Facebook y Twitter, ¿invertir en un pedazo de libertad de expresión?

Analista y consultor político. Por más de 12 años, creador de estrategias de comunicación para el sector público y privado. Licenciado en comunicación y periodismo por la UNAM y maestro en gobierno por el Instituto Ortega y Gasset. Observador del uso de las nuevas tecnologías y su impacto en la democracia.

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Facebook y Twitter, ¿invertir en un pedazo de libertad de expresión?
Foto: Pixabay.

En la mayoría de las sociedades, el capitalismo nos invita a adquirir a cambio de dinero un producto o servicio del cual carecemos y en el que el mercado regula el precio en función de la oferta y la demanda. En ese sentido, la disrupción digital y sus nuevos canales de comunicación han logrado que cosas tan intangibles e inimaginables logren ser transaccionables.

Se trata de un modelo que nos pide “invertir” más allá de gastar bajo una lógica en donde el beneficio a obtener es mucho mayor que aquella cantidad a desembolsar. Un poco de dinero y estarás a solo unos pasos de conocer al amor de tu vida en una app de citas. ¿Acaso no lo vale? Se trata de tu felicidad. No deberías ser tacaño frente a ello.

Una propina virtual y podrás ser absuelto por el padre de la Iglesia que oficia misa desde una transmisión en vivo y que más tarde te concede una sesión privada para llamarte a reconsiderar no perderte en el camino. Un intercambio más de dinero y adquieres un poco de tranquilidad cuando un especialista acepta la videollamada en la que te ayuda a darte cuenta de que no eres ni más ni menos miserable que aquellos que te rodean. Tal vez no puedas aún comprar una casa pero con tan solo 280 dólares puedes invertir y ser dueño de un par de ladrillos que formarán parte de un moderno edificio que será construido en una de las principales avenidas de la ciudad más cosmopolita de tu país. ¡Mente de tiburón!

Estamos inmersos en un nuevo ecosistema digital en donde nuestros miedos más primitivos son explotados de formas cada vez más peculiares. Una de las más recientes es la suscripción que ofrecen Facebook y Twitter, plataformas que juntas reúnen más de 3 mil millones de personas en todo el mundo, y mismas que a partir de una narrativa vieja pero infalible, que recurre al proteccionismo paternalista combinada con estimular la necesidad que tenemos los humanos por sobresalir, te piden que pagues entre 11 y 14 dólares por mes cada una.

¿Acaso no conoces los riesgos que corres al usar nuestras plataformas? Suplantación de identidad, pornografía infantil, trata de personas, perfilamiento electoral, robo de datos, acoso, marketing irregular, noticias falsas, fraude. El simple hecho de que pagues permitirá que te “cuidemos” mejor y tengas acceso a una red social “más” segura. ¿Quieres que tu voz se escuche por encima de la de otros? No pierdas la oportunidad de que nuestro algoritmo te ofrezca mayor “prominencia” y genere “conversaciones de calidad”. Según los propios términos con los que promueven el upgrade.

Ancladas ambas plataformas a una visión reduccionista y pobre respecto lo que significa la libertad de expresión bajo la premisa equivocada de que cualquiera tiene derecho (aun sin pagar) a decir lo que le venga en gana, no importando si ello es racista, xenófobo, machista o hace un llamado a transgredir los derechos del otro; la oferta de “inversión” en este nuevo producto parece tentadora, sin embargo, termina por exhibir un peligroso retroceso como sociedad.

Por un lado, pareciera que asumimos la derrota sobre un debate que no hemos dado con suficiente fuerza: por qué edificamos algo tan valioso como la libertad de expresión sobre la base de una plataforma privada que, en el mejor de los casos, tiene como único objetivo el rendimiento exponencial del negocio, pero, en el peor de los escenarios, con con el poderío político-económico capaz de doblegar a cualquier a Estado-Nación con tan solo alterar el estado de ánimo de una sociedad.

“Invertir” en un pedazo de libertad de expresión nos debe recordar que la transacción en sí misma tiene implícita la búsqueda de “algo” que no poseemos, de “algo” que anhelamos desde el nada agradable sentimiento de la carencia… aun cuando ese “algo” se llame libertad de expresión.

Considerar que estos nuevos canales de comunicación privados son y significan nuestra capacidad de expresarnos es el problema de origen que se antoja difícil de revertir. ¿En dónde quedó la figura de la plaza pública, entendida como el espacio en donde los ciudadanos dirimen sus diferencias y terminan por acordar qué acciones pueden, como colectividad, emprender para mejorar su sociedad? ¿De verdad hemos trasladado y construido toda nuestra capacidad de organización, discusión y debate de los asuntos públicos sobre los pilares de los corporativos privados?

Discusión a parte es a quién le alcanza y a quién no, el “invertir” en este nuevo mercado pujante que se abre y en donde los rendimientos podrán materializarse de diferentes formas, menos en el beneficio común de la sociedad.

Apuntes: Respecto a lo que significa la libertad de expresión deberíamos atender la paradoja de la tolerancia del filósofo austriaco Karl Popper (1902-1994). La sociedad debe ser intolerante con los intolerantes. Es decir, hay personas que no deberían poder expresarse. A nadie le beneficia que racistas, xenófobos y machistas accedan a un altoparlante más poderoso que el resto solo porque pagaron su suscripción mensual.

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