El niño que fui
La terca memoria

Politólogo de formación y periodista por vocación. Ha trabajado como reportero y editor en Reforma, Soccermanía, Televisa Deportes, AS México y La Opinión (LA). Fanático de la novela negra, AC/DC y la bicicleta, asesina gerundios y continúa en la búsqueda de la milanesa perfecta. X: @RS_Vargas

El niño que fui
Foto: Especial

Si el futbol es como decía el escritor español Javier Marías, “la recuperación semanal de la infancia”, la mía se prolongó durante 50 años. Muchos de los mejores recuerdos de mi infancia están asociados al balompié. Pero no al de las superestrellas y los estadios llenos, al de las camisetas y los botines carísimos, los partidos por televisión y las revistas, sino al de las cascaritas callejeras, los abrazos con los compañeros ocasionales de equipo, las ventanas rotas a pelotazos y las rodillas peladas por las caídas en el asfalto. Mis hermanos y yo nunca jugamos al futbol de manera organizada, es decir, en un equipo, pero antes de jugar futbol americano, pateábamos pelotas como cualquier niño en los jardines y estacionamientos de Torres de Mixcoac en la Ciudad de México.

Eran los años del predominio del Cruz Azul y mientras mis compañeros de la primaria y mis vecinos soñaban con ser Miguel Marín, Carlos Eloir Perucci o el “Wendy” Mendizábal, mis primeros ídolos eran el “Gonini” Vázquez Ayala, un tal Hugo Sánchez y un portero infame llamado Jorge Marcín, a quien trataba de emular cuando vestía el uniforme de guardameta que me había regalado Santa Claus. Mis primeros botines de futbol fueron unos Panam negros con amarillo imitación Puma, los mismos que calzaba la mañana en que me entregaron el primer lugar en lectura en la Escuela Eva Sámano de López Mateos, en Tultitlán, Estado de México. Hasta la canchita de futbol fue mi maestro, Juan Carlos Garibay, para llevarme, sudoroso, a la premiación.

El futbol fue, en aquellos años felices, el puente para establecer nuevas relaciones con otros niños, como los vecinos de mi abuela Enriqueta, en Balbuena, o con los nuevos vecinos cuando nos cambiamos a la colonia Avante. Aunque apenas cruzábamos saludos con algunos, esos interminables partidos callejeros terminaron por romper el hielo. Con dos hermanos y dos primos con los que la diferencia de edad no sobrepasaba los tres años, no necesitábamos más para armar una reta en el parque de la colonia, aunque regularmente jugábamos “gol para” entre nosotros, tres contra dos. En esa época nunca imaginé que, años más tarde, el futbol, desde los medios de comunicación, se iba a convertir en mi modus vivendi

La bicicleta también fue (y es) un elemento central en mi vida, desde aquella anaranjada que me regaló mi abuelo a los cuatro años, hasta las de montaña que me compré mucho tiempo después. En esos felices veranos del final de mi infancia, los Vargas, Paniagua y Echauri, todos con el Ríos como segundo apellido, a los que sumamos a Rodrigo, “La Torta”, nos la pasábamos pedaleando de aquí para allá, las noches de sábado para ver los arrancones en Calzada de Las Bombas o durante las mañanas para ir a remar con el equipo de la Marina en la pista olímpica de Cuemanco. Fueron nuestros años maravillosos, cuando nada nos preocupaba, cuando pensábamos que nada ni nadie nos podía detener. Cuando soñaba con ser Tom Sawyer y tener una novia llamada Becky, cuando Selecciones de Readers Digest era mi lectura favorita y mis hermanos y yo moríamos de risa con las películas de Bud Spencer y Terence Hill, cuando mi papá era mi superhéroe favorito, sin importar que muchos fines de semana no tuviera ganas de salir a patear una pelota con nosotros al parque.

Decía el poeta Juan Gelman que la infancia es una patria que nunca se abandona, quizá por eso, muchas veces reconozco en mí rasgos de ese niño que fui, al que quiero abrazar este domingo.

Síguenos en

Google News
Flipboard
La-Lista Síguenos en nuestras redes sociales