Uno, otro y las manos
Friso corrido

Promotora cultural, docente, investigadora y escritora. Es licenciada en Historia del Arte y maestra en Estudios Humanísticos y Literatura Latinoamericana. Ha colaborado para distintos medios y dirige las actividades culturales de La Chula Foro Móvil, Mantarraya Ediciones y Hostería La Bota.

<strong>Uno, otro y las manos</strong>
Foto: Pixabay

Me pasa el río que pasa

y yo soy este río

cuando la ventana abierta

hace contagio de ojos y de aguas. 

Ramón Xirau

A mis padres, que son pilares.

Practico box desde hace cinco años. Comenzó como una manera de ejercitarme pero, con el paso del tiempo, se convirtió en una verdadera afición a la sensación de placer que produce el ejercicio físico intenso. La endorfina producida por jabs, ganchos, rectos, esquivamientos, salidas laterales y el entrenamiento complementario para llevar a cabo el pugilismo, amainan mi ansiedad, me suspenden momentáneamente de la realidad y generan una sensación de plenitud que prevalece, incluso algunas horas después de la actividad física extenuante. Es preciso aclarar que esta disciplina diaria no se desempeña contra otro cuerpo, sino a través del uso de costales y un boxeo de sombra que permite imaginar a cualquier oponente y actuar ante sus posibles acciones y reacciones. Ahí caí en cuenta, casi desde el inicio. El oponente imaginado en sombra, de sobra iluminado pero moviéndose contra mí en silueta, no era otro sino yo misma. Yo contra mis miedos, culpas, resentimientos, debilidades y complejos, contra mi pasado y sus decisiones erradas, contra la posibilidad de equivocarme aún más en el futuro y fallarme en el presente. Entonces, comprendí mi fascinación por el Fresco de los boxeadores de Akrotiri, hallado en Santorini y fechado entre 1640 y 1550 antes de nuestra era. Me encantaba aquella imagen de los dos chicos, casi adolescentes con cuerpos pueriles, con unos mechones largos colgándoles hasta la espalda y los ojos bellamente delineados, fijos uno en el rostro del otro, pegando un golpe a la cara al unísono. Ambos desnudos, con la piel bronceada, el de la izquierda exhibiendo algunas piezas de joyería eran, para mí, uno mismo en realidad: una especie de vanitas donde el terrenal enjoyado lucha contra el espiritual desprovisto de afeites, el del presente contra el del pasado, el vivo contra el muerto. No era sólo la sorpresa frente a aquella capa pictórica casi intacta lo que me impactaba; sabía que aquello era obra del milagro de las cenizas que lo recubrieron tras la erupción de un volcán en la época minoica. Así que no, el embelesamiento añejo venía de ver ahí al doble: ese que en el Talmud hebreo es el hombre que, al buscar a Dios, se encuentra consigo mismo, el que en la poesía de Yeats es el opuesto complementario, que en Borges se refleja incansablemente, se divide, se confunde y acaba por identificarse con el lenguaje mismo como entidad que, al ser liberada en la palabra escrita o pronunciada, vive libre pero mantiene la imprimatura del otro; que en Raúl Zurita es Raúl Zurita desnudándose ante sí mismo e hiriéndose de vida y muerte, con la palabra y con la vida misma. 

Al paso del tiempo, me interesé por la idea del combate en distintas culturas, particularmente en Japón, donde tiene mucho más que ver con el honor y el conocimiento de sí mismo, que con un espectáculo millonario, infinitamente lucrativo y donde para ganar apuestas los organizadores son capaces de sacrificar a contrincantes débiles que no ofrecerán resistencia alguna. Fue así que supe de la idea del meotode que en uchinaaguchi, dialecto de Okinawa, significa, literalmente, las manos del esposo y la esposa; una mano golpea, la otra contragolpea. Los dos hemisferios del cuerpo actúan de manera armónica: dos que forman uno, dos que son uno dividido y, juntos, incrementan la posibilidad de salir ileso del ataque de cualquier oponente. Los niños pugilistas vueltos uno sólo, uno asimilado por el otro; yo asimilada por mí misma: la de todos los tiempos posibles, la terrible y la que ama, la que lucha y la que se rinde. Fagocitosis verdadera donde uno, el defensor, rodea y destruye al agresor, incluso si se trata de sí mismo, acto de verdadera supervivencia, donde dos enfrentan sin discrepancia, para convertirse en uno sólo. Entonces me percato de que aquello por lo que lucho, es por ese meotode, esposa-mano-esposo-mano, conmigo y con el otro. Debería ser más clara y la manera de serlo que viene a mi mente ahora mismo, es la “construcción dancística” de Simone Forti, titulada “Huddle”, representada en innumerables ocasiones y recintos alrededor de todo el mundo desde su creación en 1961. Los ancestros de Simone Forti, según narra ella misma, eran judíos españoles que habían huido a Italia en el Renacimiento, donde permanecieron hasta la Segunda Guerra Mundial, cuando debieron emprender el éxodo hacia los Estados Unidos, para ponerse a salvo del nazismo. Amante, cuando niña, de la libertad, los juegos, la naturaleza y las posibilidades de expresión a través del cuerpo, se formó con Martha Graham y Merce Cunningham, para acabar esculpiéndose como una artista múltiple en cuyas obras se combinan el performance, la danza, la escultura, la instalación, la pintura e, incluso, el teatro. Resultaría injusto encasillarla en el Fluxus porque trascendió a ese movimiento artístico y continuó creando obras sin las cuales sería imposible comprender la danza contemporánea y las artes no objetuales de la escena actual. 

Ahora retomo las ideas del Huddle de Forti y la meotode, dos nociones que pueden comprenderse como una sola y contribuir a la construcción de una nueva filosofía de las relaciones humanas. Un grupo de personas (que no llamaré bailarines porque, antes de serlo, se trata de humanos sintiendo aquella construcción cambiante, plástica y efímera que edifican a lo largo de varios minutos con sus cuerpos) se abrazan, muy juntos, con las cabezas unidas al centro, viendo todos hacia un punto común en el suelo, una especie de big bang de donde todo emerge y hacia donde todos convergen. De a poco, uno por uno se aparta ligeramente del núcleo humano para, con el apoyo de las extremidades de los demás, trepar hasta la parte más alta de la estructura que ellos mismos constituyen y luego, suavemente, deslizarse sobre los cuerpos para incorporarse nuevamente a aquella médula entrañable, recuperar su lugar y esperar a que otro más lleve a cabo la misma dinámica. Así, una y otra vez, con cada uno de los miembros del ensamble. El rasgo que dota de imperiosa belleza y contundente poder a la pieza, sin embargo, no es la gracia con que los bailarines muevan sus cuerpos predispuestos para comunicarse a través del baile, sino el hecho de que ninguno de ellos se suelte nunca. Unos se apoyan en los otros, éstos le ayudan a subir y bajar, todos se cuidan entre sí y, sobre todo, se tocan amorosamente, con un tacto que remite a la ternura, el respeto, el aprecio, la paciencia y el reconocimiento de la importancia de cada uno como parte de esa estructura estructurante y escultórica viva. No hace falta pronunciar palabra, generar estrategias, negociar o pactar, sino saber al otro presente, sopesar su importancia tectónica, atesorar su existencia y dejarla fluir. Y es que el silencio, cuando se ama, no es poder como tanto se pregona en la lógica individualista: es querer atesorar la paz que da no necesitar pronunciar una palabra, porque todo está dicho ya. Cierro porque, en realidad, todo está dicho hasta ahora, pero quizá hace falta claridad. Propongo en esta columna, que es espacio de escritura y lectura en libertad, una filosofía donde uno no combata contra los otros y, mucho menos, contra sí mismo, sino donde se aquilate el peso específico de cada quien y, reconociendo la naturaleza gremial del ser humano, nos unamos para formar una sola escultura: la del amor por la existencia. Donde cohabitamos este tiempo y espacio, pero dancemos en unidad, con soltura absoluta, en busca siempre, de la plenitud autodeterminada de cada cual. 

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