La semana pasada escribía sobre cómo los intereses de Wall Street podían imponer su línea editorial sobre los medios, un tema que tuve en mente durante días. Hoy, llego a la conclusión que esa batalla parece una disputa de bajo nivel frente a la emergencia del verdadero poder del siglo XXI: la hegemonía algorítmica de Silicon Valley.
Ya no se trata solo de la prensa, sino de la realidad de la era de la hiperconectividad. Las megacorporaciones tecnológicas han creado una infraestructura de Inteligencia Artificial que no solo procesa datos; codifica el conocimiento, moldea la cultura y opera con una autonomía que erosiona, casi en silencio, la soberanía. No es un soft power; es un poder sistémico que merece atención inmediata, especialmente en países en vías de desarrollo como el nuestro.
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La lucha por el control de la IA no es una guerra de productos, sino de propiedad intelectual y la soberanía del conocimiento. Durante años, las IA, incluyendo los modelos fundacionales más potentes, se han alimentado de bases de conocimiento público como Wikipedia, validando su existencia y construyendo su inteligencia sobre un esfuerzo colectivo. El juego cambió por conveniencia y ahora se busca sustituir y monopolizar esa fuente.
Cuando personajes como Elon Musk anuncian proyectos como Grokipedia (una supuesta base de conocimiento abierta entrenada por su IA, Grok), debemos analizar bien el tema. La promesa de una enciclopedia descentralizada choca con la realidad de que el modelo de IA sigue siendo propiedad de una sola persona.
Pero no es solo Musk. Microsoft, con OpenAI, cerró el acceso abierto de sus modelos y oculta los datos de entrenamiento; Google y su ecosistema Gemini concentran la visibilidad del conocimiento global en algoritmos de búsqueda y recomendación; Meta controla qué se amplifica o desaparece de la memoria digital colectiva a través de Facebook e Instagram; y Amazon, con AWS, domina la infraestructura donde se entrena gran parte de la IA mundial. La pregunta no es si tienen buenas intenciones, sino quién tendrá la llave maestra de la fuente de la verdad en la era digital y a qué intereses servirá.
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Ya vimos este poder en acción con la transformación de Twitter a X. Con un simple cambio de dueño, las reglas de la moderación, la visibilidad de los contenidos y, en última instancia, el acceso a la información cambió de la noche a la mañana. Si un actor puede reescribir la plataforma global de conversación, imagínate lo que puede hacer con la manipulación de la verdad vía Grokipedia.
Esta es la forma más sofisticada de censura que hemos conocido: no prohíbe una idea, simplemente la hace invisible o la re-codifica a nivel fundamental, haciendo que las narrativas, la historia y la ciencia sean un mero reflejo de los intereses de sus creadores. Esto convierte el conocimiento en una sofisticada arma geopolítica.
El talento en IA en países latinoamericanos con emprendimiento y ambición digital quedan supeditados a la geopolítica del chip. La fabricación de los semiconductores más avanzados (GPU, TPU) está concentrada en unas pocas potencias, siendo Taiwán (TSMC) la más crítica. Esto crea un cuello de botella económico y estratégico. Si un país depende de la buena voluntad de las potencias dominantes para acceder a los chips que alimentan la IA Generativa, su independencia económica y su capacidad de innovar se miden en términos de suministro.
La inversión en TIC, la transformación digital de la industria, e incluso la seguridad nacional, quedan vulnerables a una interrupción en la cadena de suministro o a una sanción política impuesta desde Washington o Beijing. Esta no es una dependencia de software (que se puede copiar); sino de infraestructura crítica que ata el futuro económico de las naciones en desarrollo a las decisiones de unos pocos consejos de administración o gabinetes políticos.
La respuesta de la Unión Europea con su Ley de IA (AI Act) es ambiciosa al buscar establecer reglas de riesgo para los gigantes tecnológicos. La falta de poder tecnológico y económico condena a regiones como la latinoamericana a ser solo consumidores pasivos de tecnologías cuyas reglas y riesgos son definidos en otras latitudes. Si permitimos que las normas las escriban las propias tecnológicas, el soft power de la IA se consolida como un neo-imperialismo digital que impone sus estándares y su narrativa cultural en nuestros mercados y en nuestras sociedades.
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Tenemos que dejar de ver la IA solo como una herramienta de productividad y reconocerla como un poder geopolítico en sí mismo. La soberanía no se defiende solo en la construcción de fronteras, sino asegurando la adopción equitativa a la tecnología, exigiendo transparencia en los algoritmos y construyendo estrategias de autonomía de conocimiento.
Si no actuamos ahora, la línea algorítmica se impondrá como moneda de dependencia global, dictando no solo la línea editorial, sino el futuro completo de nuestras economías y democracias. Dicho de otra manera: no se trata de si usamos IA, sino de si la IA nos usará a nosotros como moneda de poder.