Impactos del racismo: ciudades dormitorio
Poder Prieto

Afrodescendiente. Activista y defensor de derechos humanos. Con licenciatura en Ciencias Políticas y Administración Pública por la FES Acatlán. Exbecario del gobierno de Estados Unidos en el programa The International Visitor Leadership Program (IVLP).

Twitter:@r_pavon

Impactos del racismo: ciudades dormitorio
Foto: Cortesía

En mi columna anterior esbocé algunas de las manifestaciones del racismo que, a mi parecer, son de las que más claramente podemos percibir en el cotidiano, así como algunos de sus impactos en la vida de las personas. En esta ocasión, quiero insistir en el tema de las ciudades dormitorio porque es una de esas manifestaciones que me atraviesa de forma muy personal. Por lo que en estas líneas compartiré un pequeño fragmento de mi historia. 

Mi madre y mi padre migraron a la gran ciudad en búsqueda de mejores condiciones de vida. Ambos padecieron la pobreza extrema de las comunidades rurales en el interior del país. Se conocieron en el municipio de Ecatepec, Estado de México. En una zona que en su momento marcaba el límite de la mancha urbana. Ahí decidieron formar una familia y construir un hogar. Mi madre se dedicó a la crianza y cuidado de sus hijes. Mi padre tenía que trasladarse diariamente al Distrito Federal a trabajar. Aunque por aquellas fechas los tiempos de traslado no eran tan amplios y él podía llegar a su trabajo en apenas media hora. 

Toda mi infancia y adolescencia las pase enteramente en ese barrio que cambiaba rápidamente, que cada vez era más gris. Sin ser consciente, me volví testigo del crecimiento desordenado de la ciudad monstruo. Cuando ingresé al bachillerato tenía que trasladarme al Distrito Federal para estudiar, invirtiendo/perdiendo dos horas diarias en traslados. Ese tiempo “invertido” incrementó en mi etapa universitaria, cuando salía de casa antes de que emergiera el sol y volvía para cuando el sol ya se había ocultado. Una andanza que vivimos muchas personas y que se ve perfectamente retratada en aquella película llamada La clase obrera no va al paraíso. Yo, como millones de personas, me levantaba temprano asumiendo que era una cuestión natural desgastarme física, económica y moralmente en afán de una vida mejor y, al igual que en la película, no era consciente de la violencia tan terrible que esa “segregación” implicaba. 

No fue sino hasta el año pasado, al dirigirme al velorio del querido tío Armando, cuando después de dos horas de camino en auto, llegamos a una zona habitacional casi fantasma, con casas tipo dúplex superpequeñitas, muchas de ellas abandonadas y saqueadas. Ahí vivía mi tío, el perdía entre cinco y seis horas diarias de su tiempo en sus traslados a la Ciudad de México donde trabajaba. A su casa solo llega a dormir, no había tiempo para más.  

Esas son las ciudades dormitorio, guetos modernos en los que se aglomeran las viviendas de la clase trabajadora. Ese sector social que se gasta alrededor de una sexta parte de su sueldo en trasporte; la que recicla los envases de crema para llevar su comida; la que se echa un “coyotito” en el trasporte para recuperar el sueño perdido. Muchas de estas personas piensan todos los días en lo bueno que sería vivir más cerca de su trabajo o de su escuela. Pero ven rotas sus añoranzas en una ciudad que los expulsa con rentas de 7 mil pesos mensuales, o con esos anuncios aspiracioncitas que ofrecen hipotecas de alrededor de 2 millones de pesos por un departamento tipo loft de 42 m² o menos. 

Es por esto que el antirracismo también implica luchar contra la marginación y la segregación social, implica luchar por el derecho a la ciudad. 

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