrimonio no dejaría de estar en jaque y de que ella nunca sería una mujer feliz. Las vecinas le contaban a la desdichada María que los villistas, por más que intentaron trepar la máquina a un caballo, nunca pudieron con ella y la aventaron ahí, dejándola para el largo porvenir que aún le esperaba, un desfile insospechado de agujas, hilos y telas. Todavía en ella, María de los Angeles cosió el ropón funerario de su pequeño, el sencillo ajuar nupcial de su hija mayor y el vestido de primera comunión de mi abuela, quien tomara el sacramento a escondidas, en plena Guerra Cristera, con el eco del célebre grito de paredón “Viva Cristo Rey”.

Años después, María de los Ángeles se quedaría viuda, con dos hijos muertos, uno de pequeño y la mayor contagiada de sífilis por un marido golpeador y mujeriego, y con una nieta huérfana de 4 años: Yolanda. Mi bisabuela, mi abuela María de Jesús de 13 años y la pequeña Yolanda, se trasladaron a la Ciudad de México con unas pocas ropas, un reducido menaje de casa y la Singer de 1886. María, la hija, comenzó a trabajar en lo que pudo: haciendo suajes, atendiendo en una pastelería entre desmayos por anemia, montando hilos y, finalmente, como telefonista para una compañía vasca, donde habría de conocer a quien sería mi abuelo. María de los Ángeles pasaría el resto de su vida frente a la máquina de coser. Pienso en ella como la mujer de la pintura de Hoper, aislada, frente a una ventana que daba al bosque de Santo Tomás, sumida en sus rezos y pensamientos piadosos, siempre temerosa de Dios y encomendándose a toda la corte celestial para que no subieran la renta y Yolanda no se metiera en problemas, como ya iba siendo costumbre. En un inicio colocó, en la puerta del edificio donde alquilaban una pequeña vivienda para las tres, un letrero que anunciaba “Se cose ajeno”. Su clientela era reducida pero constante, porque se sabía que era una mujer seria y muy bien hecha, educada a la antigüita en los menesteres de la costura. Pero después, nada. La gente comenzó a comprar la ropa y sábanas en grandes boutiques y a nadie le interesaba bordar prendas con monogramas o hacerse camisones, fondos, medios fondos, medias, faldas y sobre faldas. Sin embargo, pronto tuvo una nueva labor: coserle ropita, uniformes, camisones y hasta compresas femeninas, a sus dos nietas y el favorito, un nieto que fue la luz de sus ojos, aunque al final de su vida, por la demencia, no lo reconociera más.

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Estando en la escuela secundaria, mi madre María de Lourdes eligió, precisamente por amor a la Singer 1886, el taller de corte y confección como oficio alternativo a la ya elegida profesión magisterial. Como no había dinero para minifaldas, palazzos y vestidos a gogó, ella aprendió a confeccionarlo todo y vistió a la máquina de psicodelia al ritmo de Los Beatles e In-A-Gadda- Da-Vida. Duró poco el encanto: Lourdes sustituyó la máquina por el microscopio y, aunque eventualmente cosía y enmendaba algo suyo o del resto de la familia, la máquina se usaba allá de vez en nunca. Mi abuela, ya jubilada, la reanimaba esporádicamente para hacer dobladillos, bastillas o alguna reparación sencilla como pero, en general, la Singer fue convirtiéndose en una especie de catafalco, siempre cubierto por una tela café que yo, de niña, miraba con

 miedo porque imaginaba que dentro de aquello estaba la tumba de Manuelito, el pequeño muerto en Durango, de quien se conservaba una hermosa pero esperpéntica fotografía mortuoria, joya que los niños de la familia, ya en los años noventa, veíamos morbosamente con la piel del pescuezo erizada, escondidos debajo de la bendita máquina. Para mi fortuna, ocasionalmente, la funda café era retirada para bajar el dobladillo del uniforme y yo contemplaba aquella belleza con perplejidad: el color negro bruñido del cabezal, los detalles dorados que evocaban un aire señorial, la elegancia de la sobria tipografía, la manivela pulida por el uso, la sinuosidad de sus formas que, más que industriales, parecían una pieza de decoración art déco. Y la magia: los cajones que se abrían revelando el misterio de hilos, carretes y agujas pero, sobre todo, la pequeña compuerta donde mi madre con pericia ceñía la banda y la extensión de la mesa que, si no se ajustaba hábilmente, podía atentar contra la integridad de los dedos de quien osara montarla. Y, finalmente, el pedal de hierro hermosamente forjado que, una vez que mi madre se sentaba a coser, emitía un ruido metálico inigualable, ensordecedor pero rítmicamente ejecutado por los pies y acompasado por la operación del maneral. Me parecía estar ante la ejecutante de una melodía que, junto con el estrépito de olla express, decían todo lo que mi hogar era, en lo más profundo y genuino: cocción a tope, impetuosa locomotora de alta tensión amorosa. Era una verdadera poesía ver a mi madre o a mi abuela operando aquel joyel venido de 1886 desde Durango, a pesar de todos los pesares. Si corría con suerte yo era llamada al privilegio de unirme una la genealogía de mujeres intuitivamente costureras pese a no saber nada del oficio. Bastaba con escuchar el “Beba, venga présteme sus ojos para poner el hilo, pero no vaya a romper la aguja porque me deja sin máquina”, exclamado por la voz desgañitada de mi abuela. En esos momentos, sabía que era parte de algo importante: de la historia de mi familia y, valga decirlo, de un país entero.

Hoy la máquina es una alhaja familiar que no opera más porque la banda perdió tirantez y no existen refacciones. Logramos restaurar tres de sus cuatro tiradores dorados con diseño labrado, pero falta uno más y esa imperfección recuerda lo fundamental: que estamos ante un artefacto vivo, sobreviviente de la historia, testigo del devenir de una familia, otrora sostén del hogar y elemento fundamental para salir avante en los tiempos de mayor carencia. María de los Ángeles, María de Jesús y María de Lourdes, compusieron uno de los relatos más bellos que, como tantos más, hilvanaron y zurcieron a la clase media de un país siempre en resistencia: hicieron de un obsequio machista, un arma de lucha absolutamente femenina. La asociación con el tríptico de la artista chicana Yolanda López es inevitable. Los hogares, receptáculos de las pequeñas narrativas domésticas que dan verdadero sentido al gran relato histórico, se sostuvieron con mujeres que, como ellas, con máquina de coser, estufa, máquina de escribir, pluma, línea de producción o cientos de formas más para chorrear sudor de su frente, aglutinaron el patrimonio sentimental, social y cultural de una nación. Esas son las historias que hoy debemos recuperar y no los montajes políticos o los relatos mediáticos fabricados, porque en nuestras familias está la auténtica verdad histórica: lo que nos salvará como país y proveerá el valor necesario para reconocer quienes fuimos, combustible elemental de quienes podemos ser.

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