Pedro Palma: un obituario para nosotros
Zinemátika

Escribió por una década la columna Las 10 Básicas en el periódico Reforma, fue crítico de cine en el diario Mural por cinco años y también colaboró en Reflector, la publicación oficial del Festival Internacional de Cine en Guadalajara. Twitter: @zinematika

Pedro Palma: un obituario para nosotros
Pedro Heliodoro Palma. Foto: Jorge Delgado

¿Cuánto tiempo se necesita para conocer a una persona? Eso depende. Si se trata de alguien bien dispuesto, abierto y generoso, como la tierra que no se cansaba de alabar, bastan apenas unas horas. Así era don Pedro Heliodoro Palma, el guía de turistas asesinado en Cerocahui, Chihuahua, al que conocí en un viaje realizado del 2 al 5 de junio de 2022, con motivo del regreso de la NASCAR México al autódromo El Dorado de Chihuahua.

Es difícil para un periodista viejo, como el que les comparte esto, imaginarse a ese buen hombre muerto. No es posible que alguien que amaba a su tierra con ese amor tan franco, que platicaba sobre la sierra, que nos explicó con tanto detenimiento y cariño la historia de Chihuahua a través de murales y sabores, esté muerto.

No puedo presumir de haberlo conocido mucho: compartí un viaje de trabajo junto a otras nueve personas y tuve la gran suerte de contar con la guía de dos personas enamoradas de su estado, contentas con sus vidas: doña Rita Meraz y don Pedro Heliodoro Palma.

A la gente buena se le conoce en la mirada, en cómo ve la vida. Y ver a don Pedro vernos trabajar, estar siempre atento a cada detalle, hablar de datos, fechas, pasajes históricos y gente sin pedantería, con la naturalidad con la que suele compartir la gente del norte, era ver una persona, como dijera Antonio Machado, en el buen sentido de la palabra, buena.

Nunca lo vi dudar: la historia que contaba, el comentario que hacía, siempre era el adecuado en el momento correcto. Con sapiencia y paciencia, logró compartir su amor por la sierra, por esa excursión al Chepe que ya me estaba saboreando y que jamás se podrá realizar, al menos no bajo su tutela.

Apenas al segundo día de conocerlo, nos habló de sus hijos. De cómo fue la pedida de mano de uno de ellos, del lugar que teníamos qué visitar para comer uno de los mejores cortes de carne de la ciudad. También nos habló de su propia boda, de lo bonita que es la catedral de Chihuahua, con uno de los órganos más grandes de América Latina.

Y ese es otro síntoma de una persona buena: siempre está cerca de su familia. Nos habló del sotol Bura, que produce su hijo, que no pudimos probar porque todo ya estaba camino de Barcelona, a ganarse aún a más personas en el otro lado del mundo. También se detuvo a un lado de la carretera, durante nuestra visita a Santa Isabel, para comprar productos estadounidenses que ofrecían en una camioneta. “Es lo que nos gusta en la familia”, me dijo.

Siempre me he considerado una persona afortunada, por la cercanía que a veces la gente genera conmigo. Sin muchas palabras, ni pláticas, creo que logré generar un poco de confianza con don Pedro, quien me mostraba las panorámicas de Creel en invierno, los caminos nevados de Chihuahua, la sierra, su sierra.

“Tienes que ir, aunque no sea de trabajo”, me dijo. Y lo hizo con tanta franqueza, con tanta humildad y, al mismo tiempo, con tanto orgullo, que no cabía duda que no estaba vendiendo ninguna experiencia: solo estaba compartiendo aquello que él mismo disfrutaba, que era su propia vida. Y, claro, solo la gente buena hace eso.

Cada una de las cosas que probamos en el viaje, le evocaba recuerdos. Parecía que, a pesar de la enormidad del estado de Chihuahua –está habitado por más de 5 millones de personas y ocupa el 13% del territorio nacional–, conocía a todo mundo y de todos se expresaba bien: lo mismo de los menonitas que hacían los quesos, que de los productores de manzanas, que de los nogales dispersos en el territorio chihuahuense.

Sus viajes a la sierra no solo incentivaban el turismo: ayudaban a las comunidades de la región, necesitadas de apoyo, pero no solo se quedaba en eso: también llevaba despensas a las familias de la sierra, porque compartir era algo que hacía muy naturalmente.

En su rostro se veía esa luz que desprenden las personas satisfechas con su vida, las personas que saben compartir lo mejor con los desconocidos, que no esperan nada malo. Esa luz que jamás tendrá su asesino, nuestro asesino.

Porque, quizá no lo ha notado, querido lector, pero nos estamos muriendo. Nos están matando a la gente buena, a la gente que podría enamorar con sus experiencias a quienes visitan este país sufridor y sufrido, a la gente que ayuda.

Mientras veía las imágenes en la televisión, este 21 de junio, trataba de no creerlo. Trataba de pensar en las cosas buenas, en los comentarios positivos, en las fotos que aún no comparto. Pero nos lo mataron y también nos mataron a otros dos buenos hombres, quienes querían pedirle compasión a las hienas.

Pero las hienas no tienen corazón, porque por más que se les abrace, por más que los políticos los consideren “humanos”, hay algo en ellos muerto, hay algo en ellos que les apesta el alma. Qué maldito coraje, qué incontenible rabia contra quienes nos gobiernan y no, paciente lector, no me refiero a los políticos, sino a usted ya sabe quiénes.

El gobierno del estado de Chihuahua lo confirmó como una de las víctimas del ataque. No se sabe nada más porque, en este país, parece que las autoridades solo sirven para llevar el marcador de las muertes, parece que nada más es su responsabilidad. En ese momento sentí la rabia ante la muerte que sintió Miguel Hernández cuando escribió su Elegía a Ramón Sijé, pero también una frase sin sentido que escribí en un poema de hace muchos años: jamás la inminencia de la muerte nos quitará la certeza de la vida.

Tal vez sea un consuelo tonto, pero prefiero contentarme con las buenas anécdotas. Y hay una especie de maldición/bendición conmigo: siempre que viajo fuera de la Ciudad de México, llueve a donde llego. Cuando llegamos a Chihuahua, que ha sufrido el rigor de la sequía, estaba lloviendo.

“Se me hace que vamos a traernoslo para acá”, dijo, risueño, don Pedro, quien no está muerto, porque la gente buena no puede morir; está en cada rincón de Chihuahua y estará en las cosas que yo cuente y recuerde sobre ese lugar mágico.

Que descanse en paz don Pedro Heliodoro Palma y, hoy más que nunca, que Dios se apiade de nosotros. Goian bego.

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