Glasgow, Greta y Mafalda
Enernauta

Especialista en política energética y asuntos internacionales. Fue Secretario General del International Energy Forum, con sede en Arabia Saudita, y Subsecretario de Hidrocarburos de México.
Actualmente es Senior Advisor en FTI Consulting.

Glasgow, Greta y Mafalda
La activista sueca criticó la falta de acciones contra el cambio climático de los países. Foto: Facundo Arrizabalaga/EFE.

Detrás de la dificultad de muchos gobiernos para digerir el conjunto de propuestas de Glasgow hay un tema clave: las diferencias entre los casi 200 participantes en la reunión son sumamente grandes para exigir compromisos férreos de todos, especialmente cuando todos pueden beneficiarse del esfuerzo de unos cuantos. Desde hace tiempo se reconoce el principio de responsabilidades compartidas pero diferenciadas de los países para combatir el cambio climático. A los de alto ingreso se les pide más que a los de bajo ingreso, y los primeros se comprometen a aportar financiamiento para facilitar la transición en los segundos. Aunque este principio ha permitido sentar a todos a la mesa, ha sido insuficiente para generar acuerdos verdaderamente obligatorios.

Tan solo cinco países –China, Estados Unidos, India, Rusia y Japón– representan cerca del 55% del total de emisiones de carbono (el cálculo se basa en los datos del compendio estadístico de BP). De ellos, China emite el doble que Estados Unidos y juntos liberan casi 45% del carbono que llega a la atmósfera. Los siguientes cinco –Alemania, Irán, Corea del Sur, Indonesia y Canadá– representan menos del 10%. Después de este grupo, no hay ningún país que aporte por sí solo más del 2% de las emisiones totales (México representa 1.3%) y la enorme mayoría emite cada uno menos del 1%. De hecho, 83 países emiten menos en conjunto que los dos más grandes emisores, 40 vs. 45%.

Bastaría con un acuerdo entre China y Estados Unidos, los primeros cinco países o los miembros del G20 (77% del total de emisiones) para avanzar efectivamente en la reducción de carbono liberado a la atmósfera conforme lo propone el Grupo Intergubernamental de Expertos sobre Cambio Climático de la ONU (IPCCC, por sus siglas en inglés). Pero los lideres de estos países, como los de todos los demás, no piensan renunciar al crecimiento económico o la oportunidad de erradicar la pobreza empleando combustibles fósiles, por lo menos en el corto y mediano plazo. Tampoco están dispuestos a permitir que su país pierda ventaja frente a competidores económicos y geopolíticos.

La esperanza real descansa en el avance tecnológico y, con suerte, en la creación de un mercado mundial de emisiones, donde un país compraría el derecho de contaminar más de otro que espera contaminar menos. Esto determinaría un precio de carbono y, por ende, un costo adicional de producción que se reflejaría en el bolsillo de los consumidores. No está claro si estarán dispuestos los ciudadanos del mundo a pagar más por sus compras a cambio de un aire más limpio.

Un proyecto como éste se desvaneció hace 24 años cuando Estados Unidos se rehusó a firmar el Protocolo de Kyoto. En el centro del problema figuró el techo a las emisiones: si se fijaban al nivel donde ya habían llegado, hubiera sido muy costoso mudar de fuentes de energía y a la vez producir más. Estados Unidos habría sacrificado puntos de crecimiento económico para que otras naciones crecieran mientras seguían contaminando de más. 

Las implicaciones no serían solo medioambientales, el curso de la geopolítica se habría transformado drásticamente. Algunos países como Rusia y Ucrania pensaban dentro del proceso de Kyoto en beneficiarse de no hacer nada y recibir a cambio pagos por ceder el derecho de emitir. Otros, como China, aprovecharían su condición de países de desarrollo para crecer por la vía impedida a Estado Unidos o Europa. 

Como es sabido, China agregó en los últimos 30 años la mayor cantidad de centrales carboeléctricas jamás vista, algo así como la capacidad instalada de un México y medio al año. Todo ese carbón quemado contaminó el aire de las ciudades chinas y contribuyó a calentar el planeta, pero nunca tantos ciudadanos chinos habían gozado de servicio eléctrico y sus beneficios asociados. Los activistas medioambientales tienen el desafío de explicar por qué las mieles de los servicios energéticos modernos deben aguardar a más habitantes del planeta: mil millones de ellos todavía carecen de servicio eléctrico y queman leña o lo que aplique para satisfacer necesidades básicas en casa.

En Glasgow, los gobiernos lograron un importante avance en el establecimiento de reglas para crear un mercado mundial de emisiones. Este es el comienzo de un contraste frente al Protocolo de Kyoto, cuya vida expiró en 2012 sin haber establecido reglas claras para la medición y rendición de cuentas, de ahí parte de su fracaso. Que China y Estados Unidos se hayan sumado al avance de Glasgow es en principio halagüeño. Significaría que podría ser menos difícil gestionar el reacomodo geopolítico con un mercado de emisiones funcional.

Con todo, el triunfo en el establecimiento de un mercado mundial de emisiones está aún lejos. Lo que ocurre después de las COP rara vez sigue el guion de los textos acordados. Las emisiones de carbono continúan en aumento a pesar del objetivo señalado hace once años en la COP de Cancún de limitar el aumento en la temperatura global a 1.5%. Y tan pronto se congratularon por el acuerdo de Glasgow, los gobiernos de China y la India le recordaron al mundo que seguirán quemando carbón por un buen rato, Japón aumentó los incentivos a la refinación de derivados de petróleo y Europa se enfrentó de nuevo a vientos que no soplan. 

Greta Thunberg, la prominente voz de muchos jóvenes, evaluó el resultado de Glasgow como un “bla, bla, bla.” Tiene razón en estar decepcionada. Su generación enfrenta la perspectiva de vivir en un planeta más caliente al de hoy, con eventos climáticos extremos y la posibilidad de un cambio en los patrones de precipitación, nubosidad y viento. Quizá su disgusto disminuiría un poco al tomar en cuenta que mantener un proceso multilateral año tras año es sumamente costoso, que poner de acuerdo a tantos países casi siempre conduce al menor denominador común, y que los políticos deben tomar decisiones considerando intereses diversos. Los asuntos rara vez involucran a un solo grupo y prácticamente siempre las soluciones generan efectos secundarios. Es imposible no crear ganadores y perdedores.

Greta debe apresurarse. Hace 50 años un estudiante de la Universidad de California en Berkeley y activista de la libre expresión pronunció una frase que cobró vida por sí sola en otros contextos: “No puedes confiar en nadie mayor de 30 años”. Eso de acumular años puede provocar la enfermedad de ver en las políticas públicas tonalidades de gris y no solo el blanco y negro, aunque algunos líderes del mundo y sus seguidores todavía viven bajo una bitonalidad estricta. Otros más han dejado de confiar en lo menores de 30. Lo dijo Mafalda: “si uno no se apura a cambiar el mundo, después es el mundo el que lo cambia a uno”. 

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