La noticia llegó como se dan los cambios estructurales en México: sin conferencias de prensa, sin advertencias, sin drama. AT&T explora vender su operación móvil en México. No se trata de una salida urgente ni de un cierre abrupto. Simplemente, uno de los mayores operadores del mundo ya no ve futuro en este mercado. Y eso debería encender alarmas, no solo en las empresas, sino también en el gobierno, en un regulador que no tuvo los dientes para nivelar la cancha, y en una ciudadanía que sigue creyendo que competir significa “tener más de una opción en el menú”.
Se va el operador que apostó fuerte por México: desde 2014, AT&T invirtió más de USD10,000 millones en México, incluyendo la adquisición de Iusacell (USD2,500 millones) y Nextel (USD1,900 millones), además de infraestructura, espectro y expansión de red, (según reportes corporativos y cifras de la propia empresa). Creyó en la reforma de telecomunicaciones como plataforma para transformar un mercado concentrado, y se atrevió a desafiar al agente económico preponderante. Todo en un país que prometía ser el caso modelo: regulador autónomo, ley moderna, espectro disponible, cobertura en expansión, tarifas en caída.
AT&T lo intentó todo. Compró Iusacell en 2014, Nextel en 2015; desplegó infraestructura, lanzó campañas agresivas, se alió con Netflix, introdujo roaming gratuito en Norteamérica, apostó por 5G, y no logró doblegar la inercia de un mercado donde Telcel mantiene más del 60% del mercado móvil en México, ya sea por líneas o ingresos, según datos del IFT al primer trimestre de 2025.
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La reforma de 2013 fue aplaudida, premiada y exportada como ejemplo, no obstante, una década después, el resultado se parece más a una rendición que a un caso de éxito. Competir en México no significa solo ofrecer precios bajos, sino sobrevivir a un ecosistema diseñado para conservar las ventajas acumuladas de América Móvil: infraestructura propia, acuerdos de distribución exclusivos, control del canal minorista, presencia institucional sostenida por un efecto club y una marca que se hereda como apellido.
Mucho antes de que AT&T se planteara esta salida, Telefónica ya había tomado la misma decisión. En 2019, dejó de desplegar su red propia y migró a un modelo mayorista sobre la infraestructura de AT&T. Competir en México no depende de ambición, sino de sobrevivir a un diseño estructural que desalienta al que no hereda ventaja. Aun con ese sesgo, AT&T siguió invirtiendo más que nadie. Compró, desplegó, conectó, expandió. Una apuesta seria por reconfigurar un mercado que prometía condiciones y nunca las entregó.
En teoría, México tiene regulación asimétrica. En la práctica, un órgano regulador que nunca logró nivelar la cancha frente a un operador con poder sustancial de mercado. Las medidas correctivas llegaron tarde, mal, diluidas o simplemente no llegaron. Portabilidad sí hay, pero con fricción. Promociones también, pero temporales. La cobertura mejora, pero sin convergencia real. Y el marketing técnico suele prometer más de lo que entrega la red.
El proceso de venta es preliminar, sin garantía de cierre. AT&T redirecciona capital hacia fibra y convergencia en Estados Unidos, mientras en México enfrenta baja rentabilidad, concentración efectiva y debilidad institucional regulatoria. Este episodio llega en pleno ciclo de revisión del T-MEC. Washington no necesita leer entre líneas: un operador estadounidense que invirtió con fuerza compitió conforme a las reglas, ahora busca salida. Eso basta para confirmar las faltas de México en el Tratado de Libre Comercio.
¿Cómo pretende México acreditar competencia efectiva si los únicos que aguantan son los de siempre? ¿Existe trato no discriminatorio en el acceso a infraestructura crítica y reglas mayoristas? ¿La política de conectividad realmente converge a los estándares regionales exigidos por el nearshoring? Además, nuevos actores como CFE Telecom reconfiguran el escenario competitivo, pero sin claridad sobre su impacto en la inversión privada ni en la competencia equitativa.
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¿Qué sigue para la conectividad en México?
Nos queda observar qué tipo de actor entra al proceso, bajo qué términos y si asume obligaciones que fortalezcan una competencia estructural. Tal vez la salida de AT&T venga acompañada de la entrada de un fondo de infraestructura con lógica operativa, que priorice eficiencia, acuerdos mayoristas y estrategias agresivas de precios, especialmente a través de operadores móviles virtuales (OMVs).
AT&T también podría decidir mantener la operación, pero en modo de bajo gasto: inversión mínima, foco en rentabilidad. Esto estabilizaría la presencia de marca en el corto plazo, pero congelaría el mercado justo en un momento clave para el despliegue de 5G, IoT y conectividad empresarial. La consecuencia sería entonces la reducción de inversión, retrasos técnicos y una percepción pública deteriorada sobre cobertura y calidad del servicio.
La posible desinversión de AT&T no es un tropiezo corporativo, es un diagnóstico de la estructura competitiva del país. Un jugador global que invirtió más de una década integró adquisiciones y aun así explora su salida por más de 2,000 millones de dólares en un mercado donde el líder supera el 60%, interpela al regulador y al Estado.
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El nearshoring exige conectividad a la altura. Y eso no se logra con slogans ni presencia simbólica. Se construye con reglas funcionales, ejecución implacable y resultados medibles.
La pregunta no es si AT&T se va, sino si el próximo operador que apueste en México encontrará una cancha donde competir sea posible, rentable y verificable.