Oración Caribe: una resistencia contra el centro
RacismoMX

Abogado por la Universidad Autónoma de Yucatán y maestro en psicopedagogía por la Universidad José Martí de Latinoamérica. Su pasión son los derechos humanos, el antirracismo, la educación y la cultura para la paz. Y, sobretodo, ama la mar. Actualmente es coordinador de investigación en RacismoMX.

IG: @otelodelacosta X: @elfantasticopez

IG: @racismomx
X: @Racismo_MX

Oración Caribe: una resistencia contra el centro
Foto: María Regina Díaz/Pexels

Don Arturo era vecino de mi abuela. Era chileno, y había llegado al puerto para ganarse la vida en la mar: sacando boquinetes, pulpeando, arreglando pescado, en el astillero, trabajando para tener algo en el estómago y enviarlo a su familia en Santiago. Cada cierto tiempo, como muchos otros hombres, se iba por meses a la soledad de altamar.

Una tarde estaba con Mamá Carmen, mi abuela, tomando el fresco. Vi sentado a Don Arturo con una mesita y varias hojas de papel. “Escribe cartas”, me dijo mi abuela. “Le escribe a su familia cada 15 días”. Y cada 15 recibía al cartero sin falla pero, con el pasar del tiempo, fueron meses, luego semestres, años, y así hasta nunca más recibir respuesta del otro lado del continente.

Estaba aislado. La última vez que escuche a Mamá Carmen hablar de Don Arturo dijo que murió solo, así como llegó al puerto. Y que toda la colonia se sentía triste de ya no escuchar su acento chileno los domingos cuando iba al parque a bailar danzón. El aislamiento, como una isla, es algo común en las costas.

Pensé irremediablemente en mi familia. Domitila Quiñones, con 30 años, salió de La Habana en 1928 para asentarse en una pequeña aldea de pescadores que apenas tenía 50 años desde que trazaron el primer camino fuera de ella y su primera línea de telégrafo. Domitila tenía una hija de 12 años agarrada de la mano cuando vieron el puerto minúsculo llamado Progreso desde el barco. María de la Luz era esa niña, quien con los años sería mi abuela, mi querida Mamá Luz.

Progreso, así como muchos otros puntos costeros de la península, era puerta y ancla de personas migrantes y refugiadas. Sandino, el inca, pisó mi puerto antes de la guerra. Carilda Oliver, la poeta, anduvo por mis playas, así como José Martí, quien ya en 1891 había dicho que las razas no existen. Pero lejos de los registros históricos que aparecen en los libros, hay toda una marea de historias.

Yo, nieto de una migrante, tengo historias de Mamá Luz y de mi bisabuela, y ellas tenían otras de La Habana. Esa cadena narrativa de generaciones es común en la costa. Muchísimas amistades también compartían esa condición discursiva. Un punto en común son las ficciones con la mar: Los milagrosos rescates de navíos perdidos, las apariciones marianas, las turbonadas místicas, y las fogatas en la playa buscando fósforos[1] hipnóticos; pero también tenemos otras historias, como el racismo.

Un día, mis amigos de la prepa y yo nos escapamos al malecón. Nos acostamos en las palapas. Era jueves. Un Royal Caribbean atracó en el muelle. La gente esperaba propina en dólares. En un momento, dos españoles se acercaron a nosotras y nos vieron fijo. Con un aire de ser dueños del mundo nos exigieron la palapa y mojitos. Así, tal cual, sin siquiera saludarnos. Querían todo.

—¡Weput*s, no somos sus monos, pelanás! —les gritó mi amigo Kisin—. ¡Váyanse de aquí!

Esa idea, implantada desde la federación, de que en el sureste sólo hacemos servidumbre, la he escuchado desde niño. Ahora grande, todo sigue igual.

Samuel García nos tildó de flojos, ignorando que trabajamos más de 48 horas semanales para recibir un salario mínimo (ENOE, 2022). Lejos de la realidad privilegiada de Monterrey y CDMX, se ha demostrado que los salarios más bajos de la República están en la península. Pero Samuel no fue el único.

Xóchitl Gálvez hizo lo propio desde su centralismo universalista “esencializatorio”: al sureste y a las micheladas nos tocó su rancio prejuicio. Esas ideas han girado en la República desde que somos tal. En Yucatán, durante toda nuestra vida se nos dijo que la gélida CDMX es la cúspide civilizatoria. Que si queremos ser algo en la vida tenemos que aspirar a la capital y al norte. Así como el eurocentrismo, nos imponen el centralismo.

Dice Nancy Morejón que, para la comprensión del Caribe, primero hay que entender que es un área cambiante en el tiempo, así como mirar la diversidad étnico-racial que comprende, derivada de los flujos migratorios en la región, desde lo negro-africano, sin dejar a un lado lo indígena hasta lo oriental.

Las políticas del Estado, en su afán de enlatar y vender la cultura como «experiencias turísticas», ha creado la idea de un monolito yucateco, ajena a la experiencia caribeña. Intentan enlatar al mundo maya y volverlo gluten free, desdeñando a la vez a las personas mayas vivas e invisibilizando a las migraciones afro-caribeñas y orientales de sus costas.

Margaret Shrimpton afirma que Yucatán goza de una posición «al filo de la navaja» en la que negociamos y fabricamos una identidad insular que encarna nuestro aislamiento y marginación del centro, a la vez que permite remarcar nuestra autonomía, es decir, nuestro complejo de isla.

Shrimpton subraya que “igual que en las islas, en las regiones continentales la situación poscolonial resalta las mismas dificultades de conflicto entre la sociedad dominada y la dominante, la tensión centro-periferia y el problema de la migración”. De hecho, la experiencia periférica de la península es evidente en términos políticos y sociales, económicos y culturales desde el período colonial, una idea ya referida por Kamau Brathwaite sobre la tensión de las personas caribeñas con relación a la cultura metropolitana y centralista.

Colón llegó a nuestras tierras, sí, pero el propio Fanon aclaró que el colonialismo y el imperialismo no saldaron sus cuentas con nosotras cuando retiraron de nuestros territorios sus banderas. En México se impuso a los pueblos indígenas del caribe que sólo hay una exclusiva identidad nacional: un ave sobre un nopal. El mito, aunque bello, no interpela a la inmensa mayoría.

Fanon resaltó que “el dominio colonial, por ser total y simplificador, tiende de inmediato a desintegrar de manera espectacular la existencia cultural del pueblo sometido”.

Se nos enseña historia nacional y sólo se habla de las hazañas de una población del centro. ¿Cuándo hablarán de Jacinto Canek en los libros de historia? ¿Cuándo relataran la historia de Felipa Poot en las y activismo? ¿Cuándo escucharán a las voces migrantes racializadas de la costa de este país?

Mi apariencia física me ha llevado a vivir perfilamiento racial. En Mérida la policía me detenía por ser demasiado negro para ser de Yucatán. Y fuera de la península, personas leídas como blancas activistas deconstruidas me han sacado el colorímetro violento para medir mi legitimidad antirracista. Esas tensiones vivimos las personas huiras, malixes, las negras, racializadas de Yucatán. En Los condenados de la tierra se resalta que el colonialismo empuja al pueblo dominado a plantearse constantemente la pregunta: ¿quién soy en realidad?

Aún sabiendo los vericuetos migratorios de mi familia, el colonialismo me deja estupefacto a la hora de cuestionar mi identidad. Pienso en mi papá y mis tíos. Sus actas de nacimiento dicen «nacionalidad indefinida» debido a mi abuela. ¿Quién soy en realidad? ¿Caribe? ¿Yucatán? ¿México? ¿Quién soy en realidad?

La pregunta tendrá diferente respuesta de acuerdo con quién la plantea. Y muy probablemente sea una respuesta cambiante, nunca estática. Y eso, es correcto. Vengo de la mar, y como ella, soy cambiante y siempre en movimiento, golpeando y resistiendo contra la tierra en cada oleaje.

Martí lo dijo ya:

“La historia de América, de los incas acá, ha de enseñarse al dedillo, aunque no se enseñe la de los arcontes de Grecia. Nuestra Grecia es preferible a la Grecia que no es nuestra. Nos es más necesaria. El vino, de plátano; y si sale agrio, ¡es nuestro vino!”


[1] Fósforos, o noctilucas, son protistas dinoflagelados bioluminicentes.

Síguenos en

Google News
Flipboard