Acapulco: cuando lo malo se pone peor
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Médico cirujano con más de 30 años en el medio y estudios en Farmacología Clínica, Mercadotecnia y Dirección de Empresas. Es experto en comunicación y analista en políticas de salud, consultor, conferencista, columnista y fuente de salud de diferentes medios en México y el mundo. Es autor del libro La Tragedia del Desabasto.

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Acapulco: cuando lo malo se pone peor
La devastación en Acapulco. Foto: Haarón Álvarez / La-Lista

En las costas de Acapulco la furia de la naturaleza se ha ensañado con una población ya castigada por años de negligencia y abandono en materia de salud. El paso del huracán Otis no solo ha dejado una estela de destrucción visible en infraestructuras y hogares sino que ha exacerbado una crisis sanitaria latente, poniendo al descubierto las profundas heridas de un sistema de salud en bancarrota.

La situación es crítica: hospitales en ruinas, suministros médicos agotados y una población vulnerable expuesta a enfermedades y epidemias. La emergencia sanitaria se extiende como una sombra sobre la ciudad, amenazando con prolongar el sufrimiento mucho después de que esta trituradora que representó el huracán, terminó.

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La infraestructura de salud, ya deficiente antes del desastre, ha colapsado. Los tres grandes hospitales de Acapulco, fundamentales para la atención médica en la región, han quedado inoperantes. Las imágenes de lo que alguna vez fueron los únicos centros de esperanza y alivio, ahora reducidos a escombros, son un golpe al alma de la comunidad médica y a los ciudadanos que dependían de ellos.

En este escenario desolador, los puestos de socorro improvisados y la destartalada área de urgencias del hospital del IMSS, se convierten en el único refugio para aquellos que buscan atención. Pero ¿cómo puede un sistema ya fracturado antes de la tormenta, responder adecuadamente a las necesidades de una población en crisis? La respuesta es desalentadora: no puede.

Como lo he escrito y mencionado en otros foros, las enfermedades crónicas, como la diabetes y la hipertensión, no esperan. Los tratamientos para afecciones más graves, como el cáncer, se han interrumpido. La falta de medicamentos y la interrupción de los servicios básicos de salud amenazan con desencadenar una crisis dentro de la crisis.

La emergencia sanitaria se agrava con la destrucción del suministro de agua potable y los sistemas de drenaje. No es difícil prever brotes de enfermedades gastrointestinales, como las producidas por salmonela, E. coli y, en el peor de los casos, cólera. La acumulación de aguas estancadas y la acumulación de basura -que lleva ya más de dos semanas- es un caldo de cultivo para mosquitos portadores de enfermedades como el dengue, zika y chikungunya.

Aunque no se han reportado casos de rabia humana en décadas y el último caso de rabia canina data del 2007, la rabia en el ganado aún existe, debido a los ataques de animales silvestres y murciélagos. Un desastre de esta magnitud podría desencadenar casos nuevos que pudieran salirse de control.

Cientos de cadáveres de animales en descomposición, contribuyen a la propagación de moscas y el ambiente, en muchas colonias de describe como de una continua pestilencia.

En la más dantesca de las escenas, el Forense de Acapulco, que permaneció varios días sin suministro eléctrico para sus refrigeradores, concentra una inusual cantidad de cadáveres nuevos y antiguos en estado avanzado de descomposición, lo que incrementa el olor a muerte.

La ausencia de liderazgo y coordinación en la respuesta a la emergencia es palpable. La figura del Secretario de Salud brilla por su ausencia, y los esfuerzos de saneamiento parecen ser gestos simbólicos más que acciones concretas y efectivas. La “descentralización” de la Secretaría de Salud y su instalación, precisamente, en Acapulco, se siente como una ironía cruel en el contexto de la devastación de Guerrero.

Como una brutal estocada a las víctimas de esta tragedia, el jueves pasado, por decreto, se dio por terminado el estado de emergencia en esta ciudad. Automáticamente, para este Gobierno, la falta de servicios médicos, medicamentos, centros de salud y hospitales, no es más una urgencia por lo que se trabajará en ello al ritmo que el escaso presupuesto, la política y (hay que decirlo) los tiempos electorales determinen.

La situación de Acapulco es un microcosmos de un problema mayor: la salud en México no puede seguir siendo rehén de la ignorancia, la incompetencia y la ideología. La tragedia del huracán Otis debe ser un punto de inflexión, un llamado urgente a repensar y reformar un sistema que ha demostrado ser incapaz de proteger a los más vulnerables en momentos de crisis.

Es hora de actuar, de construir un sistema de salud resiliente que pueda resistir no solo las tormentas naturales, sino también las tormentas de la negligencia y el olvido. Acapulco merece más que paliativos temporales; merece una infraestructura de salud que esté a la altura de las necesidades de su gente.

La tragedia de Acapulco es un recordatorio sombrío de que, en materia de salud, lo malo puede ponerse peor si se ignora la raíz del problema. No podemos permitir que la salud de una población sea una moneda de cambio en el juego político. Es imperativo que se tomen medidas inmediatas y a largo plazo para asegurar que la salud en Acapulco, y en todo México, sea la prioridad absoluta.

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