Tu trabajo no es tu dios: bienvenidos a la era de la epidemia del agotamiento Tu trabajo no es tu dios: bienvenidos a la era de la epidemia del agotamiento
'Según la ética laboral moderna, la dignidad y el propósito están al alcance de los trabajadores si solo se comprometen con su trabajo'. Foto: Malte Mueller/Getty Images/fStop

Los ricos son irracionales cuando se trata de trabajar. De todos los miembros de nuestra sociedad, son los que menos necesitan ganar dinero, sin embargo, son los que más trabajan.

Los titanes multimillonarios de la industria tecnológica presumen sus semanas de trabajo de 100 horas, a pesar de que su trabajo no es lo que impulsa el precio de las acciones de sus empresas y los enriquece aún más. Los estadounidenses que tienen títulos superiores son los que tienen un mayor poder adquisitivo promedio, no obstante, suelen trabajar más y dedicar menos tiempo al ocio que las personas con menos educación formal. Los hijos de padres ricos tienen el doble de probabilidades de tener trabajos de verano en comparación con los niños pobres. Y muchos profesionales estadounidenses de edad avanzada con abundantes ahorros para su jubilación siguen yendo a la oficina.

Yo también soy irracional. Tenía un sueldo de clase media como profesor titular de universidad, pero cada vez me sentía más agotado y frustrado por el trabajo. Finalmente, renuncié. Aunque la enseñanza desempeñó un papel importante en mi agotamiento, me sentí tan perdido sin ella que, menos de dos años después, me convertí en profesor adjunto de medio tiempo, ganando apenas unos miles de dólares por curso, una fracción de lo que ganaba antes. Necesitaba que mis días estuvieran organizados. Necesitaba ejercitar mis habilidades pedagógicas que tanto me costó adquirir. Y, sobre todo, necesitaba que alguien contara conmigo para que me presentara y realizara un trabajo decente.

Todo esto es una prueba de que no solo trabajamos por el dinero. Muchas personas –voluntarios, padres y artistas hambrientos entre ellos– no reciben ningún pago por su trabajo. Incluso los trabajadores que no son ricos, que realmente necesitan hasta el último centavo de su sueldo, suelen decir que existe algo más que dinero de por medio. Hacen su trabajo por amor, o por servicio, o para contribuir a un esfuerzo colectivo.

La degradación de las condiciones laborales, que incluye una mayor intensidad emocional y menos seguridad en comparación con los empleos de mediados del siglo XX, solo cuenta la mitad de la historia de por qué el agotamiento es tan frecuente en nuestra sociedad. El agotamiento es un rasgo característico de nuestra época porque la diferencia entre nuestros ideales compartidos sobre el trabajo y la realidad de nuestros empleos es más grande en la actualidad que en el pasado.

Hace dos siglos, los trabajadores de las fábricas textiles de Manchester, Inglaterra, o de Lowell, Massachusetts, trabajaban más horas que el habitual trabajador británico o estadounidense de la actualidad, y lo hacían en condiciones peligrosas. Estaban agotados, pero no padecían la enfermedad psicológica del siglo XXI que llamamos agotamiento, porque no creían que su trabajo era el camino hacia la autorrealización. El ideal que nos motiva a trabajar hasta llegar al agotamiento es la promesa de que si trabajas duro, vivirás una buena vida: no solo una vida de comodidad material, sino una vida de dignidad social, carácter moral y propósito espiritual.

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Una joven trabajadora en la fábrica de hilado de algodón en Wigan, Gran Manchester, Reino Unido, 1939. Foto: Kurt Hutton/Getty Images

Quería ser profesor porque mis propios maestros de la universidad parecían vivir la buena vida. Eran respetados, parecían ser personas de buen criterio y su trabajo tenía el claro y noble propósito de adquirir conocimientos y transmitirlos a los demás. Prácticamente no sabía nada acerca de sus vidas más allá de las aulas, ni de los demonios privados contra los que luchaban. A dos de mis mentores les negaron la titularidad y tuvieron que buscar otro trabajo. Un tercero murió de un infarto pocos años después de asumir un importante cargo administrativo.

No establecí ninguna relación entre su infortunio y mis propias perspectivas profesionales. ¿Cómo podría hacerlo? Estaba cegado por mi confianza en la promesa americana: si encontraba el trabajo adecuado, entonces el éxito y la felicidad llegarían con toda seguridad.

Esta promesa, sin embargo, por lo general es falsa. Es lo que el filósofo Platón llamó una “mentira noble“, un mito que justifica la organización fundamental de la sociedad. Platón explicó que si la gente no llegaba a creer la mentira, la sociedad caería en el caos. Y una mentira noble en particular nos hace creer en el valor del trabajo duro. Trabajamos para las ganancias de nuestros jefes, pero nos convencemos de que estamos alcanzando el bien supremo. Esperamos que el trabajo cumpla su promesa, y la esperanza nos lleva a trabajar horas extra, a aceptar el proyecto extra y a vivir con la falta de un aumento de salario o del reconocimiento que necesitamos.

Se podría decir que el trabajo duro es lo que más valora la sociedad estadounidense. En una encuesta del Pew Research Center realizada en 2014 en la que se le preguntaba a la gente sobre su personalidad, el 80% de los encuestados se describió como “trabajador“. Ningún otro rasgo obtuvo una respuesta tan positiva, ni siquiera “simpático” o “que acepta a los demás”. Solo el 3% dijo que era flojo, y un número estadísticamente insignificante se identificó firmemente como una persona floja.

Todos sabemos que más de uno es auténticamente flojo. Piensa en tus compañeros de trabajo. ¿Cuántos de ellos son holgazanes? ¿Y cuántos de ellos dirían que no lo son? En general, no todos trabajamos con diligencia todo el día, esforzándonos en nuestros reportes y sudando en las reuniones con los clientes. En realidad, decimos que somos trabajadores porque sabemos que se supone que así debemos considerarnos.

De acuerdo con la ética laboral moderna, la dignidad, el carácter y el propósito están al alcance de los trabajadores si se comprometen con su trabajo. Se supone que el compromiso de los empleados también es bueno para los resultados. Gallup, una empresa que realiza encuestas sobre el compromiso de los trabajadores, describe a los trabajadores comprometidos con términos heroicos, incluso santos:

Los empleados comprometidos son los mejores colegas. Colaboran en la construcción de una organización, institución o agencia, y son responsables de todo lo bueno que ocurre en ella. Estos empleados se involucran, se entusiasman y se comprometen con su trabajo. Conocen el alcance de su trabajo y buscan nuevas y mejores formas para lograr los resultados. Están 100% comprometidos psicológicamente con su trabajo. Y son las únicas personas de una organización que crean nuevos clientes.

“Cien por ciento comprometidos psicológicamente con su trabajo”. ¿Quién es así?

Aproximadamente un tercio de los trabajadores estadounidenses lo son, según Gallup. Para los directivos que aceptan los resultados de la encuesta, los dos tercios de los trabajadores que no están comprometidos con su trabajo representan un grave problema. Un escritor de temas de negocios afirma que los empleados no comprometidos suponen para las empresas un costo adicional del 34% de su salario debido al ausentismo y a la pérdida de productividad. Otro los describe como “asesinos silenciosos“. Gallup advierte que es incluso posible que los trabajadores no productivos y complacientes estén al acecho, sin que se note, de los altos cargos. Los trabajadores no comprometidos incluso destruirán el tiempo y los logros de los demás. “Todo lo que realicen los trabajadores comprometidos”, afirma Gallup, “los trabajadores activamente no comprometidos intentarán deshacerlo”. En resumen, son villanos, empeñados en socavar la misión de nuestros héroes.

Esta retórica no solo es ridículamente absurda, sino que también es inhumana. El hecho es que los trabajadores estadounidenses están más comprometidos que aquellos de cualquier otro país rico, según la propia medición de Gallup. De hecho, es posible que su nivel de compromiso se acerque al límite humano. (En Noruega, la tasa de compromiso equivale a la mitad del nivel de Estados Unidos y, sin embargo, los noruegos se encuentran entre las poblaciones más ricas y felices del planeta).

No obstante, hay otra forma de ver este asunto: un trabajador que no está comprometido con su trabajo no necesariamente sufre agotamiento. Tal vez simplemente encontró una forma de mantener sus ideales de trabajo en consonancia con la realidad de su trabajo, posiblemente manteniendo sus expectativas de trabajo relativamente bajas. Si solo está comprometida psicológicamente con su trabajo en un 80%, y aún así es razonablemente competente, cabe preguntarse: ¿cuál es el problema?

¿Qué pasa con aquellos de nosotros que se sienten realmente satisfechos con su trabajo? Algunos de mis amigos que son doctores, editores e incluso profesores trabajan duro, aman su trabajo y prosperan. Algunas profesiones, como la cirugía, parecen promover el desarrollo más que otras. Aunque todos los médicos son propensos a sufrir agotamiento, los cirujanos no solo reciben uno de los salarios más altos de todos los trabajadores, sino que también obtienen una gran satisfacción laboral y un alto nivel de significado. Cuando dan un paso atrás y piensan en lo que hacen, los cirujanos deberían sentirse bien respecto a su trabajo.

Sin embargo, el compromiso no consiste en dar un paso atrás. Es una cuestión de inmersión. Cuando realizan una intervención, los cirujanos llevan a cabo un trabajo que se presta a la experiencia del “flujo”. Como lo describió el difunto psicólogo Mihaly Csikszentmihalyi, las personas que se encuentran en estado de flujo excluyen al mundo y a sus propias necesidades corporales, renunciando a la comida y al sueño mientras hacen algo que parece bueno en sí mismo. Es un estado de compromiso que los diseñadores de videojuegos intentan fomentar, porque provoca que sea difícil dejar el juego.

Sin embargo, Csikszentmihalyi pensaba que el flujo ocurría de forma más natural en el trabajo. En su libro Flow: The Psychology of Optimal Experience, Csikszentmihalyi señaló a un soldador llamado Joe Kramer como un ejemplo de personalidad “autotélica”, es decir, alguien que fácilmente entra a un estado de flujo en el trabajo, que entonces se convierte en un fin en sí mismo. Aunque Joe solo tenía una educación de cuarto año de primaria, podía arreglar cualquier cosa en la planta de vagones de ferrocarril en la que trabajaba. Joe se identificaba personalmente con los equipos rotos para repararlos. Debido a que Joe convirtió las tareas de su trabajo en una experiencia autotélica, su vida fue “más agradable que la de las personas que se resignan a vivir dentro de las limitaciones de la árida realidad que sienten que no pueden alterar”.

Todos los compañeros de Joe estaban de acuerdo en que era insustituible. Su jefe afirmaba que su planta sería la mejor de la industria si tuviera unos cuantos hombres más como Joe. A pesar de su excepcional talento, Joe rechazó los ascensos.

La promesa de una mayor productividad sin un mayor costo: esta es la razón por la que el compromiso y el flujo son conceptos tan atractivos para la administración en la era postindustrial. Los empleados son una carga, según la doctrina empresarial actual. Contratar a otro es arriesgado. Entonces, ¿por qué no ver si se puede obtener un poco más de esfuerzo de las personas que ya tiene uno? ¿Y por qué no convencerlos, a través de encuestas y talleres y bestsellers en las librerías de los aeropuertos, de que si se comprometen por completo con su trabajo, serán felices? Es más, se incluirán, al igual que Joe Kramer, entre los bienaventurados, la comunión de los santos del trabajo.

En 2022, a cualquier trabajador le resulta difícil saber si tiene el valor que Joe tenía para su empleador. Los buenos trabajadores pueden ser despedidos con poca antelación, si el favor de la dirección se pone en su contra. El sistema que otorga reconocimiento a los empleados comprometidos también crea una ansiedad que solo se puede calmar trabajando con mayor intensidad. La cura también es el veneno. Para calmar nuestra ansiedad, trabajamos demasiado sin una recompensa adecuada, sin autonomía, sin equidad, sin conexiones humanas y en conflicto con nuestros valores. Terminamos agotados, cínicos e ineficientes.

La ansiedad laboral forma parte del capitalismo. Esta es una de las premisas clave del libro de Max Weber de 1905, La ética protestante y el espíritu del capitalismo, que todavía refleja perfectamente la mentalidad que sustenta nuestra ética laboral actual. Weber explica cómo los protestantes europeos crearon una forma de pensar sobre el dinero, el trabajo y la dignidad de la que, hasta el día de hoy, no podemos escapar. Es nuestra “jaula de hierro“.

La ética protestante, sostiene Weber, tiene su origen en la teología de Juan Calvino, el reformador cristiano del siglo XVI conocido por su doctrina de la predestinación, es decir, que Dios decide, o “elige”, a algunas personas para alcanzar la salvación, mientras que el resto está destinado a la muerte eterna. Solo Dios sabe quién es elegido y quién no, pero es comprensible que los humanos quieran averiguarlo.

Las buenas obras, en la teología calvinista, no te pueden garantizar la salvación, pero pueden ser indicios de que eres elegido. En otras palabras, los elegidos de Dios realizarán buenas obras como fruto de su estatus de bendecidos. Así que si sientes curiosidad respecto a si eres un elegido, analiza tus acciones. ¿Son santas? ¿O pecaminosas?

Para estar seguro de tu estatus de elección, entonces, necesitas saber que eres productivo, que te enriqueces y enriqueces a tu comunidad a través de tu trabajo.

Weber consideraba al capitalismo como “un cosmos monstruoso”. Desde su punto de vista, el capitalismo era un sistema económico y moral que lo abarcaba todo, una de las construcciones más admirables de la humanidad. Las personas que vivimos en el sistema rara vez podemos verlo. Asumimos sus normas como algo natural, como el aire que respiramos. Todo lo que hacemos, desde ir al jardín de niños “correcto” hasta trabajar en una profesión productiva o recibir atención médica en nuestro lecho de muerte, lo hacemos porque, en algún lugar, alguien piensa que puede ganar dinero a partir de ello. El cosmos capitalista te impone una disyuntiva: aceptar su ética o aceptar la pobreza y el desprecio.

En su calidad de académico, Weber no estuvo involucrado en el comercio industrial. Sin embargo, estuvo tan atrapado en la jaula de hierro como cualquier empresario. Antes de escribir La ética protestante, pasó cinco años luchando contra el “agotamiento nervioso“. Experimentó varios ciclos de intensa docencia e investigación, seguidos de colapsos físicos y mentales, tratamientos y permisos para reponerse. Después regresaba al trabajo, e inevitablemente su estado se deterioraba.

Su esposa, Marianne, escribió posteriormente que durante este tiempo él fue “un titán encadenado a quien los dioses malvados y envidiosos atormentaban”. Era irritable y estaba deprimido y se sentía inútil; cualquier labor, incluso leer el trabajo de un estudiante, se convertía en una carga insoportable. Al final pidió una licencia de dos años en su universidad, después de la cual renunció y se convirtió en un profesor adjunto, vagamente apegado al mundo académico, a la edad de 39 años.

No soy Weber, pero su historia es muy alentadora para mí. Su colapso profesional no supuso su última palabra. Después de dejar su trabajo, emprendió su obra más influyente.

Los habitantes laicos del siglo XXI de los países ricos no se preocupan demasiado de si somos los elegidos de Dios. Sin embargo, seguimos atrapados en la jaula calvinista. Nos preocupamos por demostrar a los posibles empleadores, y a nosotros mismos, que somos santos del trabajo. Al igual que la elección divina, este tipo de estatus es una condición abstracta que no nos podemos asignar a nosotros mismos, pero que tenemos la esperanza de que los demás reconozcan.

Cuando brota nuestra ansiedad relacionada con nuestro estatus, recurrimos a nuestra herencia religiosa en busca de un bálsamo: el trabajo duro y disciplinado. Por ejemplo, Tristen Lee, una trabajadora de relaciones públicas británica de la generación millennial cuenta una historia demasiado familiar sobre cómo las largas horas de trabajo, la falta de sueño, la ausencia de tiempo libre real y la renta excesiva la mantienen en la rutina. “Me entrego en cuerpo y alma al trabajo“, escribe. “Estoy tan obsesionada con alcanzar algún nivel destacado de éxito y alcanzar mis objetivos financieros, que olvidé cómo disfrutar realmente la vida“. Lee comenta que se siente como si tuviera “algo que demostrar, pero ¿a quién?“. A sí misma, diría Weber.

La experiencia de Lee representa el eco del siglo XXI de la teología calvinista del siglo XVI. Ha internalizado el juicio omnisciente de una sociedad que solo la valora en la medida en que trabaja, por lo que siente la necesidad de reafirmar su valor. No obstante, nunca habrá suficiente seguridad; en la ideología del trabajo actual, tus logros importan menos que tu esfuerzo constante hacia el siguiente logro.

“¿Cuál es el resultado final?” pregunta Lee. “¿Cuándo termina la agonía constante? ¿En qué momento alcanzamos la satisfacción en la vida y pensamos ‘demonios, sí, estoy muy orgulloso de lo que he logrado y de lo lejos que he llegado’?” Pues nunca. Eso es lo que significa estar en una jaula de hierro.

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