En México, de cada 100 crímenes, solo siete llegan al conocimiento de las autoridades y apenas uno o dos terminan en sentencia. Esto lo dicen los indicadores de la Encuesta Nacional de Victimización y Percepción sobre Seguridad Pública (ENVIPE), pues el 93 % de los delitos ni siquiera se denuncian y quienes se animan a hacerlo, el 98 % de los delitos denunciados quedan impunes, según el Índice Global de Impunidad.
Es decir, cometer un crimen en México significa no tener castigo. Este es un mensaje claro y peligroso para los delincuentes -de cualquier tipo-. O sea que en este país delinquir es rentable. Violar la ley rara vez tiene consecuencias. Ese es el incentivo perverso: el crimen paga y paga bien.
Como esto es un loop interminable, la impunidad no es una falla del sistema, es el propio sistema. Los delincuentes lo saben, los ciudadanos también. Por eso crece la violencia, se normaliza la corrupción y se debilita el Estado de derecho y los efectos son brutales. La impunidad alimenta la inseguridad y la desconfianza en las instituciones. ¿Para qué denunciar un robo si la policía te sugiere “mejor dejarlo así”? ¿Para qué litigar si el juez responde a intereses particulares? Cuando la justicia no funciona, la ley se vuelve un lujo para unos pocos y una trampa para muchos.
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Por eso es tan relevante la reforma judicial, pues en vez de atacar el fondo del problema -la falta de independencia, profesionalización y recursos en el Poder Judicial- pareciera que se diseñó para debilitar aún más las garantías institucionales. Proponer que los jueces sean electos por voto popular puede sonar democrático, pero en realidad abre la puerta a una justicia sometida a los vaivenes del poder político y del dinero. Y en un país donde reina la impunidad, eso equivale a institucionalizar la venganza y el clientelismo.
México no necesita jueces electos; necesita jueces autónomos, capacitados y con herramientas para combatir a estructuras criminales enquistadas en todos los niveles del Estado. Necesita fiscalías que investiguen sin miedo, policías que respondan a la ciudadanía y una sociedad que confíe en que denunciar servirá de algo.
Sin justicia, no hay ley. Sin ley, no hay Estado. Y sin Estado de derecho, no hay democracia posible. La impunidad no es solo una consecuencia, es la raíz del desastre, es causa y efecto. Si no se rompe ese círculo vicioso, México seguirá premiando al corrupto, protegiendo al violento y abandonando a la víctima.