La historia de Bob Dylan sin Bob Dylan
Historias peregrinas

Periodista, escritor y editor. Autor de los libros Norte-Sur y El viaje romántico. Director editorial de purgante. Viajero pop.

X: @ricardo_losi

La historia de Bob Dylan sin Bob Dylan

Hace algunas semanas, en una incursión al tianguis cultural del Chopo, me hice de una película que llevaba tiempo persiguiendo: Mi historia sin mí (2007), una biopic posmoderna sobre las diversas etapas de Bob Dylan concebida por el director de cine y guionista Todd Haynes. La cinta tuvo cierta repercusión en su tiempo por haberle permitido a la poliédrica Cate Blanchett estar nominada en la categoría de mejor actriz de reparto por su interpretación de Jude Quinn, el Dylan que electrificó el folk, pero ha sido, creo, injustamente valorada como una obra exclusiva para dylanófilos radicales.

La historia deviene en un mapa sentimental de las muchas identidades del Dylan evasivo a partir de seis actores y siete personajes cambiantes: Marcus Carl Franklin reconstruye la infancia errante y fantasiosa de Dylan, desde su devoción religiosa por Woody Guthrie y la leyenda inscrita en el estuche de su guitarra: This machine kills fascists; Ben Whishaw se camufla con el poeta simbolista Arthur Rimbaud para entender las motivaciones y obsesiones del Dylan posadolescente; Christian Bale sirve como vehículo para abordar la incipiente leyenda del cantante de protesta, la asunción del profeta del folk y la radicalización del cristiano converso; Heath Ledger, en su antepenúltima aparición como actor, como el hombre-mito triturado por la fama, su egoísmo y su machismo; Blanchett encarna al Judas del folk que incorporó la guitarra eléctrica; y Richard Gere representa al fugitivo perenne que coquetea con la misantropía salingeriana. La presencia de Julianne Moore en el falso documental adoptando el rol de la gran Joan Baez merece una mención aparte.

Haynes fue tachado de esnobista por prescindir de una narrativa lineal, por reparar demasiado en las contradicciones y en los matices del bardo, por no glorificar a la estrella de rock, por incluir a un chico afroamericano como la génesis del Bob Dylan que bebe directamente de Guthrie, por caricaturizar a Allen Ginsberg y los Beatles, por confiar en Blanchett, una mujer, para mimetizarse con el Dylan más nihilista —cuando le preguntaron sobre cómo se preparó para el papel, respondió: Me reí muchísimo. Fumé muchísimo. Escuché todo lo que me cayó en las manos. Me apachurré los senos y caminé hacia las luces—, por parecerse más a Fellini que varios fellinianos confesos, por teorizar veladamente la polémica conversión al cristianismo del cantautor, por abusar de las metáforas, por exigirle al espectador un cierto grado de implicación intelectual, por no acudir desvergonzadamente a los himnos para conmover, por regodearse en el caos y por proponer un festival desmesurado de referencias musicales, sociales, históricas y de cultura popular.

En resumen, el también director de Velvet Goldmine, Far from Heaven y Carol fue vilipendiado por la crítica especializada y comercial por explorar nuevas rutas como creador de películas de corte biográfico. Algo imperdonable tanto a ojos de los guardianes de la ortodoxia como de la vanguardia.

Ahora que está por arribar el faraónico Napoleón de Ridley Scott y que venimos del hiperestilizado Elvis Presley de Baz Luhrmann me parecía urgente volver a la obra de Haynes para reivindicar las biopics, que no solo buscan desmontar el mito sino también diseccionar sus fragmentos. Y si en el camino logran ser originales, pues qué mejor.

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