El entretenimiento dejó de ser un espacio de ocio para convertirse en infraestructura económica, política y cultural. Las pantallas ya no solo transmiten historias: administran datos, hábitos y emociones que valen tanto como cualquier activo financiero. El llamado Paquete Económico 2026 parece, a simple vista, un ajuste tributario más. En realidad, marca un cambio de era: el Estado se asoma a las entrañas de la economía digital con la promesa de recaudar mejor, pero con el riesgo de mirar demasiado. Lo que antes era una frontera económica se vuelve un territorio político donde cada transacción, cada clic y cada suscripción quedan bajo observación. Lo que parece una política de ingresos públicos se transforma, en los hechos, en un experimento de vigilancia digital, que se suma al despliegue de la CURP biométrica.
El IEPS del 8 % a los videojuegos violentos se presenta como una medida de salud pública, pero en su ambigüedad se asoma un intento de control cultural. Nadie ha definido con claridad qué significa “violento”, ni qué entidad tendría la capacidad técnica o moral para establecerlo. Ese margen interpretativo es, en sí mismo, una forma de censura. Un impuesto simbólicamente pequeño, la Secretaría de Hacienda estima apenas unos 183 millones de pesos anuales, puede alterar las decisiones de producción y distribución de toda una industria que genera más de 42 mil millones de pesos al año y emplea a miles de jóvenes creadores. La fiscalidad deja de ser un instrumento de equidad para convertirse en un filtro de legitimidad narrativa: lo que se puede o no se puede jugar, ver o vender.
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La misma lógica de control se repite en el comercio electrónico. Las nuevas retenciones del 4 % a personas morales y del 20 % a quienes no cuenten con RFC fueron presentadas como un incentivo para formalizar a los pequeños vendedores digitales, pero podrían terminar expulsándolos del ecosistema. En un país donde más de la mitad del comercio en línea ocurre desde la informalidad, exigir los mismos estándares a un emprendedor que vende por WhatsApp que a una transnacional no es equidad, es exclusión. Lo que se anuncia como modernización fiscal podría convertirse en un proceso de selección digital: solo quien logre adaptarse a las reglas del SAT podrá participar en la economía de las plataformas.
La tensión llega a su punto más alto en la reforma al Código Fiscal de la Federación. El nuevo artículo 30-B autoriza al Servicio de Administración Tributaria a tener acceso en tiempo real a los sistemas internos de plataformas como Netflix, Amazon, Mercado Libre o Spotify. No se trata de que entreguen información fiscalizada, sino de que abran sus puertas tecnológicas al Estado. La justificación oficial es mejorar la transparencia y combatir la evasión, pero el resultado puede ser la institucionalización de una vigilancia permanente. En caso de incumplimiento, el SAT podrá bloquear la operación de cualquier servicio en territorio mexicano. La medida entra en vigor en abril de 2026, y su potencial de impacto es tan amplio que aún no ha sido medido: si una plataforma se resiste, no solo afecta a su empresa, sino a millones de usuarios que dependen de ella para estudiar, trabajar o comunicarse.
El problema no es la recaudación, sino el control que se construye en su nombre. En un país donde los organismos encargados de proteger la privacidad, como el INAI, enfrentan debilitamiento institucional, otorgar al Estado un acceso sin límites ni órdenes judiciales a los sistemas privados equivale a normalizar la inspección constante. La ambigüedad del texto legal deja en el aire qué datos serían consultados, con qué frecuencia y bajo qué protocolos de seguridad. Cada conexión abierta entre el SAT y una empresa digital se convierte en una vulnerabilidad potencial: una puerta por la que pueden filtrarse no solo datos fiscales, sino información personal y comportamientos de consumo.
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Otros países han enfrentado dilemas similares, pero con respuestas muy distintas. India, por ejemplo, prohibió TikTok y docenas de aplicaciones chinas bajo la consigna de la seguridad nacional, con resultados que hoy se interpretan como una forma de censura digital más que de soberanía. En Europa, el Reglamento General de Protección de Datos (GDPR) construyó un modelo opuesto: límites estrictos al uso de información personal, transparencia obligatoria y sanciones a gobiernos y empresas que excedan su poder sobre los datos de los ciudadanos. México, en cambio, parece avanzar hacia una ruta híbrida, ni tan garantista como la europea, ni tan abiertamente restrictiva como la india, pero con el riesgo de consolidar un modelo de vigilancia fiscal que funcione como mecanismo de control político y cultural.
Detrás de la narrativa de modernización fiscal se configura un modelo de supervisión tecnológica centralizada que pone en tensión los derechos de privacidad, libertad cultural y competencia económica. Si una empresa teme ser bloqueada o auditada sin límites, reducirá su inversión local, simplificará catálogos y priorizará mercados con certidumbre regulatoria. Si un creador teme que su contenido sea clasificado como “violento”, ajustará su narrativa para evitar el impuesto. Y si un vendedor digital teme las retenciones o el acceso a sus datos, volverá al efectivo. Lo que sigue será entonces: menos diversidad, menos incentivos para la innovación y desconfianza.
El Estado tiene derecho a recaudar, pero no a observarlo todo. En una democracia, la tecnología debe servir para ampliar derechos, no para restringirlos. La fiscalidad puede ser digital, pero debe ser también proporcional, transparente y limitada por la ley. Convertir el entretenimiento y el comercio digital en territorios de inspección permanente no solo erosiona la confianza, también redefine el equilibrio entre gobierno y ciudadanía en la era de los datos.
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México necesita una estrategia tributaria inteligente que equilibre recaudación, protección, innovación y responsabilidad. Pero lo que hoy está en juego no son solo cifras ni impuestos, sino la capacidad de elegir qué vemos, qué jugamos y cómo participamos en la economía digital sin ser vigilados. El control, cuando se disfraza de política fiscal, termina siendo una forma de poder cultural. Y en el siglo XXI, controlar el entretenimiento es controlar el imaginario social.
Y tú, como ciudadano digital, tienes más poder del que crees: tu atención, tus datos y tus decisiones son hoy el terreno donde se juega la próxima batalla por la libertad.