España y el racismo hipodérmico
Erre que erre

Licenciado en Periodismo y Medios por el Tecnológico de Monterrey y Máster en Teoría de la Cultura y Psicoanálisis por la Universidad Complutense de Madrid, España, país en el que radica actualmente desde hace más de tres años. Editor de La Península Hoy.

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España y el racismo hipodérmico
El jugador del Real Madrid Vinicius Jr. participa en un acto con motivo de los casos de racismo ocurridos en el partido anterior ante el Valencia este miércoles, previo al partido de LaLiga entre el Rayo Vallecano y el Real Madrid, en el estadio Santiago Bernabéu de Madrid. EFE/ Rodrigo Jiménez

Llegué a España por razones académicas que concluí hace un par de años en un aula en la que tres cuartas partes de las estudiantes éramos latinoamericanos y en la que de los españoles del grupo hasta la fecha sabemos prácticamente nada. Algo que podría ser simple anécdota, pero que visto a la distancia y ante el asunto que al día de hoy acapara diarios, telediarios y conversaciones de sobremesa en España y en otras partes del mundo, tras las vergonzosas imágenes de racismo en el estadio de Mestalla en Valencia contra Vinicius Jr., cobra cierta relevancia.

Las generalizaciones no suelen ser buenas, menos en un país donde he tenido oportunidad de conocer personas valiosas, respetuosas y sumamente educadas. Sin embargo, tras cuatro años viviendo en España y con intervalos viajando por Europa entre países que son tan diferentes entre sí, como ocurre en esta región del mundo pese a las cortas distancias que los separan en comparación con lo que ocurre en América, desde Portugal hasta Ucrania, pasando por Hungría o el Reino Unido, es cierto que España tiene un problema de racismo tan internalizado en su cultura que es probable que muchos de sus ciudadanos, por ignorancia, desinterés o cómoda negación, no lo sepan o no lo perciban como tal.

Y es justo este ‘no saberlo’ (falta de educación, ignorancia, llámenlo como quieran) donde podríamos encontrar una de las aristas de este racismo casi cultural que pernea a los españoles en su vida diaria y del que incluso -como vimos en Mestalla, donde estalló la ‘bomba’ Vinicius Jr.- les parece sumamente simpático hacer alarde, y que en no pocas ocasiones les brinda un sentimiento de unidad, ‘identidad’ e incluso de seguridad ante ese otro que pocas veces se atreven a explorar, como aquellos que viven, crecen y mueren en su pueblo porque simplemente se niegan al contacto con un ente ajeno, aun teniendo la oportunidad de hacerlo.

“Yo mejor cojo otra ruta cuando veo un grupo de negros cerca”, “cayó un gitano del balcón y rompió los cables de la luz”, “esos moros de mierda me tienen hasta los cojones”, son frases que he escuchado en diferentes ámbitos -desde el personal hasta el laboral- en un día cualquiera, como quien dice “por favor y gracias”, de labios de ciudadanos de esta vasta y rica península ibérica, que hoy, sin saber cómo, intenta defenderse de las acusaciones directas de la estrella de su club más insigne, quien les ha soltado a la cara una dolorosa verdad que ha exhibido ante el mundo a un sector de la sociedad -que valga decirlo, no es ni por mucho reducido- y que ha calado en ese ‘orgullo español’ que no sabe cómo reaccionar de manera adecuada ante algo que, como ya dije, parece ser parte de una sociedad que se desconoce-o niega- a sí misma como racista, pero que desafortunadamente lo es.

Ese ‘desconocimiento’ a priori de una condición de no pocos españoles los ha llevado en estos días a hundirse aún más en esas aguas movedizas que la reacción de un brasileño negro originario de las favelas de Río de Janeiro puso bajo sus pies cuando este, ‘hasta los cojones’ de ser insultado desde las tribunas de los estadios de LaLiga, decidió señalar hacia la tribuna y no dejarse amedrentar más. Un hecho que ha generado múltiples reacciones en medios ibéricos y que, dado su efecto ‘boomerang’, deja ver que efectivamente hay racismo y que el asunto es grave, pues no han sido pocos quienes en su afán de limpiarle la cara a su país, a ciertas cosas que rayan en la costumbre y a su gente, han hecho declaraciones (contra el racismo, según ellos) que no han hecho más que comprobar que el problema es casi hipodérmico, es decir, que se lleva debajo de la piel.

En aquellos días de estudiante de máster en Madrid compartía piso con una mezcla bastante ecléctica de nacionalidades, entre quienes había dos compañeros españoles -un murciano y un sevillano, como ellos mismos se autodenominaban de origen- con quienes llevaba una relación de ‘roomies’, en términos normales e incluso de una cordialidad que por largos momentos era bastante amena: compartíamos cañas en la cena, nos hacíamos compañía para comer o ver una peli, e incluso a veces nos invitábamos mutuamente a las reuniones que sosteníamos en el salón del piso que compartíamos para pasar un buen rato juntos. Sin embargo, esto era, como decimos en México, “de dientes pa’ afuera”. 

Al andaluz y al murciano poca gracia les hacía que un “mexicanito” (como se referían a mi cuando querían dejar claro que algo les estaba incomodando de mi conducta) hiciera enlaces en vivo para la radio mexicana hablando de la exhumación de los restos de Franco del Valle de los Caídos, por ejemplo, o cuando se daban cuenta que el “panchito” conocía, en menos de un año, más ciudades de España de las que ellos -enfrascados en ese regionalismo ‘supremacista’ español tan común y normalizado- se habían interesado por conocer en toda su vida, por no mencionar otras cosas en las que se sentían en desventaja y de las cuales se ‘defendían’ apelando a su histórica condición de conquistadores de Mesoamérica, argumento que salía de sus bocas como espuma de náufragos cuando sentían que la batalla estaba perdida.

Si bien los comentarios tenían la intención de ser ofensivos y de demostrar la superioridad de la ‘raza’ española, y pese a la molestia que podían generarme algunas veces por todo lo que ese (llamémosle argumento) encerraba de xenofobia, ignorancia y un escaso contacto con otras culturas, personas y momentos -como los que afortunadamente el periodismo y las inquietudes personales permiten con algo de fortuna-, su exaltación de ideologías de extrema derecha (decían que Vox era algo necesario en España, que el rey podía hacer lo que quisiera porque “para eso era el rey, si no ¿para qué cojones está, sino es para liarla como le salga del culo?”) y la manera en que las escupían, me dejaba claro que estaba frente a dos personas (jóvenes, además) que, pese a tener estudios universitarios o de grado, tenían poca educación. Y esto (la educación) es sin duda otro de los problemas de un sector de la sociedad española que, en un análisis de a pie, mal parada queda en su trato y la manera en que se conducen en lugares públicos respecto de sus pares europeos, ya sean estos polacos, británicos, alemanes o sus amables y educados vecinos portugueses, solo por enlistar algunos.

También vale mencionar que en el racismo -y el clasismo, que casi siempre viene pegado- un elemento inequívoco de trasfondo, más allá del ‘asco, soberbia y odio’ con que se usa para marcar la insalvable diferencia entre ese ‘nosotros’ y ‘ellos’, como magistralmente explica Aurel Kolnai en una de sus obras que tiene por título esos tres duros sustantivos, existe en ese sentimiento de inferioridad o rencor que lo reviste, una sensación aún más profunda y más real que lo puede explicar: el miedo. 

Quizá el miedo sea un abordaje sensato -que no una excusa- a todo este tema que ha destapado en España una cloaca, cuyas aguas se saben ahora pestilentes, más por la interferencia abrupta de un otro que se tapa la nariz a su contacto que por el malestar que pudiese ocasionar en quienes se han bañado en ellas durante siglos.

Es posible que el español experimente un miedo inconsciente -producto de algún trauma histórico, como la conquista árabe de su territorio por siglos, por ejemplo- a ser desplazado por los marroquíes en sus plazas de trabajo, o bien, que un negro sea el referente y el líder (y no comparsa o asistente de un CR7 o un Messi) de su legendario equipo ‘blanco’, o que un “panchito” pueda tener mayor cultura y conocimientos sobre Europa o su propia tierra que ellos mismos. Es a veces el racismo, la xenofobia y el odio hacia ese otro una manera desesperada y encubierta de soltar un grito en el cielo ante la incapacidad de argumentar o aceptar una carencia ante quienes por lo general y por default, desde el prejuicio y la ignorancia, ya se les considera inferiores.

Por mencionar solo escasas y muy recientes referencias de esto, mismas que han trascendido porque han tenido como objetivo figuras públicas (futbolistas, en este caso, y siendo el futbol todo un fenómeno que polariza regiones en este país), desde el “indio” a Hugo Sánchez en los ochentas, el “negro, cabrón, recoje el algodón” al portero nigeriano Wilfred Agbonavbare en los noventas, o el “puto mono” a Vinicius Jr. de hace unos días y ya en pleno siglo 21, son solo voces que se gritan más fuerte en una conversación social donde este tipo de referencias son parte de una extensa jerga para referirse a ese extranjero indeseable.

 “Menas”, “panchitos”, “sudacas”, “conguitos”, “gitanos”, y un largo etcétera, son los adjetivos que se escuchan a diario y en cualquier parte y con los que los ‘más españoles’ -como suelen identificarse a sí mismos quienes así se sienten- se refieren a las personas de otras culturas (algunas, como la árabe, parte trascendental de la identidad nacional, pese al disimulado estupor que esto causa entre los más nacionalistas), y con los que tienen que compartir territorio ante la migración, principalmente de África y América Latina, que llega a tierras españolas, y que en tiempos de elecciones como las del próximo domingo (28-M), son blanco de cualquier número de culpas y males sociales que les achacan los políticos más radicales.

Educación como la base para erradicar un gran número de males en la sociedad (xenofobia, fanatismo, clasismo, pobreza, etc). Lo vemos en todos lados y todo el tiempo, desafortunadamente, la educación sigue comenzando en casa, y parece que ahí ya solo quedan las tablets, el móvil y un discurso fragmentando que hace reflexionar cada vez menos y que, por el contrario, nos vuelve impulsivos, irreflexivos y aislados, características necesarias para engendrar racistas, fanáticos y fundamentalistas (léase ‘voxistas’) que cada vez más sienten que la arena pública es suya y se atreven a todo sin que aparezca una contraparte decidida a contenerlos.

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