¿Credibilidad o control?
Enernauta

Especialista en política energética y asuntos internacionales. Fue Secretario General del International Energy Forum, con sede en Arabia Saudita, y Subsecretario de Hidrocarburos de México.
Actualmente es Senior Advisor en FTI Consulting.

¿Credibilidad o control? ¿Credibilidad o control?
Foto: Dids / Pexels.

Los inversionistas valoran en la política pública y la regulación cuando menos tres atributos: la coherencia, la estabilidad y la credibilidad. Si el marco de inversión es incapaz de proporcionarlos, aún cuando varíen la orientación ideológica del gobierno o el sistema económico, les será muy difícil saber a qué atenerse. Ante la incertidumbre, preferirán esperar antes de arriesgar recursos en proyectos que recuperarán costos después muchos años de operación.

Las comisiones reguladoras autónomas surgieron alrededor del mundo durante la ola de reformas de mercado de los 80s y 90s como uno forma de convertir estos atributos en realidad. Hasta entonces, la mayoría de los ministerios establecían a discreción la política y la regulación de los sectores económicos. Esto no les impedía ofrecer garantías de largo plazo, pero sí dejaba abierta la pregunta sobre la sostenibilidad del marco de inversión en caso de que un partido distinto tomara el control del gobierno. La duda era especialmente aguda en tiempos de viraje de modelo económico: ¿perdurarían las nuevas reglas o serían abandonadas tan pronto cambiaran los vientos políticos?

La idea para resolver esta insuficiencia fue separar la técnica de la política y delegar a estos organismos autónomos la autoridad de regular a los sectores económicos bajo criterios de competencia y eficiencia. Si un monopolio público pasaba a manos privadas o era desintegrado en varias empresas, como ocurrió con la apertura de la energía o telecomunicaciones, la comisión autónoma sería la nueva encargada de establecer las reglas de su participación en el mercado.

Un principio medular en el diseño de estas instituciones fue crear condiciones para procurar su imparcialidad. Además de su autonomía, el modelo planteaba que el mandato de sus directivos no fuera sincrónico con los ciclos electorales y que sus equipos estuvieran integrados por funcionarios calificados. También incluía estándares de comportamiento para evitar la captura de los reguladores por parte de las empresas.

Para los empresarios y la sociedad, la ventaja de este arreglo sería que el riesgo de que las inversiones quedaran varadas por cambios arbitrarios en las reglas -cambios provocados por nuevos gobiernos o presiones políticas- disminuiría considerablemente.

Para los políticos, parte de la pérdida de control sobre instrumentos clave se compensaría con la oportunidad de localizar en las comisiones autónomas la responsabilidad en caso de que las cosas marcharan mal. Podrían además aprovecharlas para señalar su compromiso con reglas estables para la inversión.

Sonaba bien en teoría, pero en la práctica la relación entre reguladores y gobiernos ha resultado, por decir lo menos, compleja. A treinta años del inicio de la creación de estos organismos, a los gobernantes y legisladores les resulta todavía difícil aceptar la pérdida de control sobre instrumentos de cuyo manejo depende parte de su popularidad.

Un regulador autónomo puede dictaminar técnicamente que una empresa aliada del gobierno está atentando contra la competencia, o puede fijar el precio de combustibles por encima del nivel preferido por el gobierno justo antes de una elección, entre muchas otras decisiones. Si esta resolución va en contra de la preferencia del gobierno, estará puesto el escenario para el conflicto.

Más aún, perdura el válido cuestionamiento respecto de la representación democrática de las comisiones autónomas, dirigidas por funcionarios que nadie eligió, si bien seleccionados por legisladores en procesos legítimos de votación. Si un nuevo gobierno interpreta su mandato en las urnas como una licencia para virar la política hacia un nuevo rumbo, ¿qué legitimidad tiene una comisión autónoma para impedírselo?

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Frente a situaciones como éstas, los gobernantes ejercen todo tipo de presiones para encauzar a su favor las resoluciones de las comisiones autónomas. En Europa, América Latina o Estados Unidos -que popularizó esta figura institucional- han sido múltiples los intentos de los políticos por intentar controlarlas o doblegarlas. Buscan que sus funcionarios les sean afines. Si no lo logran, tratan de reemplazarlos, promueven una reducción del presupuesto de la comisión o plantean su reestructuración. En la mayoría de los casos, estos embates fracasan dada la dificultad de cambiar estatutos de rango constitucional.

En última instancia, el dilema de los gobernantes es elegir entre delegar o controlar directamente decisiones de política que afectan el destino de su partido y a todo un país. Delegar a comisiones autónomas les quita flexibilidad, pero eleva la certidumbre de largo plazo de las reglas.

Para el sector energético, esta capacidad institucional de mirar al futuro y resistir presiones públicas o privadas es fundamental. Debilitar las comisiones autónomas en lugar de mejorar continuamente su desempeño resultaría en una costosa pérdida de credibilidad y de seguridad energética.

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