Elevadores mortales: La punta del iceberg
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Médico cirujano con más de 30 años en el medio y estudios en Farmacología Clínica, Mercadotecnia y Dirección de Empresas. Es experto en comunicación y analista en políticas de salud, consultor, conferencista, columnista y fuente de salud de diferentes medios en México y el mundo. Es autor del libro La Tragedia del Desabasto.

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Elevadores mortales: La punta del iceberg
El camillero trasladaba a la menor de edad en un elevador. Foto: Especial.

La lamentable muerte, de la manera más espeluznante, de una pequeña en un elevador de un hospital del IMSS en Quintana Roo, está muy lejos de poder considerarse como un mero accidente aislado, sino que es la consecuencia no sólo de una serie de descuidos, malos manejos y malas decisiones, sino de décadas de una visión absurda, anacrónica y mediocre de quienes han manejado el sistema de salud en México. Y sí, una tragedia que se detonó tras cinco años de austericidio y un manejo faccioso e ideológico de los recursos para la salud.

Los expertos en seguridad industrial suelen cuantificar el número de cuasi-accidentes que suelen preceder o rodear a un verdadero accidente. En el caso de los elevadores en el IMSS, ISSSTE y otras instituciones de salud, son incontables los reportes y quejas sobre malfuncionamiento, falta de mantenimiento, ruidos, sacudidas, etc. Como lo mencioné en mi columna pasada, basta con asomarse a las redes sociales para leer diariamente las decenas de casos de gente que no puede hacer uso de una instalación tan básica: pacientes que deben subir por las escaleras, aunque tengan una discapacidad y denuncias de hombres y mujeres de la tercera edad obligados a subir uno o dos pisos para llegar a consultorios porque los elevadores simplemente no están en funcionamiento.

Sin embargo, con la trágica muerte de Aitana Betzabé, se llega al nivel más bajo posible de descuido y no deja de traernos a la mente como es que en México, las instituciones de salud y su infraestructura, son meramente entes funcionalistas qué fueron concebidas desde su inicio solamente para cumplir con metas numéricas o promesas políticas, pero jamás para beneficiar a los usuarios, los pacientes o sus familiares; vaya, ni siquiera para dotar de mejores condiciones de trabajo y seguridad a los profesionales de la salud que allí laboran, cómo puede comprobarlo Víctor, el camillero qué también resultó lesionado en este accidente.

Desde su creación, las instituciones de salud han tenido una relación bastante difícil con sus elevadores. Para quienes han visitado el Centro Médico Nacional La Raza, la imagen de las eternas colas para tomar algún elevador es icónica. Por absurdo que parezca, la capacidad planeada para esos aparatos ha sido sobrepasada varias veces por la demanda de traslado de los mismos pacientes hospitalizados, así como de los usuarios y profesionales de la salud que necesitan moverse. El trasladarse de la planta baja a un tercero o cuarto piso, puede tomar cerca de 20 minutos y, si bien una persona joven y saludable pudiera recorrerlos por las escaleras, la mayor parte de los pacientes y sus familiares, no están en condiciones para hacerlo así, independientemente de estar completamente fuera de norma.

Realicé mi Internado de Pregrado en 1988 en el hospital del IMSS en Ensenada. La unidad contaba con tres pisos, aunque en ese tiempo, la capacidad no se había alcanzado como para inaugurar el último; por lo tanto, solamente funcionaban planta baja y el primer piso. Con apenas unos años de funcionamiento, los elevadores eran modernos y prácticamente nuevos. Sin embargo, me llamó la atención que había una persona, trabajadora del hospital, cuya única función era estar sentada en una silla, apretando los botones para subir y bajar el elevador, no obstante ser éste un aparato completamente automatizado en el que cualquier usuario podía manejarlo con un dedo.

Me enteré entonces de que dentro de la plantilla y, en acuerdo con el sindicato, existía una plaza específica de elevadorista. Una reminiscencia del pasado en el que, en los hospitales del IMSS y el ISSSTE, una persona debía estar a cargo de accionar una palanca que abriera y cerrara a las puertas según las necesidades, además de manejar de forma manual los elevadores para darle preferencia a los pisos que tenían mayor demanda. En ese momento vinieron a mi mente las añejas imágenes de La Raza, en los que los elevadores podrían deambular ida y vuelta únicamente entre el tercero y el quinto piso, dejando varadas a decenas si no es que cientos de personas en la planta baja. Ya en los ochenta, el ser elevadorista era un puesto muy deseado. Al encontrarse en el mismo nivel salarial que el personal de intendencia, en el momento en que faltaba esta persona que solo picaba los botones, sentado en una silla, cualquier empleado de intendencia podía cubrirlo, dejando sin limpiar o desinfectar, durante todo un turno, el área del hospital que le correspondía.

Con esta historia, quiero mostrar que el interés de estas instituciones en contar con algo tan básico como un elevador (y que funcione), no está planeado con base en la comodidad y mucho menos, en la seguridad de los usuarios. Es el resultado de décadas de dejar la salud en manos de políticos y burócratas.

Los elevadores son el reflejo de una pequeña parte de la estrecha visión sobre el concepto, infraestructura y activos, propia de quienes manejan el sistema de salud y es la misma relación difícil que existe con cualquier tipo de tecnología en estas dependencias. Es un ejemplo tangible de la mediocridad y falta de ambición características de esta burocracia.

Pensemos en ambulancias, sillas de ruedas, equipo de ultrasonido, instrumental médico y de diagnóstico básico, luces de quirófano, teléfonos, computadoras (miles de médicos en México siguen haciendo notas en una máquina de escribir), vaya, hasta sillas para los familiares de los pacientes. Todos estos insumos tienen algo en común: son caros, por lo tanto, hay que poner los menos posibles, los más baratos posibles, con el proveedor que cobre menos, evitando pólizas de mantenimiento o reemplazo y, si no hay más remedio, optando por las más baratas, tratando a toda costa de evitar las originales. No me detendré a hablar sobre corrupción, tráfico de influencias o asignaciones de contratos opacas, temas que son del día a día en la administración de los recursos de salud.

En México prácticamente no existen los desfibriladores automáticos en los edificios públicos. Aparatos necesarios para salvar la vida de un paciente que sufra un paro cardiaco y que debieran estar ubicados con no más de 250 metros de separación. Que no los haya en una oficina pública, es un despropósito. Que no existan en las instalaciones de salud, es verdaderamente aberrante y criminal.

La falta de visión y el querer hacer las cosas “a la mexicana” o reinventando la rueda, son casi un estándar en los procedimientos de nuestras instituciones de salud. México llegó tarde al manejo de residuos biológicos, jeringas y punzocortantes. A principios los años 90, era común que las jefas de enfermería solicitarán a su personal que devolvieran las jeringas lavadas y amarradas con una liga, con las agujas cubiertas con sus capuchones (una práctica peligrosísima que está prohibida por norma) ya que sólo les repondrían con jeringas nuevas, el número total de jeringas devueltas. Durante muchos años se argumentó el conteo de las jeringas usadas, para evitar desecharlas a través de las cajas especiales para punzocortantes que hoy son una norma internacional. Las cajas son desechables y deben incinerarse, por lo que representan un costo y, obviamente, la salud o la vida del personal de enfermería, estaba por debajo de la necesidad administrativa. Hace menos de un año que volví a leer sobre esta práctica, en alguna clínica del interior de la República.

La semana pasada, se dieron a conocer fotos de la inauguración de un cuarto, aparentemente adaptado como lactario en el Hospital Homeopático (un oxímoron) de la Ciudad de México. En esas imágenes, los orgullosos funcionarios, posaban al lado de unas instalaciones terriblemente básicas en las que resaltaba un estorboso garrafón de agua purificada. En la tercera década del siglo XXI, las unidades de salud de México no cuentan con sistemas de filtrado y purificación de agua. Hace apenas unos meses, narraba yo la historia de una paciente en el hospital General de Zona del IMSS en Torreón, que debió comprar su propia botella de agua en el OXXO de en frente, ya que no existe agua purificada para que los pacientes tomen sus medicamentos, por lo menos, en el servicio de Urgencias.

La muerte de la pequeña Aitana Betzabé fue espeluznante y nos hace voltear a ver la peor cara de una institución que se encuentra en el nivel más bajo de la calidad de su servicio. Sin embargo, detrás de esta tragedia existen decenas o cientos de historias de gente que se ha lastimado las piernas o la columna al ser obligada a subir las escaleras de una unidad de salud. Infecciones hospitalarias que pudieron preverse si los empleados de intendencia hubieran hecho su trabajo en vez de ocupar una silla como elevadoristas. Pacientes que murieron asfixiados en una ambulancia por falta de un aspirador de secreciones y todos aquellos desconocidos que potencialmente morirán al no contarse con un sistema que maneje digitalmente la dispensación de sus medicamentos, alertando sobre posibles interacciones.

La visión históricamente arcaica, retrógrada y mediocre de la burocracia de la salud, ha logrado sus peores consecuencias en los pasados cinco años. La tragedia de Quintana Roo, es solo la punta del iceberg.

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