Los comentarios que más resaltan para mí en redes sociales sobre Frankenstein de Guillermo del Toro dicen cosas como “Tremenda obra de arte / Tremendo pedazo de caca”... y creo entender por qué lo dicen. Ya sé que en nuestro país no está bien visto hablar mal del director tapatío, pero estos comentarios negativos sobre su más reciente película me devuelven un poco de la fe en la humanidad.
¿A qué me refiero? Simplemente, a que me parece saludable que aún haya cinéfilos que puedan ver más allá de la superficie y darse cuenta cuando una película es más estilo que sustancia, situación que ha venido sucediendo con el cine de del Toro desde… desde siempre. Ya sabemos que en la actualidad la imagen lo es todo y las experiencias estéticas dominan las redes sociales. Frankenstein pertenece a un tipo de cine preciosista e “instagrameable” que es tendencia en la actualidad (y donde parece que Jacob Elordi es el común denominador).
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Vamos, que no tiene nada de malo ver películas porque son “bonitas”, que la belleza también es parte importante del arte. Pero en México -y esto ya lo he dicho antes-, más que admiración por del Toro hay idolatría, y tal situación es la que no me parece sana pues incluso los críticos de cine que se precian de ser los más rigurosos y que deberían serlo al hablar de sus películas, se abstienen de comentar cualquier cosa que pudiera parecer ofensiva. Es un gremio que, en lo local, recompensa el compadrazgo y está más preocupado por quedar bien.
Al caer en este tipo de conductas, la “crítica” en México no es diferente de los influencers que tanto les molestan. En redes sociales ya se está llegando a la aceptación, más allá de denostaciones, de que los llamados “filmtokers” y otros creadores de contenido relacionado con el cine no están para ofrecer análisis cinematográfico, solamente para hablar bien y hacerle publicidad a los productos. Son los críticos los que ya tienen que dejar de competir con los fimtokers y hacer bien su chamba.
Ahora que del Toro ha entrado (tal y como lo hizo su antecesor, Tim Burton) a su etapa de remakes y reinvención de los clásicos, leer en el poster “A film by Guillermo del Toro: Frankenstein”, me remite directamente a aquella ocasión en que Francis Ford Coppola reimaginó Drácula (1992) de Bram Stoker y consiguió otra obra maestra, volviendo a elevar los estándares de la cinematografía. La comparación me parece pertinente, pues a pesar de que del Toro ya tiene su propio Oscar, lo que le faltan son títulos tan profundos, tan originales y tan influyentes como El padrino (1972) y Apocalypse Now (1979).
Ya vista, Frankenstein me desconcierta porque, en sus casi 2 horas y media de majestuosidad y artificio, no logra evocar para mí una sola emoción real y muestra a del Toro como alguien incapaz de transmitir sentimientos profundos e, incluso, cuando trata de ilustrar (o directamente explicar) conceptos como el amor, la fe y el perdón, lo hace de una manera tan torpe que los diálogos se vuelven ininteligibles y la segunda mitad de la película se convierte en un lastre.
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No es ninguna mentira y tampoco es ofensivo decir que una película de del Toro es entretenimiento puro, y vaya que como espectáculo son películas sumamente artísticas. Solo el tamaño de sus producciones bien vale el precio del boleto, como ir al mejor circo del mundo. Pero hoy más que nunca, tengo que insistir en que su cine escapista me parece problemático en el contexto de lo que vivimos actualmente en el mundo.
Y miren que del Toro no está obligado a retratar las desgracias de la vida contemporánea y tampoco a cambiar la fantasía por otro género cinematográfico. Mi crítica está más dirigida al consumidor de su cine, ese que agota las funciones de Frankenstein y que cayó redondito en la trampa de la escasez artificial, estrategia que le ha funcionado tan bien a Netflix para impulsar en salas de cine sus estrenos limitados y crear expectativa por sus películas.
En su constante lucha con las salas de exhibición, Netflix encontró un gran aliado en Guillermo del Toro, pues incluso antes de producirle Pinocho (2022) y antes de que las plataformas de streaming se volvieran tan populares con la pandemia, del Toro ya era un director capaz de atraer grandes audiencias a las salas de cine en México, de hecho, el más taquillero de “Los tres amigos”. Por eso, no sorprende que los mexicanos corran a ver sus películas, es un director que siempre ha gozado de esa fortuna.
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Lo que realmente está sucediendo es que, al no estrenar en Cinépolis y Cinemex, Frankenstein ha generado un frenesí entre sus fans que los ha llevado a agotar las funciones de algunos sitios donde sí se está proyectando, como las salas de la Cineteca Nacional y cineclubes como el Cine Tonalá en la Ciudad de México, quizá porque el público no se ha enterado de que también se exhibe en Cinedot y Cinemas WTC, entre otros, además de que estará disponible en Netflix a partir del 7 de noviembre.
Tampoco hay que olvidar que las películas de directores como del Toro, Cuarón e Iñárritu que han logrado abarrotar las salas de cine en la última década, son básicamente estrenos hollywoodenses como cualquier otro estreno de fin de semana. Guillermo del Toro no ha realizado una película que se pueda considerar mexicana, estrictamente hablando, desde El laberinto del fauno en 2006 -casi 20 años- y esa era una coproducción española.