Phil Anselmo en la pandemia
La terca memoria

Politólogo de formación y periodista por vocación. Ha trabajado como reportero y editor en Reforma, Soccermanía, Televisa Deportes, AS México y La Opinión (LA). Fanático de la novela negra, AC/DC y la bicicleta, asesina gerundios y continúa en la búsqueda de la milanesa perfecta. X: @RS_Vargas

Phil Anselmo en la pandemia
Como a todo el mundo (nunca mejor usada la frase todo el mundo), la pandemia de Covid-19 me tomó con la guardia abajo. Foto: Roberto Vargas

Con excepción del breve periodo en el que fui funcionario público, en Puebla, y los meses que me la pasé haciéndome güey en una notaría, desde marzo de 2020 casi todos los días me visto como Phil Anselmo, el cantante de la banda de post thrash metal Pantera. A saber: bermudas cargo (casi siempre de camuflaje), camiseta negra (generalmente de alguna banda y muchas veces con las mangas recortadas), sandalias Birkenstock (en primavera y verano); Vans o tenis para correr en los meses de frío, aunque a veces me doy permiso de las “birken” con calcetines deportivos cortos, generalmente oscuros. Debo ser el único que las usa así del Viaducto hacia el sur, porque en la Condesa son moneda corriente.

Como a todo el mundo (nunca mejor usada la frase todo el mundo), la pandemia de Covid-19 me tomó con la guardia abajo. Trabajaba como redactor de noticieros para un canal de televisión público y tenía dos semanas escribiendo notas deportivas para el diario La Opinión, de Los Ángeles, cuando los directivos de Capital 21 me mandaron a trabajar desde casa, el 16 de marzo de 2020.

Los noticieros para los que trabajaba salieron del aire una semana más después para dar paso a las conferencias mañaneras de López Obrador y los reportes vespertinos del entonces rockstar Hugo López-Gatell, por lo que mis labores en el canal se limitaron a mandar una decena de cintillos cada tercer día. En La Opinión, ante la suspensión de las competencias en todo el mundo, buscaba en redes sociales los entrenamientos personales de Cristiano Ronaldo y otras figuras del deporte internacional. Después de tres semanas de recomendar libros, películas y series relacionadas con el deporte, mandar efemérides y seguir las cuentas de TikTok de futbolistas intrascendentes, el director del diario, para no correrme, me encomendó que redactara noticias de América Latina (en realidad de Centroamérica) para el sitio web de los diarios del grupo en Estados Unidos, labor que realizaba a la par de mis cintillos para Capital 21, mientras bebía cada vez cantidades más generosas de cerveza durante la tarde.

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Aunque me esmeraba en redactar notas interesantes con respecto a la casi desconocida pandemia, no se me olvida que durante aquellos meses mi “nota” (de cuatro párrafos) más leída fue: “Una ballena muerta aparece en playa de El Salvador: Las autoridades investigan las causas de la muerte de cetáceo”.

Mi turno laboral comenzaba a las cuatro de la tarde y a durante las primeras dos semanas, a las nueve de la noche destapaba la primera caguama. Después, cuando se anunció que se limitaría la venta de cerveza, mi tendero, un veracruzano de nombre Samuel, me dijo que no me preocupara, que tenía inventario para satisfacer mis renovados bríos alcohólicos y que no le iba a vender a nadie que no viviera en la cerrada. Entonces pasé a dos litros y medio de cerveza cada tarde. De las dos caguamas, después fueron las dos cubitas para el desempance y de ahí al medio litro de ron cada noche mientras maratoneaba series en Netflix, hasta que una noche que terminé de trabajar vi mis pies hinchados como sapos y decidí parar. En un mes de encierro había recuperado seis de los siete kilos que había bajado desde el inicio de año. Puse un hasta aquí. Antes del encierro me iba a trabajar en bicicleta todas las mañanas: nueve kilómetros de ida, otros tantos de regreso; cinco días a la semana que daban 90 kilómetros pedaleados cada siete días, además de los que corría en el gimnasio, donde levantaba un poco de pesas. La inactividad me estaba matando un poco menos que la incertidumbre. No había vacunas y los muertos se comenzaban a acumular. De Ecuador nos llegaban escenas de gente que caía en las calles y yo me sentía como en una secuela de “Exterminio”.

Los afectos que se fueron

Lo que más extrañaba aquellas primeras semanas era ver a mi hija. Una tarde Camila me llamó para decirme que no aguantaba el encierro y fui a visitarla. Fue extraño caminar con ella por las desoladas calles de la Condesa, separados dos metros, con el cubreboca puesto. La dinámica en casa cambió. “Okupa”, una hermana de mi papá, se fue a vivir con nosotros y mi hermano Iván llegó desde la Riviera Maya para refugiarse en la casa familiar. Éramos cuatro adultos conviviendo día y noche en una casa grande, pero donde las diferencias nos pusieron al borde de la tolerancia. Después de vivir separados durante casi 20 años, descubrí que mi hermano y yo somos muy diferentes. Él veía todo el tiempo Animal Planet, Discovery y el Canal Gourmet; yo ponía noticieros. Una tarde, a la hora de la comida, le dije: “¡No te cansa comer todos los días mientras vemos coger a los osos polares!” Sin duda nos hacía falta Silvia, la persona que nos ayuda con mi mamá, y que en los últimos años se ha vuelto nuestro cable a tierra. Del consumo frenético de alcohol, pasé a los entrenamientos obsesivos que me hicieron perder nueve kilos para finales de ese año. Escribí un cuento que no les gustó a los pocos que lo leyeron y leí, entre una veintena más, tres libros de la historia del Athletic Club de Bilbao que tenía en casa.

Aquel año tenía novia. Con Teresa salíamos por las tardes a tomar café o helado. Comíamos hamburguesas, tacos de carnitas o pizza, dentro del auto, como adolescentes. Una tarde compramos un par de botellas de Skyy y nos sentamos a beberlas en el camellón de la calle Alfonso Reyes, en la Condesa. Una patrulla se detuvo a vernos. Intercambiamos miradas con los policías y se fueron sin decirnos nada. Después de unas apresuradas vacaciones en Playa del Carmen, la relación se terminó. Nos mató el aburrimiento, que yo combatía con larguísimos paseos en bicicleta, aprovechando que casi no había autos en las calles.

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Después de un irresponsable fin de semana en Oaxtepec con Camila, Tere y sus hijos, mi hija se contagió de covid y yo me puse histérico. Comenzó a morir gente conocida y a mí la culpa me carcomía. Cuando leí que había aumentado el número de suicidios le llamé a mis “locos”, personajes que creía vulnerables por el encierro: con dos de ellos la relación se acabó para siempre. A pesar de que me dolió la muerte de personas cercanas a mí, como algunos compañeros del americano, la única muerte que me causó un llanto desconsolado fue la de Uriel Martínez, un muchacho de treinta y pocos años al que me tocó contratar en Televisa Deportes. Murió solo, lejos de su pequeño hijo y sus papás, en una cama del hospital que se improvisó en la pista del autódromo.

El primer año de pandemia hizo que me reencontrara con personas que pensé que nunca volvería a ver. Me enfrentó con mis miedos, mis muchos defectos y debilidades. Pero también con mis fortalezas, cuando me contagié y renací. Ya pasaron cuatro años. Es tiempo de revisar qué aprendí de todo aquello. Evidentemente, vestirme bien está entre mis pendientes.

PD: Nunca me ha gustado Pantera.

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