Algunos apuntes para quien hoy decide viajar 
Friso corrido

Promotora cultural, docente, investigadora y escritora. Es licenciada en Historia del Arte y maestra en Estudios Humanísticos y Literatura Latinoamericana. Ha colaborado para distintos medios y dirige las actividades culturales de La Chula Foro Móvil, Mantarraya Ediciones y Hostería La Bota.

Algunos apuntes para quien hoy decide viajar 
Foto: Pixabay

En estos días, como en todos los demás, miles de humanos se mueven, se hacen a la montaña, al desierto o al mar. Perdemos, todos, el origen. No en la mente ya hecha, zurcida y confeccionada, sino en la inteligencia del presente. Lo que invocamos es el destino (elegido o no) y no nos percatamos, al llegar, de la importancia del camino. El camino, en muchas ocasiones, acaba por convertirse en aquello que más recordaremos una vez concluido el viaje: las huellas blancas de la carretera, el vértigo de la tierra, la tranquilidad de los animales en el verdor circular, la incógnita de las mujeres y los hombres andando con sigilo y aparente parsimonia desde la velocidad, la extrañeza de las construcciones y la duda sobre su interior, las nubes deslizándose en el cristal, la danza alternada de las torres de luz ligadas entre sí. Y luego, la nada del sueño, el mareo del vaivén entre la vigilia y la imagen. O bien, el reto a la atención frente a la pupila vidriada por la reverberación que confronta al conductor. La música o la conversación teñirán la memoria del viaje con alguna coloratura específica, pero reinará la memoria egoísta del pensamiento propio: el camino arroja siempre a la mente hacia el logos de sí misma. El viajero se encuentra, incluso sin haberlo decidido, con el pensamiento en una profundidad que, con frecuencia, excede a las palabras para ser más bien una especie de inteligencia de sensaciones: una profunda experimentación del yo, mucho más allá de cualquier posibilidad del tú. Ello compone el riesgo mayúsculo de la sorpresa frente a lo que la mente revela sobre sí misma: arrepentimiento, dolor, ausencia, retornos de un pasado aparentemente remoto, puestas en escena de un futuro improbable, de cualquier manera, sumergirse en el yo viajante, supone una ansiedad real, palpable, adicción del viajero asiduo.

¿Quién es el viajero, quién se es cuando se viaja? Probablemente ahí, como en muchas experiencias límite, se revela el misterio del verdadero yo, vivencia oscura de alto voltaje. El viajero es ese que ha renunciado a permanecer y se concede la posibilidad de ser el otro en un lugar ajeno. Por estricta necesidad como el migrante, por pavorosa supervivencia como el refugiado, por auténtica curiosidad como el turista o frente al horror vacui del errante, todos hemos sido algún tipo de viajante en cierto momento, componiendo así la biografía de lo humano como especie de movimiento. Trayecto y conformación de la cultura dinámica. El viajero es, entonces, la experiencia máxima del otro en uno y del uno en con quienes habrá de encontrarse en el trayecto y el destino, pero también en quienes se quedaron, quienes permanecieron signados por la presencia que ahora se desvanece en el camino. El viajero no desaparece, sino que su presencia es el punto de partida que se vuelve intangible, efímera en el trayecto y temporal en el destino, porque la permanencia está sólo en el movimiento. Ahí es donde está el viajero siempre: en sí mismo, mudándose, transportando su logos de aquí para allá, en el hedonismo del pensamiento en trayectoria curva, perpendicular o rectilínea: oriental respecto de sí mismo. Porque el viajero es egoísta: se mueve para, de una forma u otra, hacer catarsis, pasar de la ataraxia contemplativa a la acción liberadora, a la alteración de lo fijo, de lo que según su visión es aterradoramente estático. 

La temporalidad es algo asumido por el viajero. Su presencia en los lugares que una vez fueron destino pero luego se convirtieron en memoria, es una especie de vano que, si bien habrá de reponerse como lo craquelado en un óleo o el desprendimiento de una yesería, siempre será evidente porque el material nuevo es más claro y carece de la pátina del tiempo, o bien porque quien permanece y restaura elige evidenciar con un rigatoni o rayado lo que ahí estuvo y es irremplazable, túmulo vivencial. Su presencia queda, a pesar de la contingencia. De cualquier manera, el viajero está ligado a la retentiva marcada: “Donde las heridas supuran memoria, / y su pura llaga resplandece. / Ninguna mano ose / perderse en su interior, / ninguna. / Este reino / no es / de este mundo”. Leo en un poema de Pura López Colomé mientras alisto una maleta con libros para huir a un refugio en el campo, sabiendo que el camino en este país (como en todos, pero más en los que están sembrados de violencia como el mío) implica, veladamente, la posibilidad de no volver jamás. La poesía se queda embebida en mi interior, la extraigo del estante donde reposaba y que ahora queda parcialmente vacío con otro libro caído en diagonal, moviéndose hacia el sitio anhelado dentro de un morral que habitará provisionalmente y donde dejará, tras unos días, otro espacio en blanco, a disponibilidad. Así es el viajero: palabra que viene y va, pasadizo insondable, pérdida asumida, distancia acortada, extravío elegido, apego a la experiencia geográfica, desmoronamiento de las fronteras (individuales y espaciales), desgarramiento de la historia que abre paso a otras historias, plegadas y replegadas, dentro de sí misma. Volteo otra página del mismo libro: “Perder piso / y vivir, / ya encimada / sobrepuesta / ya enlazada / a capas y más capas de otras cosas, / cientos / de miles / de millones”. Los viajes se superponen en la no-linealidad de la memoria, en su simultaneidad de escenas, para edificar la propia esencia. 

El viajero vive de la mano de la muerte y del miedo, quizá un tanto más que quienes nunca han abandonado su lugar, por elección o por decreto de la vida. El anuncio a los otros de su partida, prolonga un dolor sordo frente al miedo de que llegue el día de la lejanía, punto de fuga, perspectiva de huída hacia otro lugar. El viajero, aunque secretamente, se duele, pero es más su deseo de continuar el proyecto de movimiento, porque irse es estrategia de supervivencia inminente. El viajero será siempre lo diferente de lo que permanece: lo discontinuo en la constate, lo heterogéneo en el coloide de la amalgama social sentimental. Viajo hoy mismo y me encuentro en el trayecto con el viajero que viene del sur y extiende la mano con un niño moreno en brazos, con la viajera auxiliadora que llegó de una tierra pobre de piñas y mangos para hacerse una mejor vida y quedarse casi siempre, pero ir y venir en momentos de necesidad; viajo junto al viajero que es mi barco y cuya estirpe confluyó desde distintos puntos de ultramar, mientras tomo la mano de mi propia descendencia que se originó en una geografía congelada de grandes lagos y a quien aguarda la posibilidad del viaje a todos los puntos cardinales que él mismo señala en el globo terráqueo como pizcas de sal.

Antes de partir, leo nuevamente a Pura López Colomé, abriendo el libro que me habla como oráculo, en aparente azar: “Un dolor borroso, indefinido / te mantuvo / en vilo / en este globo / con un pie en cada hemisferio. / Tan absurdo cual humano. / Tan humano cual divino. / Tan humilde como eterno”. Se revela más claramente lo que quise decir todo este tiempo: que el viaje es propio de lo humano, que es el estado donde el ser rebasa su propia naturaleza y hace suya la sorpresa, asumiendo el inevitable olvido. Entendamos, entonces, que no existen las fronteras y que ese otro hallado en el camino, en camino de algo, es uno mismo, sus antepasados o los que vendrán, moviéndose por el espacio para encontrarse en su propia otredad.  

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