Meta se planta. Trump prohíbe la “IA woke”. Estados Unidos rompe con la UNESCO. Tres gestos que señalan que el futuro de la inteligencia artificial no se negocia en foros multilaterales, sino en los despachos de Silicon Valley y las oficinas ovales. La regulación de la IA dejó de ser un debate técnico; es ahora una batalla frontal por imponer agendas, controlar relatos y decidir quiénes tienen voz en el nuevo orden digital.
Europa intentó marcar la pauta con el AI Act y su Code of Practice para IA de propósito general. Google, Microsoft y OpenAI firmaron el pacto voluntario. Meta no. Decidió esperar la versión final de la ley. No es desinterés. Es estrategia. Meta puede darse el lujo de ignorar el marco voluntario porque sabe que cuando llegue la versión definitiva, ya habrá negociado con frialdad quirúrgica cada coma en el documento. Las grandes tecnológicas no se adaptan al entorno, lo rediseñan.
En Estados Unidos, de manera sincrónica, Donald Trump firmaba una orden ejecutiva para impedir que el gobierno federal contrate IA con “ideología basada en Diversidad, Equidad e Inclusión (DEI) ". La llamada “Preventing Woke AI” exige “neutralidad ideológica” en modelos algorítmicos y veta expresamente cualquier enfoque de diversidad, equidad e inclusión. Bajo la bandera de la imparcialidad, se instala una vigilancia ideológica: censura algorítmica disfrazada de objetividad.
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En paralelo, Estados Unidos anunció su salida de la UNESCO, debilitando los últimos espacios de consenso global sobre los principios éticos de la IA. Y mientras eso ocurre, las corporaciones dictan su propia hoja de ruta, ignorando pactos voluntarios, condicionando estándares y dejando a la ciudadanía sin voz ni voto.
Porque el péndulo no solo afecta a las políticas. También golpea los discursos. El ciclo del “woke capitalism” se aceleró tras el asesinato de George Floyd en 2020, cuando las marcas se volcaron a hacer promesas de diversidad, equidad y justicia algorítmica. Fue la oleada DEI. Pero el entusiasmo duró poco. Tres años después, la mayoría de esos programas han sido rebautizados, minimizados o simplemente recortados.
Paramount es un ejemplo brutalmente claro: tras su adquisición por parte de Skydance, eliminó las políticas de diversidad en CBS News y desmanteló estructuras DEI, bajo el argumento de una “redefinición editorial”. Lo irónico es que en 2024 esa misma compañía seguía proclamando que la diversidad era central a su estrategia creativa, incluso mientras usaba esa narrativa para justificar inversiones en algoritmos de recomendación. Cuando la inclusión se vuelve una función del branding, cualquier retroceso puede venderse como “reestructura técnica”. El mensaje es claro: el capital marca la pauta, y los principios se ajustan a los pronósticos mercadológicos y financieros.
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Mientras estas narrativas se mantienen, debajo está el verdadero desequilibrio: la fragmentación regulatoria. La UE quiere liderar con un marco legal completo. Estados Unidos sigue sin una ley federal unificada, atrapado en una variedad de órdenes contradictorias. China regula por decreto. Reino Unido apuesta por el “dejar hacer”. En México, ni siquiera hemos logrado que el debate sobre algoritmos entre en la agenda legislativa.
Este caos no es accidental. Es el ecosistema perfecto para el “arbitraje regulatorio": las empresas deciden en qué país operar según el grado de exigencia legal. Y como siempre, ganan los más grandes. Pierden las pymes, la ciudadanía y los gobiernos sin dientes.
Las reglas que supuestamente mitigarían los riesgos sociales de la IA están siendo redactadas por los mismos actores que lucran con esos riesgos.
Más grave aún es que las normas técnicas que definirán el futuro de la IA no están siendo diseñadas por organismos independientes, sino por las mismas Big Tech que tienen intereses comerciales en juego. En el comité JTC21, el grupo europeo de normalización técnica de IA liderado por el Comité Europeo de Normalización (CEN) y el Comité Europeo de Normalización Electrotécnica (CENELEC), más del 55% de los asientos los ocupan empresas o consultorías. En el comité ISO/IEC SC42, que define estándares internacionales para inteligencia artificial bajo los organismos globales ISO e IEC, Huawei preside uno de los grupos clave. La participación de la sociedad civil no supera el 9%.
Las grandes tecnológicas no solo desarrollan los modelos. También redactan los protocolos para evaluarlos, las métricas para auditarlos y los informes que los validan. Es la captura regulatoria en su forma más cruda y concentrada. Si queremos una IA que sirva al bien común, hay que ir más allá del marketing y de las promesas vacías. Necesitamos regulaciones multilaterales con fundamentos y evaluaciones éticas obligatorias, así como una vigilancia activa e independiente que ponga el foco en los impactos reales, no solo en la eficiencia.
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Lo que está en juego no es solo la privacidad, la transparencia o los sesgos. Es el poder. Quién lo ejerce, quién lo fiscaliza, quién queda fuera del juego. Si no frenamos esta dinámica, no será la IA la que se escape: serán los intereses que ya dominan el tablero los que aseguren, algoritmo a algoritmo, que el futuro también les pertenezca. La pregunta no es si habrá reglas. Es quién tendrá el privilegio de escribirlas.