IA sin mujeres: el nuevo vacío de poder que nadie regula

Martes 4 de noviembre de 2025

Ingrid Motta
Ingrid Motta

Doctora en Comunicación y Pensamiento Estratégico. Dirige su empresa BrainGame Central. Consultoría en comunicación y mercadotecnia digital, especializada en tecnología y telecomunicaciones. Miembro del International Women’s Forum.

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IA sin mujeres: el nuevo vacío de poder que nadie regula

Según ONU Mujeres, el 78 % de los equipos que desarrollan IA están formados por hombres, y solo una de cada cinco posiciones de liderazgo tecnológico es ocupada por mujeres.

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OIT confirma que el 79 % de los empleos donde predominan mujeres están en riesgo de automatización.

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Gemini

Cada época ha tenido su manera de silenciar a las mujeres. Durante siglos, muchas debieron firmar con seudónimos masculinos o esconder su obra detrás de un apellido ajeno para ser tomadas en serio. En el arte, otras fueron borradas del lienzo que pintaron o del libro que escribieron. El escenario hoy es distinto, pero el patrón se repite: los nombres ausentes ya no están en las artes y en la ciencia, sino en las líneas de código. La inteligencia artificial se ha convertido en el nuevo lienzo del mundo, y otra vez, la mitad de la humanidad está ausente de la firma.

No solo ocurre en Silicon Valley, sucede en cualquier oficina del planeta. Hombres discutiendo sobre productividad y eficiencia; más hombres que mujeres. Ninguno pregunta si el modelo que están por implementar fue entrenado con datos balanceados, y ninguno nota que el sistema descarta, sin culpa ni intención, a las mujeres que hicieron pausas laborales para cuidar, criar o reconstruirse después de una crisis. Según ONU Mujeres, el 78 % de los equipos que desarrollan IA están formados por hombres, y solo una de cada cinco posiciones de liderazgo tecnológico es ocupada por mujeres.

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La inteligencia artificial no solo aprende del mundo, sino que lo imita. Mientras tanto, el Fondo Monetario Internacional advierte que la mayoría de los países carece de marcos éticos para gobernarla, y la Organización Internacional del Trabajo (OIT) confirma que el 79 % de los empleos donde predominan mujeres están en riesgo de automatización. El sesgo no es un error basado en lo técnico, sino una decisión estructural. Cuando un algoritmo discrimina, no lo hace por accidente, sino porque alguien, o un sistema entero, decidió que esa variable no importaba.

Hace poco más de un siglo, Mary Ann Evans firmó como George Eliot para que su obra fuera publicada. En el siglo XX, las mujeres que programaron los primeros computadores fueron borradas de la historia por el relato masculino de la tecnología. En pleno siglo XXI, la exclusión se disfraza de neutralidad matemática. Las máquinas no tienen género, pero los datos con los que aprenden sí. No hemos evolucionado tanto como creemos: cambiamos el papel por el código, pero seguimos dejando fuera las voces que podrían corregir la historia.

En América Latina, la conversación sobre inteligencia artificial suele girar en torno a productividad y eficiencia, no a ética o impacto social. Los algoritmos que usamos en recursos humanos, educación o banca vienen de fuera. Importamos tecnología y, con ella, sus sesgos. En ese vacío se instala un nuevo tipo de colonialismo: el algorítmico, donde el poder no se ejerce con armas ni pactos sociales, sino con bases de datos y líneas de código. La UNESCO y la CAF han advertido que la región carece de marcos éticos propios, lo que nos deja como usuarios sin soberanía de modelos creados para contextos ajenos.

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Un estudio de la OIT y del Instituto Nacional de Investigación de Polonia confirma que uno de cada cuatro empleos en el mundo podría ser reemplazado por inteligencia artificial generativa. Pero el riesgo no se reparte igual. En los países de altos ingresos, el 9.6 % del empleo femenino está en peligro, frente al 3.5 % del masculino. Y los sectores más vulnerables son los de siempre: educación, atención al cliente, servicios sociales.
Los hombres siguen concentrando el poder sobre quienes diseñan y regulan la tecnología. La brecha digital de género no es de acceso, sino de representación. No basta con que las mujeres usen tecnología; necesitamos que la programen, que la cuestionen y que la reescriban.

Los comités globales que definen los llamados “principios de IA responsable” suelen estar integrados por académicos y directivos, pero rara vez por las personas afectadas por las decisiones algorítmicas: mujeres, minorías o comunidades vulnerables. Así nacen modelos que se presumen “objetivos”, pero que en realidad amplifican los prejuicios de quienes los entrenan.

Mientras la Unión Europea implementa su Ley de Inteligencia Artificial y exige transparencia y evaluación de riesgos, en América Latina seguimos discutiendo si la regulación es necesaria. La falta de inversión en investigación, regulación y educación digital nos condena a un ciclo perverso: importamos software y exportamos datos. Las grandes plataformas se alimentan de nuestra información, pero los beneficios económicos, científicos y regulatorios se quedan fuera del continente. Y cuando esos algoritmos regresan convertidos en productos, lo hacen con sesgos de idioma, contexto y género que no representan nuestra realidad.

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Mientras el mundo presume inclusión, el verdadero poder, el que define el futuro, se está decidiendo sin nosotras. El código se ha vuelto una nueva forma de legislación. Cada línea dicta lo que una máquina puede o no puede hacer, y lo que un ciudadano puede o no puede obtener. Los algoritmos no son neutrales; cargan ideología, cultura y, muchas veces, un idioma que no es el nuestro. Si el siglo XX fue el del voto, el XXI se decidirá en el código.

México y América Latina tienen la oportunidad, y la urgencia, de construir un modelo de inteligencia artificial propio, ético y con propósito humano. Uno que no copie a Silicon Valley, sino que integre nuestra diversidad, justicia y visión comunitaria. Eso implica abrir la puerta e incluir a mujeres, científicas sociales, filósofas, comunicadoras y diseñadoras en la conversación tecnológica. No solo ingenieros.

Porque los algoritmos también cuentan historias, y cada historia contada sin nosotras será, otra vez, una historia incompleta.

Soy Ingrid Motta.

Esto lo vi, lo leí y lo escuché.

Y traduzco el futuro para que nadie se quede fuera.

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