Los límites de mi lenguaje: salud mental y racismo
RacismoMX

Abogado por la Universidad Autónoma de Yucatán y maestro en psicopedagogía por la Universidad José Martí de Latinoamérica. Su pasión son los derechos humanos, el antirracismo, la educación y la cultura para la paz. Y, sobretodo, ama la mar. Actualmente es coordinador de investigación en RacismoMX.

IG: @otelodelacosta X: @elfantasticopez

IG: @racismomx
X: @Racismo_MX

Los límites de mi lenguaje: salud mental y racismo

A Ligia y Benja

Durante mucho tiempo, mis estallidos de euforia alegre se tornaban en impronunciables tormentas de un pestañeo a otro. Si la persona con la que hablaba dibujaba una leve mueca en su rostro, mi mente inmediatamente aseguraba que yo era la causa. Si algo se salía del plan establecido, yo mismo me juzgaba y sentenciaba como el origen de la desgracia. Un error que nunca debió suceder. 

Hace 10 años me diagnosticaron trastorno bipolar. Psicología, psiquiatría, neurología, terapia emocional, apapachos con flores de bach, he intentado de todo. Eva Meijer comentó que una persona puede ir a terapia, tomar medicamentos, hacer todo bien y aún así seguir siendo profundamente infeliz. Entonces, ¿cuál es la razón?

Embriagado de Cioran, en un momento me topé con El Mito de Sísifo, de Albert Camus, que me enredó desde su primera línea: sólo hay un problema filosófico realmente serio, el suicidio. Mi primer intento de muerte fue durante mi cuarto semestre de la Facultad de Derecho. Había días enteros en que no hablaba para nada. Y ese fue uno de ellos. Ahí estaba yo, sentado entre 40 gentes escuchando sobre derecho administrativo. Lloré en silencio frente a esas personas y nadie dijo nada, porque el mundo nos exige dureza y frialdad, como las monedas. Ulises, un amigo mío, me abrazó esa tarde. 

Me preguntaba constantemente por qué demeritaba mis logros y otras personas parecería que nacieron con un don para sobresalir, para recibir todos los elogios posibles, porque lo merecen, a pesar de hacer lo mínimo para ello, pues su existencia es digna. ¿Era mi problema individual? ¿Por qué no me soltaba está sensación? No sabía cómo nombrarlo.

Ann Cvetkovich, en Depression; A Public Feeling, afirma que la depresión tiene una dimensión estructural. Las pastillas –como afirma la medicina occidental– a pesar de ser de ayuda en ciertos casos, no son la panacea, porque hay aspectos de nuestra sociedad (como el racismo, el colonialismo, el neoliberalismo y el capitalismo) que contribuyen a generar y mantener la depresión en ciertos grupos. Y tiene sentido lo que dice. 

Pensemos en el último reporte del Inegi sobre esto: Chihuahua, Yucatán y Campeche son los estados con más altas tasas de suicidio en toda la República, con 26.4%, 23.5% y 18.8% suicidios por cada 100 mil personas de 15 a 29 años. Cada entidad con sus características socioculturales particulares que explican la situación.

Las constantes violaciones a derechos humanos, la violencia del Estado y del crimen organizado, el racismo ambiental, las brechas racistas de acceso a la educación, a la salud y a la movilidad social son algunos de los ingredientes que exacerban la ideación suicida. Meijer no se equivocó al señalar que “nacemos dentro de estructuras que contribuyen a determinar cómo se desarrolla nuestra vida en las que juegan un papel el género, el tono de piel, las condiciones psicológicas, físicas, la clase social; después de todo, no somos sino cuerpos”.

Como el adivino de Uxmal, a las personas racializadas se nos exige a diario construir en una noche un palacio entero, el más perfecto, el más esplendoroso, pero que nunca será reconocido como tal por ser quienes somos.

Y entonces, la pregunta leninista: ¿Qué hacer? La respuesta no puede ser tan sencilla ante la monumentalidad del problema. Lo principal sería derribar el sistema racista. En tanto eso pasa, como sobreviviente del suicidio puedo mencionar al menos tres puntos que me parecen vitales. 

El primero se lo debo a mis amigas Marisol y Ángeles: respirar. Respirar y liberar la mente de esas ataduras diarias. Por supuesto, no es fácil cuando el mundo nos exige levantarnos trasnochados para laborar por 12 horas en un empleo sin seguridad social. 

Pero el relajar la mente con la respiración puede darse también en situaciones fuera de lo esperado. Hace unos días estaba con mis amigas, ellas tomando sus chelitas y hablando de todo y de nada. Escucharlas reír y soltarse fue para mí un respiro, mi lugar seguro. 

El otro día estaba en la fila del Metro y escuché a un niño decirle a su mamá que los vagones parecían “una oruga gigante que comía a las personitas”. Invariablemente sonreí y respire alejándome de toda la realidad. Esos momentos de fuga, esos paréntesis de la realidad nos acompañan siempre: así es lo fantástico.

Lo segundo que diría para sortear nuestra endeble salud mental como personas racializadas es hablar. “Your will not protect you”, decía Lorde. Y no puedo estar más de acuerdo con eso. Después de uno de mis intentos por desaparecer, mi mamá por primera vez vio mis cicatrices en las muñecas. Me tomó 28 años poder decirle a ella todo lo que pasaba por mi mente. Nunca he tenido una conversación tan difícil y vulnerable como esa. Tuve miedo, mucho miedo de hablarlo porque el dolor era impronunciable y el lenguaje, como para ti, es mi límite. Y sin embargo, aquí sigo.

Ligia y Benja, quienes atesoro con toda el alma, me dejaron el tercer punto para sobrevivir a la crueldad depresiva del mundo racista: rodearte de personas correctas que te ayudan a darte cuenta de la maravillosa persona que eres.

En mi caso, fue una persona de Oxkutzcab y una gatita loca. 

Y espero que tú también encuentres a esa gente que con un abrazo pueda sanarte.

Creo que Maria do Rosário Pedreira resume este punto mejor que yo:

Menos mal

que no morí de los momentos en que

quise morir; que no salté del puente,

ni cubrí las muñecas de sangre, ni

me acosté en los rieles, allá lejos. Menos mal

que no até la cuerda a la viga del techo, ni

compré en la farmacia, con una receta falsa,

una dosis de sueño eterno. Menos mal

que tuve miedo: de los cuchillos, de las alturas, pero

sobre todo de no morir completamente

y quedarme por ahí —aún más perdida que

antes— escrutando sin ver. Menos mal

que el techo fue siempre demasiado alto y

yo ridículamente pequeña para la muerte.

Si yo hubiera muerto de uno de esos momentos,

no oiría ahora tu voz, que me llama

mientras escribo este poema, que acaso

no parece, pero es un poema de amor.

Síguenos en

Google News
Flipboard