Estado de malestar
Un cuarto público

Abogada y escritora de clóset. Dedica su vida a temas de género y feminismos. Fundadora de Gender Issues, organización dedicada a políticas públicas para la igualdad. Cuenta con un doctorado en Política Pública y una estancia postdoctoral en la Universidad de Edimburgo. Coordinó el Programa de Género de la Escuela de Gobierno del Tecnológico de Monterrey durante tres años y es profesora en temas de género. Actualmente es Directora de Género e Inclusión Social del proyecto SURGES en The Palladium Group.

X: @tatianarevilla

Estado de malestar
Un enfermero empuja una camilla con un cadáver de una persona muerta por Covid-19. Foto: EFE.

Hace un par de meses, mi abuela fue internada de emergencia. Tuvimos la suerte suficiente de que es jubilada y cuenta con acceso a servicios de salud en un hospital público. Cuando las enfermedades irrumpen en la cotidianidad, además de recordarnos nuestra fragilidad y lo efímeros que somos, nos sitúa en perspectiva frente a nuestros derechos: el acceso a los servicios del Estado, su calidad y cómo esto puede determinar nuestra libertad de decisión en la vida. 

En muchos hospitales públicos del país, una persona tiene que acompañar las 24 horas al paciente. Esto –de acuerdo con palabras de una enfermera– porque no hay personal médico suficiente. Hacen rondas cada determinado tiempo y siempre algo puede surgir, además, a falta de ciertos medicamentos, los familiares tienen que estar atentos por si hay que comprar algo de manera urgente. Esta medida traslada la responsabilidad del Estado a las familias: no importa si tienen que trabajar, estudiar, viven lejos, si la red familiar no es suficiente, si gastan en transporte, comidas, si tienen labores de cuidados que cubrir además de la persona internada. No importa, el hospital lo exige. Y las familias lo resolvemos.  

Lo anterior no es grave. Al final, cada quien lo soluciona de la manera que puede, como todo en este país. Sin embargo, el nivel de servicios de salud que tenemos no ha dejado de darme miedo y coraje. ¿Y quienes no tienen acceso al seguro social o algún hospital del Estado? Los hospitales privados son impagables para casi la mayoría de la ciudadanía, y los seguros médicos cada vez costosos; además, no asegura la cobertura total si algo pasa. En este país más nos vale no enfermar. 

Este es solo un ejemplo de como un Estado, que, en teoría, debería de ser el proveedor de bienestar a través de políticas sociales y servicios públicos, en la mayoría de los casos no lo es; y cuando es, lo es a medias. El tema de salud no es el único: basta voltear a los servicios de cuidados, los programas de atención a la violencia contra las mujeres y niñas, el acceso a la justicia para mujeres y poblaciones en situación de vulnerabilidad y/o exclusión, acceso a pensiones, protección al desempleo, garantía de seguridad en la vía pública, acceso a un debido proceso. A todos estos derechos hoy, el Estado no nos garantiza su acceso y mucho menos su calidad. 

Uno de los teóricos en temas de Estados y regímenes de bienestar, Ian Gough, a través de un análisis comparado, propone una clasificación tomando en cuenta las políticas sociales de diversas regiones. Gough señala a Latinoamérica como un régimen de bienestar informal. En esta categoría, la mayoría de la población es excluida de las políticas de seguridad social, protección al desempleo y el acceso a servicios públicos es limitado. En este régimen, existe un gran número de empleos informales sin acceso a seguridad social y, algo fundamental –que comprobé cuando mi abuela estuvo hospitalizada–, es que las fuentes de seguridad y apoyo contra cualquier riesgo social se encuentran en las familias, amistades, el mercado y un mosaico de redes informales. Ahora sí que, ¡sálvese cómo pueda! 

Muchas veces he imaginado en la suerte de nacer en un Estado de bienestar fuerte. Saber que si una emergencia llega a la familia, hay un lugar al cual acudir sin el riesgo de endeudarse, o en el que se tenga la certeza de que exista personal de enfermería y medicinas suficientes. Pensar llegar una edad adulta con la garantía de una pensión digna después de toda una vida de trabajo en un sistema que no nos dejó de otra. Imaginar que las personas que cuidan tienen total libertad de elección sobre sus vidas, sin que esto sea un factor tan determinante como lo es ahora. A veces, me imagino viviendo en un Estado de bienestar, con toda la seguridad y libertad que esto conlleva. 

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