Especialista en política energética y asuntos internacionales. Fue Secretario General del International Energy Forum, con sede en Arabia Saudita, y Subsecretario de Hidrocarburos de México.
Actualmente es Senior Advisor en FTI Consulting.
Del tercer mundo al primero
Las reflexiones de Lee Kuan Yew, fundador de Singapur y artífice de su éxito económico, merecen la atención de cualquiera que se interese en la política industrial. De ser un país pobre, en unas cuantas décadas se ha sumado al reducido grupo de países con más alto ingreso por persona.
Las reflexiones de Lee Kuan Yew, fundador de Singapur y artífice de su éxito económico, merecen la atención de cualquiera que se interese en la política industrial. De ser un país pobre, en unas cuantas décadas se ha sumado al reducido grupo de países con más alto ingreso por persona.
Lee Kuan Yew, el afamado, respetado y controvertido fundador de Singapur, publicó hace casi un cuarto de siglo un voluminoso libro de casi 800 páginas bajo el título Del tercer mundo al primero: La historia de Singapur, 1965-2000. En su prefacio explica su intención al entregar tan amplio tomo: comunicar a la juventud singapurense, que “tomaba por sentada la estabilidad, crecimiento y prosperidad… lo difícil que había sido para un pequeño país de 640 kilómetros cuadrados sin recursos naturales sobrevivir en medio de naciones más grandes, recién independizadas, todas ellas persiguiendo políticas nacionalistas”.
Su país, una isla convertida a regañadientes en una ciudad-estado en 1965, en tiempos de descolonización británica y después del fracaso de su breve unión con Malasia tres años antes, se había convertido ya para los años 90 en un referente mundial sobre lo que las políticas industriales y de atracción de inversiones podían lograr para elevar el nivel de vida de una población. De tener al comienzo de su independencia un ingreso por persona inferior al de países como México, menos de 30 años después, en 1992, Singapur había empatado el ingreso de Estados Unidos, entonces de 40 mil dólares (medidos en dólares de 2017 y ajustados por el costo de la vida). El de México colindaba con los 16 mil dólares.
Como lo habían hecho con Japón, y lo hacían también con Corea del Sur, Taiwán y Hong Kong, los ojos del mundo volteaban a Singapur para entender los fundamentos de ese éxito hasta entonces inédito. ¿Qué políticas había seguido esa pequeña isla para lograr ese milagro económico?
Lee Kuan Yew explicó en su libro: “Me decidí por una estrategia doble para superar nuestras desventajas: la primera era dar un salto para rebasar a los vecinos de la región, como lo habían hecho los israelíes (con sus vecinos árabes)… La segunda parte de mi estrategia era crear un oasis del primer mundo en una región del tercer mundo… Si Singapur pudiera establecer estándares de primer mundo en la seguridad personal y pública, salud, educación, telecomunicaciones, transporte y servicios, se convertiría en el campo base para emprendedores, ingenieros, administradores y otros profesionales que tenían negocios en la región”.
A esta estrategia, o conclusión, llegó después de mucho explorar y de pasar una breve residencia sabática en la Universidad de Harvard, en 1968, donde aprendió de Raymond Vernon, un economista que fue parte del equipo que desarrolló el Plan Marshall, el instrumento clave en la reconstrucción económica de Europa occidental después de la Segunda Guerra Mundial. Vernon también había publicado en 1963 sobre el dilema del desarrollo económico de México. Lee Kuan Yew relata que Vernon “disipó mi anterior creencia de que las industrias cambiaban gradualmente y rara vez se trasladaban de un país avanzado a uno menos desarrollado. El transporte aéreo y marítimo confiable y barato hizo posible trasladar industrias a nuevos países, siempre que su gente fuera disciplinada y capacitada para trabajar con las máquinas, y hubiera un gobierno estable y eficiente que facilitara el proceso a los empresarios extranjeros”.
Armado con esa premisa y decidido a no pedir asistencia “como si fuera un mendigo”, se embarcó en una serie de giras en Estados Unidos para persuadir a empresarios que invirtieran en su país. Había aprendido de su preparación previa “cómo los americanos ponderaban los riesgos en los negocios. Prestaban atención a la estabilidad política, económica y financiera, y a las sólidas relaciones laborales para asegurarse de que no ocurriera ninguna disrupción en la producción que atendía a sus clientes y subsidiarias alrededor del mundo”.
El gobierno de Singapur, abundó, “jugó un papel clave en la atracción de inversiones extranjeras: construimos la infraestructura y proporcionamos parques industriales bien planificados, participación accionaria en las industrias, incentivos fiscales y promoción de las exportaciones. Lo más importante fue que establecimos buenas relaciones laborales y políticas macroeconómicas sólidas, los fundamentos que permiten que la empresa privada funcione con éxito”.
El resto es historia. Después de “varios años de prueba y error descorazonadores”, la campaña para atraer empresas multinacionales cristalizó con la llegada de inversiones en semiconductores y electrónica de Texas Instruments y General Electric. Singapur no produciría solamente vestido y calzado, ni sería una parada de mantenimiento de barcos. Aprovecharía su posición geográfica privilegiada entre el Océano Índico, el estrecho de Malaca y el Mar del Sur de China, para convertirse en una potencia comercial e industrial, líder en electrónica, astilleros, petroquímica, finanzas, transporte aéreo, entre otros sectores.
A Singapur se le han criticado dos componentes de su doble estrategia. El primero es que se trata de un éxito, como elocuentemente lo describiría Paul Krugman a mediados de los 90, de “transpiración más que de inspiración”. Singapur logró una movilización masiva de trabajadores y capital “que habría enorgullecido a Stalin”, sin generar nuevas tecnologías o conocimiento: “La participación empleada de la población aumentó del 27 al 51 por ciento. Los estándares educativos de esa fuerza laboral se actualizaron dramáticamente: mientras que en 1966 más de la mitad de los trabajadores no tenían educación formal, en 1990 dos tercios habían completado la educación secundaria. Sobre todo, el país había realizado una inversión increíble en capital físico: la inversión como proporción de la producción aumentó de 11 a más del 40 por ciento”. Pero la eficiencia o productividad de los trabajadores no había aumentado tanto hasta entonces, ni lo haría en los años posteriores hasta nuestros días. En este sentido no se trataba de un milagro de innovación, sino de organización, trabajo y ahorro.
El segundo componente sujeto a debate es que la estrategia descansó en la fuerza de un régimen de partido preponderante, liderado por un hombre fuerte en el poder por más de 30 años, intolerante frente a los movimientos sindicales, aunque simpatizante con las políticas de bienestar social. ¿Acaso se requiere un régimen autoritario para alcanzar el éxito económico? La evidencia es mixta.
Como sea, el éxito de Singapur no deja de asombrar. Si hace 30 años su ingreso por persona empataba al de Estados Unidos –después de venir de mucho más abajo–, hoy lo supera en casi 70 por ciento: 108 mil contra 64 mil dólares. Singapur está hoy junto con Luxemburgo e Irlanda entre los países más ricos del mundo.
Lee Kuan Yew encontró la salida en el pragmatismo: “Los líderes del tercer mundo creían en la teoría de la explotación neocolonialista (por parte de las empresas multinacionales), pero Keng Swee (el ministro de Finanzas) y yo no estábamos impresionados. Teníamos problemas de la vida real qué resolver y no podíamos darnos el lujo de estar circunscritos a ninguna teoría o dogma”. Y remató: “Si tuviera que elegir una palabra para explicar por qué Singapur consiguió el éxito, es la ‘confianza’. Es la que llevó a los inversionistas extranjeros a ubicar sus fábricas y refinerías aquí”.