Una prisión llamada dolor
La terca memoria

Politólogo de formación y periodista por vocación. Ha trabajado como reportero y editor en Reforma, Soccermanía, Televisa Deportes, AS México y La Opinión (LA). Fanático de la novela negra, AC/DC y la bicicleta, asesina gerundios y continúa en la búsqueda de la milanesa perfecta. X: @RS_Vargas

Una prisión llamada dolor Una prisión llamada dolor
Foto: Horda Dorada

“En el patio, cuando está fresco, respiro el aire que respiran en el cielo…”

Para mí, lo más impactante de ir a jugar futbol americano a la penitenciaría de Santa Martha Acatitla, en la Ciudad de México, es salir de ese lugar para volver a casa. No puedo dejar de pensar que cuando cruzo la puerta puedo moverme hacia donde se me dé la gana. Ellos, los jugadores del penal, regresan a la monotonía de su encierro. No sé por cuántos años más.

Es apenas el segundo partido que juego al interior de un centro penitenciario, por eso me estremezco con cada pase de lista, cada revisión, cada portazo; cuando miro la fila de la visita familiar; cuando miro a los ojos a un interno o un guardia. Desconozco si alguno de mis compañeros ha estado preso, pero cuatro o cinco trabajan o lo han hecho en el sistema penitenciario de la capital. Saludan con familiaridad a celadores, internos y funcionarios del penal. Uno de los jugadores del equipo platica que entrenó a la escuadra de Santa Martha hace algunos años. Se abraza efusivamente con algunos de los presos:

“He robado, he mentido, he hecho cosas deshonestas como todos ustedes, cabrones, y si un día caigo por acá, es mejor llevármela por la derecha”.

Algunos lo escuchamos desconcertados, con la vista fija en el piso.

“No me puedo ir, no puedo escapar, se me ven por los ojos las ganas de salir…”

Sábado 30 de septiembre. A la penitenciaría de Santa Martha Acatitla, ubicada al oriente de la Ciudad de México, llegamos 17 jugadores, tres coaches y una docena de acompañantes, entre ellos las dos hijas menores de edad de un corredor de la Horda Dorada. La más pequeña, de unos ocho años, se abraza con desesperación a las piernas de su papá, tiene los ojos llorosos, está asustada. Más tarde, ya en confianza, nos acerca vasos con Gatorade a los jugadores.

A simple vista el campo de juego parece más pequeño de lo normal, pero es de pasto. Los golpes duelen igual, pero los azotones se sienten menos. Los Perros de Santa Martha aplastan 26-0 a la Horda. Desde la banca, los coaches miran desconcertados el desempeño de ese grupo de veteranos mayores de 45 años. Están encabronados porque faltó más de la mitad del equipo, se les notan las ganas de entrar a jugar. Al medio tiempo, la inesperada arenga de Little Sunshine, un defensivo que jugará por primera vez con la Horda me sacuden. Después de ser atropellado hace un par de años se ha levantado para volver a jugar. ¡Esa terquedad me suena tan conocida!

Carenzo, Charly y el Choby acomodan a sus jugadores donde haga falta. Aunque desconozco la posición, termino jugando como receptor abierto. Me siento perdido, soy un perro sin correa. No recibo ni un pase. La paliza se concreta y llega el regaño. La Horda Dorada es Jorge Carenzo. La historia del equipo es impensable sin él. Por eso está enojado. Después de ser figura en los equipos representativos de la UNAM, jugar en Europa y durante años en ligas de veteranos, no tiene necesidad de andar detrás de gente sin compromiso. Lo suyo es puro amor al futbol americano.

Hacemos una fila a lo largo de la yarda 50 para despedirnos de los Perros. Miro a todos a los ojos. Abrazo a los más efusivos. No dejó de ver esas miradas. No los juzgo. Dicen que en la cárcel se aprende escuchando el silencio.

Algunos internos se acercan para recibir los jerseys, zapatos, guantes y protecciones que mis compañeros llevan para regalarles. Nos tomamos una foto todos juntos. En el emparrillado, al menos por esas horas, todos somos iguales. Al salir, después del primer trago de cerveza en el estacionamiento, nos reconocemos privilegiados.

Hasta el último minuto

De vuelta a casa platico con el “Huevo”, tiene 46 años y sufrió un infarto cerebral hace tres meses. Aún no sabe si va a poder jugar, pero nunca deja de apoyar con su casco puesto. Igual que el Choby Miranda, una leyenda de los Cóndores al que una insuficiencia renal, agravada por un fuerte cuadro de Covid, casi le cuesta la vida. Pero el Choby siempre está ahí para dar un consejo, del futbol o la vida, para regañar cuando hace falta. Es duro. Pienso en los que ya no están, a los que se llevó la pandemia o una enfermedad ya no los deja jugar.

Comparto mis fotos en redes sociales, Twitter, Facebook, Instagram y las subo a mi estado de WhatsApp. Me critican por farol y por “clavo”. Para mí, esta última temporada como jugador de futbol americano no se trata de seis, siete, ocho partidos más. A mediados de julio me diagnosticaron síndrome de Guillain-Barré y dos semanas antes de que comenzaran las prácticas, lloraba sentado en la orilla de la cama sin saber de dónde provenía ese dolor que no me dejaba caminar. El 14 de agosto, en mi cumpleaños 52, mi regalo fue regresar a entrenar.

El dolor es una cárcel muy cruel y sé que yo estoy en libertad condicional. Por eso, arriba de una bicicleta, en un ring de boxeo, como parte de un equipo de futbol americano o entrenando CrossFit, voy a aprovechar hasta mi último minuto libre.

*Los entrecomillados son de la canción “El marginal”, de Sara Hebe, de la serie del mismo nombre. Se puede ver en Netflix.

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