Musk no quiere un sueldo. Quiere un imperio

Lunes 10 de noviembre de 2025

Ingrid Motta
Ingrid Motta

Doctora en Comunicación y Pensamiento Estratégico. Dirige su empresa BrainGame Central. Consultoría en comunicación y mercadotecnia digital, especializada en tecnología y telecomunicaciones. Miembro del International Women’s Forum.

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Musk no quiere un sueldo. Quiere un imperio

Si Musk cumple sus metas, Tesla podría dejar de ser una empresa automotriz para transformarse en una corporación de inteligencia artificial y robótica.

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Elon Musk se convierte en emblema del capitalismo contemporáneo.

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flickr: TED Conference

Cuando los CEOs ya no solo dirigen empresas, sino que moldean economías, narrativas y territorios, el caso Elon Musk se convierte en emblema del capitalismo contemporáneo. Su paquete salarial, -el más alto jamás aprobado por accionistas-, además de redefinir el techo corporativo, expone tensiones profundas entre innovación, desigualdad y poder empresarial. Más que una cifra descomunal, es síntoma de un modelo donde el poder privado supera al institucional, y donde la innovación opera como coartada para reconfigurar el contrato social.

Ese contrato, como lo definió Jean-Jacques Rousseau en 1762, debía garantizar que los ciudadanos cedieran parte de su libertad natural para vivir bajo leyes que expresaran la voluntad general. Pero hoy, esa voluntad parece sustituida por la lógica corporativa, donde el interés público se diluye frente al mito del emprendedor visionario.

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El plan contempla hasta un billón de dólares en acciones si Musk cumple doce metas en diez años, entre ellas llevar a Tesla a una valuación de 8.5 billones de dólares, desplegar un millón de robotaxis, alcanzar diez millones de suscripciones al software de conducción autónoma y vender un millón de robots humanoides Optimus. Si lo logra, controlará más del 25 por ciento de Tesla, consolidando su poder durante la próxima década.

Musk ha convertido su compensación en una especie de videojuego del capitalismo extremo: desbloquear niveles, acumular poder y construir su propio ejército robótico. Lo inquietante, además del monto, es la narrativa del capitalismo contemporáneo que ya no premia la productividad o el impacto social, sino la capacidad de convertir la realidad en un juego donde la innovación se mide por la magnitud del riesgo y del ego.

La presidenta del consejo de Tesla advirtió que Musk podría abandonar la empresa si no se le aprobaba el paquete. Es decir, la compañía ya no depende de sus productos, sino del mito de su fundador.

Musk sostiene que sus robots Optimus erradicarán la pobreza, pero el trabajador promedio de Tesla gana 57 mil dólares al año. La promesa de automatización se presenta como liberación. Paradójicamente las máquinas que prometen mejorar la vida de la humanidad podrían terminar concentrando aún más la riqueza en manos de unos cuantos. Entonces no hablamos de progreso tecnológico, sino de quién controla sus beneficios.

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En 2024, un juez anuló el paquete de compensación de 56 mil millones de dólares que Elon Musk había recibido en 2018 como CEO de Tesla, al considerar que el proceso estuvo viciado por conflictos de interés. En respuesta, Tesla trasladó su sede legal de Delaware a Texas, un estado con leyes corporativas más permisivas. Este movimiento es síntoma de una tendencia en donde las megacorporaciones están en fuga regulatoria, buscando operar donde el control estatal es mínimo. Silicon Valley ya no es solo un ecosistema de innovación, sino un territorio de poder paralelo, con sus propias reglas y lealtades.

La transformación de las megacorporaciones ya no se adapta a los Estados; los Estados se adaptan a ella. En ese nuevo orden, el CEO se convierte en Estado, y la disrupción se convierte en poder soberano.

Las repercusiones del caso Musk van más allá del valor de Tesla. En lo económico, establece un precedente bajo el cual otros CEOs podrían exigir compensaciones similares con metas infladas o poco verificables. En lo político, ofrece munición a los movimientos que piden impuestos más altos a las grandes fortunas. En lo social, normaliza una desigualdad que ya no escandaliza a nadie.

El paquete de Musk equivale al sueldo anual de 17 millones de empleados de Tesla, pero el relato relevante ya no parece ser el de la indignación, sino el de la admiración hacia ese mito auto creado. En un mundo que celebra la disrupción como virtud suprema, el exceso ha dejado de ser una anomalía para convertirse en modelo aspiracional.

Si Musk cumple sus metas, Tesla podría dejar de ser una empresa automotriz para transformarse en una corporación de inteligencia artificial y robótica, consolidando a Musk como el símbolo máximo del poder corporativo global. Si fracasa, se tambalea el mito del CEO-mesías y el modelo de compensación extrema podría colapsar. Pero si otros lo imitan, entramos en una nueva era de CEO-emperadores, donde la rendición de cuentas se diluye detrás de la épica tecnológica.

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En el fondo, el paquete salarial de Musk no trata solo de dinero, sino establece un nuevo contrato social entre humanos, algoritmos y poder. Pero a diferencia del pacto rousseauniano, donde la ley debía expresar el bien común, hoy ese contrato se reescribe desde las oficinas de las megacorporaciones. La voluntad general ha sido desplazada por la voluntad tecnológica. Y quizás lo más inquietante no sea cuánto gana Musk, sino cuánto estamos dispuestos a pagar por seguir creyendo en su mito.

El caso Musk es el síntoma de un sistema donde el poder empresarial redefine las reglas, los territorios y las narrativas. En este nuevo orden, el Estado deja de regular a las corporaciones, la innovación se impone como dogma y el mito del líder visionario justifica cualquier exceso. La rendición de cuentas se diluye, mientras la ciudadanía cede terreno frente a la innovación tecnológica.

Porque en este nuevo contrato social, no solo se negocia el futuro de Tesla. Se negocia el futuro de todos.

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