Paisajismo de lo real
Friso corrido

Promotora cultural, docente, investigadora y escritora. Es licenciada en Historia del Arte y maestra en Estudios Humanísticos y Literatura Latinoamericana. Ha colaborado para distintos medios y dirige las actividades culturales de La Chula Foro Móvil, Mantarraya Ediciones y Hostería La Bota.

Paisajismo de lo real
Teresa Margolles, "La Promesa", 2012. Instalación de sitio específico realizada en el MUAC con restos de una casa de interés social demolida en Ciudad Juárez, Chihuahua.

Todo mi amor está aquí  y se ha quedado:

pegado a las rocas, al mar y a las montañas. 

Pegado, pegado a las rocas, al mar y a las montañas. 

Murió mi chica, murió mi chico, desaparecieron todos.

Desiertos de amor. 

Raúl Zurita

Instantáneas que nunca, prometo aquí, olvidaré: el hombre dormitando junto a su burro en un sembradío de maíz en Morelos; la piel aterciopelada de un verde intenso en la sierra en Oaxaca; la sobrecogedora soledad de las rocas brillantes en la Rumorosa; el cielo cuajado de estrellas cobijando Avándaro, panza de Nut protegiendo mi desnudez y anunciando la vida que no veo, mucho más allá. “Son importantes las estrellas”, escribe Raúl Zurita, más aún si llevan el nombre de un caído. Paisajes que volvieron realidad la poesía y me arrojaron, casi simultáneamente, a ella. Vistas que me constituyeron y que, para la eternidad de mi existencia, aprehendí en la memoria como valores subjetivos, aunque vinieran de un mundo exterior a mí. El plenarismo fascinó a los pintores del siglo XIX y los expulsó a laderas, márgenes de ríos, cimas de montañas o bordes costeros para pintar el paisaje abrumadoramente bello e impoluto que posaba incólume ante sus ojos, bañado por la luz cambiante del sol, sutil resquicio del mundo que comenzaba a tornarse industrial y urbano, ansioso y vorazmente capitalista. Pero, mucho antes del óleo en tubo o el caballete portátil que facilitaran la pintura au-plein-air para los creadores franceses, ingleses, rusos y, en México, para la larga lista de artistas viajeros cuya genealogía sería vertida en el paisajismo inigualable de José María Velasco, otros pintores como Durero, El Greco, Velásquez, Pousin, Constable o Turner, habían desarrollado paisajes pintados a cielo abierto, queriendo empaparse de aquella misma brisa, tocar la mismísima tierra rojiza que convertirían en pinceladas superpuestas e inhalar el vapor que plasmaban en el lienzo con delicadas veladuras. Vivir el paisaje para poder capturarlo con absoluta soltura, honestidad y viveza. Comprendieron, en la sabiduría de la theoría de la razón, que la contemplación primera que mueve a un artista hacia la creación no es pura, sino que está afectada por la impronta de la experiencia personal en ese espacio: la arrebatadora vivencia del amor, la inocente memoria del juego infantil o, incluso, la trágica experiencia de la guerra y la muerte. Si bien Goya o Kara Walker no serán recordados por su ejecución plástica paisajística, el paisaje en ellos aparece como telón de fondo, marcado por la decisiva impronta de la experiencia humana: el horror de la guerra o el esclavizador colonialismo. El paisaje se convierte en obra de arte en tanto pasa por el cernidor de la experiencia humana que lo transformará en poiesis. La producción de ars relativa al paisaje, ya sea pictórica o literaria, no le entrega a la historia de la mirada contemplativa una instantánea inmóvil, silente o científica de una vista al aire libre (por más realista que sea el pintor), sino embebida de la emoción de su creador. Cada observador, a su vez, imprimirá a ese paisaje atrapado en el lienzo, su propia experiencia estética e individual, memorias, experiencias y sensaciones. 

Raúl Zurita, a lo largo de su obra literaria, entrega (y se entrega en) una serie de paisajes chilenos que van del desierto a las cordilleras, los pastizales, las playas, el mar  y el cielo (aunque, omitiendo la nomenclatura del país, bien podrían ser cualquier otro punto de Latinoamérica, Medio Oriente o África), marcados por la violencia, la militarización, la tortura y el horror de las sociedades y sus gobiernos. Al final, sin embargo, el escritor parece estarcirlos con una brisa esperanzadora donde el amor, en cualquiera de sus formas, anuncia el advenimiento del amanecer y la proximidad de la paz, gracias a la enunciación que rescata del olvido. Aunque una de las instantáneas que atesoro pertenece a la quietud del lago helado y verdoso, en calma bajo el cielo encapotado, frente a un puñado de toros pastando entre garzas, patos y andarríos, el recuerdo no es puro. Irrumpe en la memoria la marca del miedo, tal como invadió el momento preciso de aquél acontecimiento: la violencia ha marcado a nuestros pueblos y, por ende, a nuestros paisajes. De pie en el la Zona del Silencio del Bolsón de Mapimí, en la espesura del bosque de coníferas en las inmediaciones del Estado de México o sobre la arena rojiza de la laguna de Coyuca en Pie de la Cuesta, uno pasará de la sorpresa ante el regalo geológico, vegetal o hídrico de la naturaleza, para súbitamente pensar en los muertos y desaparecidos que ahí subyacen. Porque sabemos, aunque desearíamos olvidarlo, que nuestra corteza terrestre está sembrada de fosas clandestinas donde se tienden los restos de miles de desaparecidos. Algunos cuerpos quizá se encuentren escalofriantemente cerca de sus casas y sus familias; otros tantos habrán atravesado el país entero para, inexplicablemente, acabar encontrando un supuesto descanso eterno en parajes que sus familiares no excavarían jamás por el sorprendente azar de su lejana ubicación. Nuestro talud continental es un sembradío de cuerpos, de tal suerte que la plataforma sobre la que flotamos en aparente calma, está unida a la oscuridad absoluta de la zona abisal por el terror de los desaparecidos. 

Lo único que puede haber detrás de sociedades que aniquilen en este volumen y magnitud, con esta violencia y saña, sistemáticamente a sus hijas e hijos, es una descomposición absoluta, el fallo más innegable y claro de todo proyecto moderno de nación. En México, no se trata de una dictadura militar que haya apilado y ocultado cadáveres de la oposición o la resistencia, sino de cientos de fuerzas militares y paramilitares en choque, cárteles del narco y autodefensas, hombres contra mujeres, individuos contra sus pares, sus iguales, sus habituales otros, conocidos o desconocidos. El gobierno (todos, cualquiera) es incapaz de aceptar esta realidad porque, al hacerlo, se vería forzado a reconocer que nos encontramos ante un estado fallido, donde la muerte de uno es la muerte de todos, en que los responsables no son sólo los verdugos sino, como sugiere Zurita, somos todos. Olvidar a esas desaparecidas y desaparecidos, a esos miles de asesinados, sería volver a aniquilarlos y me rehuso a hacerlo. Nuestros paisajes están ya teñidos de sangre y de miedo, de horror en las formas y de putrefacción cadavérica en el perfume del ambiente. Somos incapaces de tomar carretera para ir a vacacionar a la costa más cercana o acampar en el claro de un bosque y bañarnos entre pececitos plateados, como aún hicieron nuestros padres cuando éramos niños. Porque no querernos encontrarnos con un retén en el camino, estar en el lugar equivocado, en el momento menos indicado en medio de un fuego cruzado, ser levantados por error o por cobrar una cuota de paso. “[…] uno de los hechos más rotundos de estar vivos es que las consecuencias de los actos individuales jamás escapan de su dimensión colectiva y que los actos colectivos siempre tienen una resolución individual” leo en Zurita: por eso escribo aquí los paisajes pintados a plan-aire en mi mente, teñidos de bermellón por la imprimatura de la sangre de los asesinados como quiera que haya sido. Esos paisajes son los desaparecidos que se ocultan bajo sus tierras, sus arenas, sus pastos y sus sembradíos, y yo soy esos mismos paisajes: soy, entonces, los desaparecidos, soy todas las mujeres ultrajadas y asesinadas, vueltas al anonimato, irreconocibles por el ojo humano. Desde ahí miro las estrellas, el cielo aborregado, las nubes cargadas a punto de la tormenta y grito. Aúllo. Escribo conífera que es lo mismo que escribir clavícula o tibia, escribo cactácea que es lo mismo que escribir cráneo o mandíbula, escribo sereno que es lo mismo que escribir fémur o sexo. Entones pinto el paisaje mío como aquellos pintores decimonónicos pero, como Zurita, lo escribo tal cual es, sin ocultar nada detrás de un sfumato cómodamente vaporoso. 

Precisamente porque este es un espacio dedicado a reflexionar sobre las artes visuales y la literatura, escribo sobre los asesinados, torturados y desaparecidos que enlutan todos los territorios de estas coordenadas enfermas, porque el arte no es el limbo intocable de la belleza sublime, sino la mirada clara que da el telescopio frente a las constelaciones y el microscopio ante a los protozoarios o las bacterias. Hoy todo el país es la pintura de un juramento de vida fallido: más de 100 mil desaparecidas y desaparecidos perfilan un muro como el de La Promesa de Teresa Margolles. Todo México es una casa de interés social que prometía ser hogar, punto de partida, refugio, estructura nuclear y, en cambio, ha sido abandonado por la violencia; el arraigo ha dejado de ser pertenencia y nos ha sumido en lo más profundo de la tierra, desmembrados, olvidados y enterrados por el horror de un estado fallido. Esa media barda (límite incómodo, línea volumétrica de horizonte cercano) es hoy el mejor paisaje, túmulo del que habremos de emerger, para empezar, pronunciando las palabras más absolutamente verdaderas: que este país está sembrado de muertos,  asesinados por sus ejecutores, pero también por quienes guardan silencio o niegan los hechos. Muertos cada uno de nosotros, en vida o en latencia con tácita sentencia. Sólo a través de la palabra, escrita o pintada, leída o esculpida, ejecutada como se pueda, podremos levantarnos y revivir el paisaje con memorias de dicha y esperanza: pintar au-plein-air la vida.

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