Bill Gates anunció que donará el 99% de su fortuna antes de 2045, al tiempo que acusó a Elon Musk de “matar niños pobres” por los recortes en ayuda internacional. La pelea entre dos de los hombres más ricos del planeta no es solo un duelo de millonarios con visiones opuestas. Es un síntoma de algo mucho más profundo: la privatización del bien común, la fragilidad de las políticas públicas, y una lucha por controlar la narrativa moral de nuestra era.
Gates no improvisa. En un contexto de recortes y discursos anti-ayuda, su decisión de vaciar su cuenta bancaria antes de morir no solo busca salvar vidas, sino también fortalecer su marca personal: la del multimillonario comprometido, en tiempos donde la reputación importa tanto como los resultados. Por su lado, Musk, como asesor senior del gobierno de Trump, ha confirmado el desmantelamiento de la infraestructura global de cooperación.
El recorte de 80% al presupuesto de la USAID es una declaración política que Gates quiere aprovechar al máximo. Decir que “El hombre más rico del mundo está matando a los niños más pobres” no es una hipérbole. En la forma, es una estrategia para detonar una discusión sobre la ayuda internacional que, como pólvora, se volvió tema de portadas a nivel global. Pero de fondo revela que lo que está en juego es quién toma las decisiones sobre la vida de millones. Claramente no son los gobiernos, ni organismos internacionales, sino tecnócratas billonarios. El destino de poblaciones enteras queda en manos de agentes privados.
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Gates admite que “ni la fundación más rica del mundo puede sustituir el rol del Estado”, sin embargo, actúa como si pudiera. Decide dónde intervenir, con qué prioridades y a qué escala. Su generosidad, aunque muy loable, corre el riesgo de convertirse en un atajo institucional, en un poder paralelo que persigue objetivos específicos y reemplaza políticas públicas con voluntad privada. Eso no solo debilita presupuestos estatales: socava a la democracia misma.
El problema ya es estructural e insostenible. No es que los ricos donen, sino que el mundo tienda a depender de ellos para sobrevivir. Eso no es filantropía; es síntoma de un sistema que dejó de funcionar.
Musk, por su parte, no tiene interés en sostener nada que se parezca a cooperación internacional. Su lógica está basada en una supuesta eficiencia, tecnología y autosuficiencia. La caridad, en su mundo, es debilidad. El gasto social, una trampa. El sostenimiento de programas humanitarios se traduce en pérdida. Bajo su influencia, la política exterior estadounidense abandona el principio de solidaridad y se convierte en una hoja de Excel: lo que no da ROI, se corta.
La pelea Gates-Musk puede parecer una lucha de gigantes, pero en realidad pone sobre la mesa temas fundamentales y urgentes: ¿quién financia las vacunas?, ¿cómo se debe manejar el desabasto de tratamientos?, ¿cuánto vale la vida de un niño en un país tercermundista? Parece que la humanidad hoy está supeditada a que dos agentes privados, en una lucha de egos, definan el rumbo de la salud pública global.
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El mundo necesita urgentemente construir una voluntad política colectiva, establecer mecanismos de financiamiento sostenibles y aplicar nuevos impuestos a la riqueza extrema. Que Gates done está bien, pero que tenga que hacerlo porque los gobiernos fallan, no es la idea. La salida no puede depender de que alguien tenga un buen día y escriba un cheque. Proteger a los más vulnerables es una responsabilidad colectiva, institucional y, sobre todo, imprescindible.
La lucha Gates-Musk comienza mientras miles de programas sociales y humanitarios se apagan. El verdadero reto no es decidir quién tiene razón, sino evitar que el futuro de millones se debata entre egos gigantes. El hambre, las enfermedades y la pobreza no se combaten con titulares, sino con decisiones públicas sostenidas, responsables y con visión global.