Podemos llorar por el príncipe Felipe, pero no por la monarquía
La Reina y el Príncipe Felipe en una visita a Sierra Leona en 1961. Foto: AFP/Getty Images

A los pocos minutos de la muerte del príncipe Felipe, mis amigos de Ghana empezaron a mandar mensajes de condolencias. “Mi más sentido pésame por tu pérdida”, dijo uno. “Que dios te bendiga y a todos los que están de luto en Reino Unido”, decía otro. A nivel humano, reconocer la respetabilidad de una pérdida por causa de la muerte puede tener sentido. Pero ¿por qué estos mensajes hablan de mi pérdida?

No estoy sola cuando hablo de un sentir de que la monarquía es una institución que no puede aceptarse, aunque, incluso ahora, no es fácil decirlo. Si no expreso bien mi respeto y lealtad me van a atacar de manera enfermiza los que consideran que no soy patriota. Voy a ser la persona mala de raza negra, la “invitada” desagradecida, aunque este sea mi país, la súbdita desleal de la colonia que olvida lo mucho que Gran Bretaña hizo por mí.

La reacción pública por la muerte del príncipe Felipe se centra en lo mucho que él, personalmente ha hecho. Se trata del miembro más activo de la familia real, y aparentemente realizó más de 20 mil compromisos y tiene más de 800 presidencias y fundaciones. Muchos jóvenes se vieron beneficiados por los premios del duque de Edimburgo.

Pero estos actos de servicio público tienes hilos atrás. Nos convertimos en cómplices de una transacción tóxica que, a cambio de sus privilegios, priva a la realeza de su privacía o del control de sus propios destinos, y nos permite tener acceso ilimitado a la cobertura ponzoñosa de las minucias de sus vidas.

Desde nuestro lado del trato, abandonamos nuestro supuesto compromiso con la meritocracia y la igualdad cuando aceptamos que estos seres humanos nacen mereciendo un trato especial. Tenemos acceso a sus fundaciones, pero a cambio perdemos nuestra libertad de cuestionar su autoridad. Las buenas acciones de la realeza y sus emprendimientos de caridad no son en sí mismos una justificación para la monarquía.

La verdad es que no hay manera de escapar de la maldición del legado del imperio. Sus fantasmas hace tiempo que tomaron posesión de nuestra familia real, y los convirtieron en emperadores sin colonias, acumuladores de tesoros sin saqueos, conquistadores sin guerras. Son la cabeza de un Commonwealth en donde los colonizados reciben el nombre de “amigos” con “una historia compartida”. Cosas de fantasía.

También lo es la idea, ridículamente popular en los tributos al príncipe Felipe, de que él era una especie de comediante frustrado. Ya todos conocemos sus famosos comentarios: como decirle al presidente de Nigeria, Olusegun Obasanjo, cuando usaba su  traje nacional: “Parece que ya está listo para irse a dormir”. O cuando le aconsejó a los estudiantes británicos en China que no se quedaran demasiado tiempo porque se les podían “rasgar” los ojos. Una amiga mía británica de raza negra, educada en Harvard, recibió el clásico cumplido del príncipe Felipe cuando lo conoció: “¡Su inglés es hermoso!”, le dijo.

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En los últimos días hemos escuchado varios eufemismos  para cubrir estos comentarios sin decirles por su nombre. “Sus ‘chistes’ eran los típicos del humor de los clubes de oficiales”. Era “políticamente incorrecto” y “directo”. A nadie le gusta hablar mal de los muertos, pero no hay excusas para Felipe ni sirven de coartada para los comentaristas británicos que están desesperados por evitar el verdadero legado de la expansión imperial británica: el racismo. Una palabra sucia que afecta de manera inconveniente la narrativa gloriosa que la realeza todavía ayuda a proyectar. La colonización de los “pueblos menores” era por definición un proyecto del supremacismo blanco, y uno personificado por la familia real a la cabeza del imperio: por supuesto que hacía chistes racistas.

Si se habla de que el príncipe Felipe es “un hombre de su tiempo” se acepta que la realeza existe de alguna manera en una cápsula de tiempo, y entonces tengo que estar de acuerdo. La institución es, como la experiencia del duque y la duquesa de Sussex han dejado en evidencia, anacrónica.

La presencia de Meghan y el trato que le dio la prensa racista le ofreció a la monarquía una oportunidad única de acoger a una mujer de herencia africana, de reconocer la compleja relación con su herencia del pasado y de al menos parecer que estaba dispuesta a una nueva era de igualdad. Pero falló de manera dramática.

Mientras tanto, el sistema de honores británicos sigue glorificando el dolor que sienten los supervivientes del colonialismo y de sus descendientes. Este sistema que, dos generaciones después del Príncipe sigue promoviéndose, premia a los británicos por sus logros en términos extraordinarios. Nos pide que aspiremos a vernos como “Miembros”, “Oficiales” o inclusive “Comandantes” del Imperio Británico, un acto doloroso de traición a nuestras historias.

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Para aquellos que se niegan a proyectar esta dolorosa historia en un solo hombre, recientemente fallecido, este es el verdadero problema del concepto de la monarquía. Por supuesto que hay un análisis individual, en el cual el príncipe Felipe era un actor fascinante de la historia cuyo deceso apunta hacia el final de una era. Vivió su niñez durante el colapso del imperio otomano. Llevaba en su cuerpo la memoria genética de la revolución bolchevique y sus consecuencias fatales para los Romanov. En 1993, su DNA se utilizó para identificar sus restos.

El matrimonio de Felipe con la reina es un legado del proyecto de la Reina VIctoria de unificar Europa por medio de dinastías de matrimonios, basado en la profunda percepción de la necesidad de paz en el continente. Se trataba de un ideal virtuoso, con mucho que ofrecer, precisamente a la gente que se postra con gran barullo frente a la realeza, si es que les interesa saber.

Pero nuestras relaciones personales con la monarquía no pueden existir en el vacío. Antes de expresar cualquier simpatía por la realeza, tengo que preguntarme si en el subconsciente estoy buscando la aprobación de una sociedad predominantemente blanca que recompensa a ciertas personas de raza negra por demostrar su lealtad.

¿Me siento amenazada por los castigos de no participar en un periodo de duelo forzoso? Después de todo, muchos periodistas de televisión como yo están a merced de un partido gobernante que ha dejado claro que castiga a las emisoras que no cumplen con sus parámetros de patriotismo.

Después de todo, el requerimiento no hablado para nosotros de celebrar públicamente los logros de la monarquía, o de celebrar sus pérdidas, me exige hacer una reflexión interna de la historia de la violencia y el racismo en contra de mis ancestros. El instinto que aún conservo de disculparme por no hacerlo es la evidencia de que esas fuerzas todavía existen. Si es que existe un tributo adecuado por el fallecimiento del príncipe Felipe, creo que sería el de aprender, con honestidad, las lecciones de su vida y  las reacciones por su muerte.

*Afua Hirsch es columnista de The Guardian.

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